Ensayos – LALT https://latinamericanliteraturetoday.org/es/ Latin American Literature Today Sat, 28 Sep 2024 15:19:58 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7 Los cuentos de Julio Ramón Ribeyro: la palabra que perdura https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/los-cuentos-de-julio-ramon-ribeyro-la-palabra-que-perdura/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/los-cuentos-de-julio-ramon-ribeyro-la-palabra-que-perdura/#respond Mon, 23 Sep 2024 10:03:05 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36366 En su conocido ensayo Por qué leer los clásicos (1991), Ítalo Calvino nos recuerda que un clásico es ese libro que, a lo largo del tiempo, nunca ha terminado de decir lo que tiene que decir. A treinta años de la muerte de Julio Ramón Ribeyro, no resulta difícil comprobar que La palabra del mudo, título bajo el cual reunió toda su obra cuentística, es un clásico de las letras peruanas. Ribeyro fue, sin lugar a dudas, uno de los escritores más versátiles de la literatura peruana del siglo XX. A lo largo de cuatro décadas hizo incursiones importantes en la novela, el teatro, el ensayo, el diario íntimo y la prosa corta. Sin embargo, fue en el cuento donde dejó su huella más significativa, hasta convertirse en uno de los grandes maestros del género en las letras hispanoamericanas. Su prolífica obra, compuesta por más de un centenar de relatos, constituye una de las exploraciones más ricas de la idiosincrasia de la sociedad peruana contemporánea, una exploración cuya vigencia en el Perú de hoy ha envejecido muy poco. He allí la primera lección que nos deja su obra: la de anticipar, desde su vasto anecdotario, las tribulaciones del sujeto citadino en la dinámica social peruana, la fragmentación de una gran urbe –Lima– y, por extensión, la de toda una sociedad. 

Como la de todo gran artista, la obra cuentística de Ribeyro es visionaria porque ilustra, a través de sus muchos personajes, nuestras paradojas y contradicciones como nación, hurgando en nuestra psicología individual y colectiva con aguda lucidez. Por eso, hoy es posible hablar de un personaje ribeyeriano: ese sujeto cuya existencia se instala entre el sueño y la derrota, la ilusión más absurda y el desengaño más vulgar; en definitiva, ese ser asediado siempre por la tentación del fracaso, para citar el título de uno de sus libros más memorables.

Surgidos en la década del cincuenta, los primeros cuentos de Ribeyro aparecen en un momento de nuestra literatura en el que muchos escritores se esfuerzan por escribir obras de corte neorrealista y urbano, buscando representar los nuevos retos a los que se enfrenta la sociedad peruana de la época. Lima es en ese momento una ciudad sumida en una difícil transición: la de ser una gran aldea que empieza a crecer de forma acelerada y que, al hacerlo, pasa a convertirse en una urbe obligada a renegociar su identidad como espacio de convivencia para ingresar a una nueva etapa de difícil modernidad. Los primeros cuentos de Ribeyro, relatos memorables como “Los gallinazos sin plumas” o “Al pie del acantilado”, dan cuenta de este fenómeno y resultan importantes testimonios de un espacio citadino cambiante y contradictorio, producto de una constante migración interna en el país y enfrentado a un difícil proceso de mestizaje. A los cuentos de Los gallinazos sin plumas (1955), se sumarán poco después libros como Cuentos de circunstancias (1958) y Las botellas y los hombres (1964). En todos ellos se retrata una Lima que crece aceleradamente, pero, sin embargo, no deja de ser una ciudad precapitalista y fracturada, plagada no solo de grandes contrastes sino también de enormes brechas sociales. Por ello, no resulta exagerado decir que por ese espacio citadino, hoy magnificado por el tamaño de una metrópoli de más de diez millones de habitantes, todavía deambula el clásico personaje ribeyriano; ese sujeto que lleva a cuestas el peso de la frustración y la mediocridad, pero que lucha denodadamente por integrarse a una sociedad que lo margina una y otra vez. Basta recordar a figuras como Roberto López, el protagonista del cuento “Alienación”, y su infructuosa lucha por “deslopizarse”, es decir, por hacer desaparecer su identidad negra para convertirse, cueste lo que cueste, en un gringo de los Estados Unidos. 

El esfuerzo de López es tan descabellado y absurdo que, tras lograr su sueño de llegar a Nueva York, donde convivirá con otros sujetos marginales como él, verá su sueño americano convertirse en una gran pesadilla. Pienso también en Pablo Saldaña, el locuaz protagonista de “Explicaciones a un cabo de servicio”, quien viéndose desempleado y sin futuro da rienda suelta a su mitomanía más feroz desde la mesa de un bar limeño. Ayudado por el alcohol, Saldaña se convertirá en un empresario tan próspero como fugaz, pues su mitomanía solo lo llevará a pasar la noche entre las cuatro paredes de una comisaría al verse incapaz de pagar la cuenta que ha acumulado en el bar. A López y a Saldaña se une don Fernando Pasamano, figura central del cuento “El banquete”. Pasamano es un señorón terrateniente, ahora venido a menos, que aspira a recuperar su poder económico e influencia social. Para ello, tirará la casa por la ventana, organizando una gran fiesta a la que asiste el mismísimo presidente de la República. Cuando el destino parece serle generoso y su buena fortuna recuperada, un inesperado acontecimiento frustrará todas sus ambiciones: un súbito golpe de estado que tiene lugar precisamente durante el banquete de la noche anterior en casa de Pasamano y obliga al señor presidente a dejar el cargo. Curiosamente, el golpe de estado es fraguado por un ministro que goza de toda la confianza del presidente, pero quien aprovecha la momentánea ausencia del mandatario para encaramarse en el poder. Todas estas aventuras y desventuras, que abundan en la obra cuentística de Ribeyro, están matizadas por una fina ironía cuando no de un humor cruel y revelador que ejemplifica las vicisitudes y frustraciones de la vida nacional peruana. A muchos de estos personajes, a quienes la sociedad castiga o impone existencias triviales y mediocres, Ribeyro les cede la palabra, otorgándoles un momento de fugaz ilusión, hasta que el orden institucional, el prejuicio social o el simple chasco los devuelve a la realidad de las cosas.

Esta mirada sobre la condición humana en la obra de Ribeyro no se limita, sin embargo, a un contexto estrictamente peruano. En París, lugar al que el autor llegaría a comienzos de los años cincuenta y donde escribiría gran parte de su obra, Ribeyro viviría en carne propia los dilemas del exilio y el desarraigo. El resultado de esa experiencia puede verse retratado en un puñado de cuentos agrupados en la serie “Los cautivos”, publicada por vez primera en Lima, en 1973, en el segundo tomo de La palabra del mudo. En esos relatos, Ribeyro explora los sinsabores de la marginalidad europea y examina la otredad del sujeto peruano inserto en un contexto cultural ajeno al propio. En los cuentos de “Los cautivos” destaca el relato que le da título a la serie, así como “Agua ramera” y “Los españoles”. Europa no es un lugar especialmente hospitalario para los personajes de Ribeyro en estos cuentos; más bien es el escenario de sujetos que deambulan por sus viejas ciudades atraídos por un cierto afán de aventura, pero también marcados por la soledad, la extrañeza hacia un mundo desconocido y un cierto tedio existencial. Sus protagonistas generalmente habitan hoteles baratos o modestas pensiones en los que entablan una parca amistad con otros seres marginales de la sociedad europea, y, desde su anonimato, se identifican vagamente como “peruanos” cuando no simplemente como “sudamericanos”. Otro ejemplo del desencanto europeo es el relato “La juventud en la otra ribera”, de 1977, un cuento en el que Ribeyro expresa, acaso con más agudeza que nunca, su afán por desmitificar el esplendor de París. El protagonista es el personaje ribeyriano por excelencia: el burócrata. En el relato, el doctor Plácido Huamán, “doctor en educación”, es enviado desde Lima a participar en un congreso en Ginebra. Antes de llegar a su destino oficial, Huamán hará una escala en la capital francesa para cumplir con un sueño para el que ha esperado toda su vida: conocer París y, si la suerte lo acompaña, regalarse allí alguna aventura amorosa. Al principio, los deseos del doctor Huamán parecen cumplirse sin tropiezos cuando en un café parisino conoce a Solange, una bella muchacha francesa con quien vive un romance tan falso como fugaz. No obstante, en la mediocridad de su existencia, Huamán califica su aventura con Solange como una de “las páginas de oro de su vida”. Lo cierto es que el éxito amoroso del protagonista durará muy poco y, en una suerte de amarga paradoja, será París la ciudad que le proporcione al viejo educador un cruel rito de aprendizaje. En realidad, Solange y su grupo de bribones no tienen otra intención que la de despojar al ingenuo doctor Huamán de sus escasos dólares y, tras lograr su cometido, quitarle la vida. Así, lejos de ser una ciudad de esplendor y romance, París se convierte desde la óptica ribeyriana en una ciudad canalla, un lugar lleno de vulgares ladronzuelos donde Huamán acudirá a un encuentro fatal con su destino.

Diríase que un tono de escepticismo y un discreto aire que busca mantener la dignidad humana ante la humillación y la adversidad acompañan siempre a los personajes de Ribeyro. Sería errado, sin embargo, reducir toda la obra cuentística de Ribeyro a las categorías arriba esbozadas. Recordemos otra vez que Ribeyro fue un autor prolífico en este género y que, además de una temática neorrealista y urbana inicial, su escritura está llena de experimentaciones y propuestas muy diversas en el ámbito del cuento. Así las cosas, no resulta exagerado afirmar que los relatos de Ribeyro dialogan fácilmente con los grandes cultivadores del género. En cuentos como “La insignia”, “Ridder o el pisapapeles” o “Doblaje”, pero también en esa obra maestra que es “Silvio en El Rosedal”, el escritor da cuenta de su fino conocimiento de la literatura fantástica y establece importantes puntos de contacto con obras como las de Poe, Kafka, Borges y Cortázar. Por otro lado, su estilo sobrio y elegante nos remite a las mejores páginas de otros maestros del cuento, como Chéjov o su admirado Maupassant, autores que, al igual que Ribeyro, examinan al individuo enfrascado en solitarias batallas y en medio de una realidad que lo derrota una y otra vez. En esa misma veta, podría decirse que las muchas batallas perdidas de las figuras ribeyrianas nos llevan a pensar en la derrota como una parte constitutiva de la experiencia humana, hasta hacer de ella un tema de carácter universal en la literatura. Dicho esto, también es verdad que, no obstante sus repetidos fracasos, los personajes de Ribeyro mantienen siempre una dignidad ejemplar ante la adversidad; son, en buena cuenta, dueños de un callado heroísmo, cuya virtud mayor es despertar en el lector la mejor empatía, al tiempo que lo invitan a una reflexión más íntima sobre su propia aventura vital.

 Con el paso de los años, queda claro que la obra de Ribeyro es una obra escrita en silenciosa rebeldía y a contracorriente de su tiempo. Textos recientes sobre el autor peruano firmados por escritores que hoy empiezan a destacar en las letras latinoamericanas, como el colombiano Juan Gabriel Vásquez y el chileno Alejandro Zambra, nos recuerdan que cuando en la década de los años sesenta, la literatura latinoamericana vio surgir una escritura rica en experimentaciones verbales y grandes afanes totalizantes con la novelística del boom, Ribeyro permaneció fiel a su voz y a su arte, quedando al margen del gran festín literario de la época. En esa fidelidad radica su segunda gran lección: la de personificar la ética de un artista que, lejos de las tentaciones del éxito, continuó trabajando con una tenacidad ejemplar, hasta forjar una obra que, en su aparente anacronismo, encuentra hoy su trascendencia.

Un Ribeyro más íntimo emerge del cuarto y último volumen de La palabra del mudo, publicado por primera vez en Lima en 1992. Estamos ante una serie de textos en los que el autor acude a una cita con su pasado, pues en ellos revisa momentos de un ciclo vital que va desde la inocencia del mundo infantil miraflorino hasta el sabio escepticismo de la vejez. De esto último dan cuenta relatos de tono autobiográfico, como “Solo para fumadores”, “La casa en la playa” o “Surf”. Por otro lado, un aire de nostalgia atraviesa las páginas de los textos de la serie “Relatos santacrucinos”, pues, como afirma el protagonista de “La música, el maestro Berenson y un servidor”, estos cuentos buscan recuperar las huellas de “épocas felices o infelices, encontrando sólo las cenizas de unas o la llama aún viva de otras”.

Es probable que una nueva lectura de los cuentos de La palabra del mudo sirva para recordar que las venturas que emprenden las criaturas de Ribeyro caerán nuevamente en la desilusión, el vacío o el simple chasco. Pero si como propone el autor en el prólogo al último tomo de La palabra del mudo “escribir es una forma de conversar con el lector”, a nosotros sus lectores solo nos resta agradecerle el privilegio de ser partícipes de esa fascinante conversación. Por fortuna, a treinta años de la partida del escritor peruano, ese diálogo continúa, porque los clásicos nunca admiten despedidas, solo propician nuevos reencuentros. 

 

 

Foto: Julio Ramón Ribeyro, escritor peruano.
]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/los-cuentos-de-julio-ramon-ribeyro-la-palabra-que-perdura/feed/ 0
Los libros que nos devuelven la música transformada https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/los-libros-que-nos-devuelven-la-musica-transformada/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/los-libros-que-nos-devuelven-la-musica-transformada/#respond Mon, 23 Sep 2024 10:02:59 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36503 Estoy oyendo música. Debussy usa la espuma del mar que muere en la arena, refluyendo y fluyendo. Bach es matemático. Mozart es lo divino impersonal. Chopin cuenta su vida más íntima. Schönberg, a través de su yo, llega al clásico yo de todo el mundo. Beethoven es la emulsión humana en tempestad que busca lo divino y solo lo alcanza en la muerte. Yo, que no pido música, solo llego al umbral de la palabra nueva. Sin valor para exponerla. Mi vocabulario es triste y a veces wagneriano-polifónico-paranoico. Escribo de manera muy sencilla y desnuda. Por eso hiere. 

Clarice Lispector, Un soplo de vida (1978)

El verso popular

“Me parece algo muy razonable que se vea a un cantante popular como un poeta, que pueden ser Bob Dylan, Lou Reed, tantos otros”, dice la periodista y escritora argentina Andrea Álvarez Mujica cuando conversamos sobre el Premio Nobel de Literatura que se le otorgó en 2016 al compositor de Mr. Tambourine Man, Blowin’ in the wind y The times they are a-changin’. Tres años después de aquel galardón, el cantautor Chico Buarque, uno de los grandes representantes de la música popular brasileña (MPB), recibió el Premio Camões, considerado el galardón literario más importante en lengua portuguesa.

La autora de Horas de rock (2017, 2021) y Estelares: detrás de las canciones (2022) afirma, sin titubear, que fue un acierto haberle dado ese reconocimiento a un letrista, “primero porque se tomó en cuenta una voz más callejera, fuera de un lugar de cristal o de élite. También porque la letra de una canción puede ser una forma de poesía −aunque no necesariamente tiene que serlo; una canción puede funcionar bárbara con una letra que a lo mejor no anda sola como verso−. Si vamos a los orígenes de la poesía, probablemente gran parte haya sido por los cantores populares”. 

Las rimas y los versos, el ritmo y unas cuantas metáforas, regocijarse en el lenguaje y aventurarse en el fraseo cadente para contar o para cantar… De eso se trata el juego: “Crear la estructura de una obra literaria como se estructura una pieza musical. Usar las canciones para construir un correlato e ir contando una historia. Los textos de un libro construyen un ritmo y tienen una musicalidad. Las palabras suenan, incluso en la lectura en silencio”, afirma el colombiano Octavio Escobar, ganador en 1997 del Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura con el libro de cuentos De música ligera, cuyos relatos se convierten en brújula para recorrer la obra de artistas como Nino Bravo, Guns N’ Roses, Sandro de América y los Bee Gees.

 

Un mismo tempo

“Poder sintetizar en las cinco o seis líneas de un bolero,
todo lo que un bolero encierra es una verdadera proeza literaria”.

Gabriel García Márquez, 1985 

“Yo mismo, más en serio que en broma, he dicho que Cien años de soledad es un vallenato de 400 páginas y que El amor en los tiempos del cólera es un bolero de 380”, le respondió el Nobel Gabriel García Márquez a Germán Borda en la sección “Gabo contesta”, de la revista Cambio en 1999, ante una pregunta que le hizo el compositor, escritor y crítico musical sobre El coronel no tiene quien le escriba (1961). En aquella novela, afirmaba Borda, “encuentro un tempo estático a lo largo de toda la obra”, e inquirió si se trataba de algo deliberado o, por el contrario, aquel registro había sido cosa casual. El cataquero discurrió sobre su profunda relación con la música y agregó que no solo El coronel “sino hasta el menos significante de mis párrafos está sometido a ese rigor armónico”.

La estructura de una obra literaria como la de una pieza musical. Escobar tradujo bien, y a su modo, el sentir de Gabo, que afirmó haber compuesto un vallenato, un género declarado patrimonio inmaterial de la humanidad en el que sobresalen letras que, según la Unesco, “interpretan el mundo a través de relatos en los que se combinan el realismo y la imaginación”. Cien años de soledad (1967) es obra fundamental del realismo mágico, ese que reivindicó lo fantasioso, la imaginación como forma legítima de conocer y explicar el mundo. 

El vallenato, nacido en la costa norte de Colombia y amalgama de cantos de vaquería y de cautivos, danzas indígenas, poesía española e instrumentos de los tres orígenes. El realismo mágico, definido por García Márquez en El olor de la guayaba (1982) como mixtura de “la imaginación desbordada de los esclavos negros africanos con la de los nativos precolombinos (…), la fantasía de los andaluces y el culto de los gallegos por lo sobrenatural”, que es principio y precepto en el Caribe. Uno y otro, con vocación ineludible para contar historias.

 

La eterna banda sonora

Una forma de reinventar el mundo, dice la uruguaya Carolina Bello. Artes que le dan forma al tiempo, que tratan de contenerlo, darle sentido y recrear su paso, adjudicándole una lógica y una catarsis, expresa el colombiano Ricardo Silva Romero. Estímulo e influencia primaria que colma de claves estéticas la creación, señala el mexicano Antonio Ortuño. La banda sonora de la vida y el escenario donde transcurre el andar de los personajes de una historia, manifiesta la cubana Dainerys Machado. Así conciben algunos escritores y autoras latinoamericanas, en consonancia y perfecta rima, la relación esencial, inquebrantable, poderosa entre la música y la literatura.

Bello encuentra tres modos de esa hibridación casi alucinada entre la música y la literatura: como tema, motivo o acompañamiento incidental. “Desde tiempos inmemoriales la literatura y la música han sido esquemas de representación; en este sentido, como manifestación artística basada en ritmos y texturas, se han emparentado desde siempre. Muchas veces la literatura ha sido subsidiaria de planteos sonoros que la precedieron como mecanismo de representación y comprensión del mundo; otras, la música en la literatura ha operado como un motivo incluso de supervivencia en la lógica de los personajes”, dice la ganadora en 2016 del premio Gutenberg, otorgado por la Unión Europea y la editorial Fin de Siglo. El mejor ejemplo, dice, es El beso de la mujer araña (1976) del argentino Manuel Puig, “con la música inserta en la trama como mecanismo de salvación” (eso sin contar los tangos, los boleros y el fox-trot de Boquitas pintadas).

Álvarez Mujica coincide con Bello en eso de la música como una especie de armazón que se convierte en sustento y fibra: 

Parece ser que cuando vos musicalizas una escena que no existe, de alguna forma esa escena empieza a tomar vida. La música que están escuchando los personajes o en general la música que eligen, que les gusta, que les da identidad, obviamente les da vida y los pone un poco a funcionar. La música es uno de esos elementos que agrega también volumen, información y movimiento a lo que está pasando… ¡sobre todo volumen!

Así, en La Armada Invencible (2022), Antonio Ortuño (ganador del Premio Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano Nellie Campobello en 2018), narra con el heavy metal como trasfondo la historia de una banda de envejecidos músicos, “achacosos y frustrados”, que planean regresar a sus tiempos de gloria mientras buscan sobrevivir a una vida de adultez rutinaria. En su caso, “casi que cada libro de los que he publicado recientemente tiene su propio soundtrack: para la novela La fila india, Charly García, Luis Alberto Spinetta, Serú Girán, Sui Generis, Pescado Rabioso, cuplés de los que cantaba mi abuela, zarzuelas y música de la Guerra Civil española; para Olinka, el soul, Curtis Mayfield, Blixa Bargeld, música ambiental y experimental…”. Y entre tantos sonidos, el metal y el punk como “la música que me ha dado una identidad literaria”.

La autora de El resto del mundo rima (2021, Mapa de las lenguas) también plantea el caso inverso, donde “la música ha tomado de la literatura sus motivos o, directamente, ha convertido en canción textos literarios, sobre todo provenientes de la poesía, género inherentemente musical”. Es el caso de Un mundo sin gloria (2023) del uruguayo Garo Arakelián en el que, nos cuenta Bello, “varias canciones reelaboran crónicas periodísticas divulgadas en libros o en la prensa, creando un ‘non fiction disco’. Ya no se trata de convertir en canción un poema o un texto precedente, sino de reelaborarlo en otro código que, aún con su lirismo, mantiene una estructura narrativa”.

De la música como motivo, Álvarez Mujica encuentra los discos y las canciones inspiradas en libros como “La Biblia de Vox Dei, álbum fundacional del rock argentino y fundacional desde el libro que toma. En el rock argentino esto de los libros, los autores y la literatura inspirando a los músicos está bastante presente: en Fito Páez, en Spinetta con la cuestión de Artaud, que también es un disco tan trascendente y con el que quizás muchos adolescentes en su momento conocieron al autor francés”. El mismo “Flaco” reconoció que le dedicó ese álbum al autor de El Pesa-nervios (1927), sin tomar su obra como punto de partida, sino como respuesta −“insignificante tal vez”, le dijo a Eduardo Berti– al sufrimiento que implicaba leerlo.

 

Música que es complicidad

Para Silva Romero, elegido en 2006 por el Hay Festival como uno de los 39 escritores menores de 39 años más importantes de Latinoamérica, hay canciones populares con vocación de novelas, de poemas épicos, de relatos cortos, que son igual de estremecedoras que las mejores obras literarias. Ocurre así porque, como lo concibe Álvarez Mujica, hay artistas que andan “cronicando”, haciendo historias con letras “que tienen un significado para otros desde lo íntimo o desde un lado más social, siendo esa antena que está en conexión con lo que les pasa a los demás, que reciben un poco el sentimiento, el estado de ánimo de los otros y lo ponen en versos”. 

El autor de Cómo perderlo todo (2018) aspira a que lo que escribe “suene y sea cierta clase de música; que estremezca, repare y acompañe como lo hace la música”. No por otra cosa intentó –sin éxito− hacer sus tesis de grado sobre Paul Simon, su “escritor favorito”. Entonces la hizo sobre otro Paul, este de apellido Auster, cuya obra le retiñó “esta vocación tan extraña como todas”, pues encuentra en ella “una unidad que relata un mundo y, en el proceso, supera la exclusividad de los géneros y sus lenguajes”. 

Por su parte, Bello señala que en su obra la música ha estado presente “a modo de referencia intertextual que ancla el texto en determinado sentido; en personajes vinculados directamente con lo sonoro; como matriz de texturas para lograr la sonoridad de los textos o como excusa para hablar de la música y de los efectos que produce en la vida de los personajes y en el contexto en la que aparece”. Su libro Oktubre, un análisis novelado del disco del mismo nombre, de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, es una muestra de este trabajo. Fue escrito en el marco de la colección “Discos” (Estuario Editora), iniciativa del académico Gustavo Verdesio, con la que se buscó que diferentes escritores abordaran un álbum del rock rioplatense de su elección con la condición de que se hablara sobre todas las canciones.

“Creo que los artistas en general andamos buscando cómplices e inspiración y a veces las encontramos caminando por la calle, a veces en un libro, a veces en una canción”, dice Álvarez Mujica. Entonces aparece el uruguayo Ramiro Sanchiz con la ucronía y distopía de Un pianista de provincias (2022, Mapa de las lenguas) para hacernos caminar junto a un joven músico que recorre tierras desoladas interpretando las “Variaciones Goldberg” de Bach y lidiando con un anciano imitador de Michael Jackson, en una novela con “procedimientos, técnicas, estructuras musicales transferidas a la literatura”; o los “proyectos literarios basados por completo en referencias musicales, como es el caso de la obra de Alejo Carpentier, especialmente su novela corta El acoso, que tiene como fondo y pretexto la ‘Heroica’ de Beethoven, y uno casi que podría seguir la sinfonía a partir de lo que le sucede al personaje” que nos recuerda Dainerys Machado, escogida en 2021 por la revista Granta como una de las veinticinco narradoras en español menores de 35 años más destacadas en la literatura contemporánea.

Para el escritor, periodista y cineasta chileno Alberto Fuguet, una de las claves de Ciertos chicos (su regreso a la novela, después de siete años sin publicar en el género), fue su apuesta por la música: en la calle se pusieron afiches diseñados con estética de los años ochenta anunciando conciertos, se hicieron casetes falsos y se han creado playlist con las canciones (algunas de ellas desconocidas para el mismo autor). Han pasado casi treinta años desde que un editor censuró su idea de agregarle música a Por favor, rebobinar, “pero ahora que alguien diga que un libro parece un disco ya no es un insulto. De hecho, es la forma en que esta novela le está llegando a la gente”. 

Cualquier lista es insuficiente. Miles son las versiones y visiones que la música y la literatura nos ofrecen del mundo. Millones son las sinfonías y los compases, las letras y los ritmos venidos de una novela universal, las obras que se han soñado y escrito mientras suena una canción que se venera, los párrafos compuestos para bailar o para dolerse. Mónica Ojeda nos entrega un festival de música retrofuturista en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024). Julio Cortázar incorporó el jazz como esencia y rumbo en Rayuela (1963). Pablo Milanés creó sones que se nutrieron de la poesía de José Martí y Nicolás Guillén. Rubén Blades heredó unos “Ojos de perro azul” y Alex Turner de Arctic Monkeys encontró ideas vigorosas en el realismo mágico de Gabriel García Márquez. Con su nuevo tango Astor Piazolla musicalizó a Jorge Luis Borges y a Ernesto Sabato. Juan Villoro dedicó dos grandes páginas a la música de la contracultura mexicana y a Caifanes. Willie Colón heredó líneas de Clarice Lispector. Y Porque demasiado no es suficiente, Mariana Enriquez discurre, soberana, sobre Suede, Nick Cave, Manic Street Preachers, Iggy Pop, Radiohead y Low. Hoy repetimos, como el Andrés Caicedo de 1977, ¡Que viva la música!

 

 

Foto: Diane Picchiottino, Unsplash.

 

Juan Camilo Rincón is a writer, journalist, and cultural researcher focusing on Hispano-American literature. He earned his Master’s in Literary Studies from the Universidad Nacional de Colombia and is a former grantee of FONCA (Mexico). He is the author of Ser colombiano es un acto de fe: Historias de Jorge Luis Borges y Colombia, Viaje al corazón de Cortázar, Nuestra memoria es para siempre, and Colombia y México: entre la sangre y la palabra. He has written on cultural topics for outlets in Latin America and Spain, and has been a guest author at international book fairs in Bogotá, Culiacán, Guadalajara, Guayaquil, Havana, and Pachuca.
Natalia Consuegra is a cultural journalist. She writes on literary topics for outlets in Latin America and Spain. She also works as a proofreader and copy editor (APA style and RAE guidelines).
]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/los-libros-que-nos-devuelven-la-musica-transformada/feed/ 0
Ser Viralata https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/ser-viralata/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/ser-viralata/#respond Mon, 23 Sep 2024 10:01:24 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36359 La primera vez que leí a Fabián Severo estaba viajando entre los trenes de la Provincia de Buenos Aires. Malena, una amiga uruguaya, había viajado a Uruguay con un encargo para mí: conseguir Viralata. −¿Vira qué?, preguntó Malena. Viralata, me dijeron que es un libro escrito en portuñol de alguien de tu país que es de la frontera−. Eso fue todo. Malena hizo su viaje y trajo el libro de tapa azul con una marca de línea donde se podía leer: Premio Nacional de Literatura. La novela, que no tenía más de 150 páginas, estaba escrita enteramente en una lengua que desconocía como fenómeno literario: el portuñol. 

El portuñol como fenómeno de frontera fue, por no decir más, revelador y estimulante. También fue revelador el viaje en tren que hice con un grupo de brasileñas donde me enteré que en portugués viralata era como se le decía a un perro mezclado, sin raza. Me sentí identificada, porque yo era una especie de viralata en Buenos Aires; bueno, técnicamente no. Había llegado desde Colombia por una beca de maestría para estudiar en Argentina, no me podía quejar de mis condiciones materiales, vivía en un monoambiente en la capital y me dedicaba a estudiar y conocer gente. Pero la migración, incluso dentro del mismo continente, se sentía como una especie de orfandad en la distancia. Fue algo intimidante, sin embargo, con el paso de los meses, habitar ese lugar se convirtió en una marca indescifrable. Migrante. Una especie de mezcla, de estar entre el medio, como diría Anzaldúa, entre países, familias, tradiciones, formas de decir lo mismo y nombrar otras cosas. Entonces pensé que viralata podía ser un segundo nombre. 

Viralata (Estuario editora, 2018) me pareció un libro que venía del futuro. Cuando todos mezclados nos entendiéramos en los bordes y nadie nos quisiera corregir las formas de escribir correcto, incorrecto, aceptable. Por Viralata conocí una frontera tupida de artistas que cantaban “abrasilerado”, que escribían con la estructura del portuñol, pero con las interferencias del español. A unas diez horas en micro desde la terminal de ómnibus de Retiro hasta la ciudad uruguaya de Rivera, que bordeaba la línea divisoria entre Uruguay y Brasil, se encontraba el universo fronterizo de donde salía Fabián Severo, el autor de la primera novela escrita en portuñol en recibir un premio nacional de literatura. 

Pero, ¿qué contenía?, ¿de qué iba la novela? Eso era lo mismo que muchas personas de la escena literaria de Montevideo se preguntaban y muchas personas de la frontera querían saber. Cuando la novela llegó a las manos de la población de frontera fue duramente castigada por las maestras más tradicionales, por los defensores de una lengua correcta, quienes le increparon a Severo que lo que estaba haciendo en el libro era burlarse de ellos, al escribir como hablaban “como si todo el mundo hablara así”, “como si escribieran así”.  Muchos fronterizos que ya sentían en sus cuerpos, en sus experiencias y en sus identificaciones la vergüenza impuesta de portar una lengua “mal hablada”, sintieron que el libro era una burla. Otros, en cambio, no. Por el contrario, se sintieron identificados con la novela que narraba la pérdida, la historia de las memorias de Fabi y su mamá en Artigas −la segunda ciudad fronteriza más importante de esa frontera−, la historia de un niño que va creciendo y pierde a su mamá por la negligencia a la que se ven sometidos como parte de una estructura social que los margina por venir de la frontera, por hablar portuñol, por supuestamente no parecerse al resto de los uruguayos. 

Los fronterizos eran portadores de una lengua que se consideraba de baja calidad, no solo en su experiencia diaria dentro de Uruguay y Brasil, sino en la historia de sus antepasados caminantes que habían llegado a esa región como personas esclavizadas, como contrabandistas y trabajadores de la tierra. 

El portuñol era para muchos artistas de la frontera su lengua materna y no un dialecto o una diglosia, era su lengua y punto. Una lengua que estaba naciendo y cuyas poblaciones eran maltratadas por los ciudadanos de las capitales, cuando la conformación de los Estados nacionales en Suramérica a principios del siglo XIX demandaba una articulación entre instituciones que afianzaran la identidad de las recientes naciones. El portuñol era una lengua que había sido castigada por la dictadura uruguaya, cuando en su deseo violento condenó a todo aquel que hablara portugués o algo similar en suelo uruguayo. Para los artistas, escribir en portuñol significó años de escritura en español para al final decir “me cansé, me siento mejor en mi lengua materna”. Los músicos también lo sufrían, pero había otra libertad en la oralidad. 

El portuñol o más bien los portuñoles −por la inmensa variedad de dialectos que existen en esta zona− no solo eran el resultado de la interacción de las poblaciones que quedaron atrapadas entre dos grandes imperios que disputaban la frontera como un paso económico del interior de Brasil al Río de la Plata, sino que también era la lengua de los contrabandistas, de los ilegales; el portuñol tenía además un carácter de lengua de comercio, los hacendados lusitanos les hablaban a sus trabajadores en portugués. ¿En qué lengua tenía que responder el trabajador que se encontraba del lado uruguayo del mapa? En la lengua que le daba de comer, que en este caso era el portugués. 

Fabián y los artistas fronterizos escribían en su lengua materna, hablaban de su frontera, de sus vecinos, de las historias que los más grandes no querían recordar; buscaban en la memoria de poblaciones y territorios las huellas de sus muertos, de sus dolores, de su árbol sin raíz:

Mi historia impieza el día que la maestra nos enseñó el árbol de la familia de unos reye. En el pizarrón, dibujó los rey, despós los padre del rey y de la reina, los avo, y así siguió enllenando el pasado con gajos que se iban tan para atrás, que terminaban cerca de Dios.

Cuando yo pedí para mi madre que me ayudara completar el árbol con el nombre de los familiar, ella me miró raro y me disse que despós. Al rato, yo volví a pedir y ella que ahora no porque istaba haciendo cualquier bobada. Intonce, yo intendí y inventé mi árbol parecido al de los reye. 

Para la maestra que corrigió mis deber, yo venía de un álamo completo y firme, que protegía los hueso de mi casa.

(Viralata, pág. 11)

Así comenzaba Viralata, con un álamo inventado, un árbol sin raíz, disperso, con un pasado silenciado por los mayores. Había algo en las memorias de la frontera que no les gustaba recordar y estaba relacionado con el lugar marginal que ocupaban en la historia, con las violencias estructurales que afectaban su vida doméstica y pública. Había además un desajuste: en sus casas los fronterizos hablaban portuñol, pero en las plazas y los espacios públicos se veían obligados a usar el español. 

Este libro, al igual que la obra de compositores y músicos como Chito de Mello, Ernesto Díaz, Yoni de Mello, exponía las heridas abiertas, las costuras de las lenguas, dejaba al descubierto que su trabajo era una práctica de comunalidad.

En Los muertos indóciles, Cristina Rivera Garza toma la definición que me interesa sobre esta práctica de comunalidad que desarrollan los fronterizos: 

La definición misma de comunidad (…) se trata de un pensamiento que ha dejado atrás cualquier consideración del individuo y que entiende los procesos de subjetivación como activas prácticas de desidentificación, tal y como lo argumenta Ranciére, usualmente involucrando la resistencia con identidades impuestas por otro para conformar así un estar-en-común dinámico y tenso, en todo caso, inacabado (2013).

Fabián hacía en su obra evidentes las prácticas de comunalidad con otros que son los hablantes de la lengua, los vecinos del barrio, personajes que conformaban el universo en portuñol, pero también apelaba a los autores de la tradición letrada uruguaya con los que, en una suerte de trabajo imaginativo con otros, construía su lugar, su frontera, su frontera hecha de polvo y tierra. 

Anzaldúa dice sobre el chicano “que mientras otras razas han renunciado a su lengua, nosotros hemos conservado la nuestra. Sabemos lo que es vivir bajo los martillazos de la cultura dominante norteamericana” (Anzaldúa 2016). El portuñol ha vivido bajo los martillazos de dos historias lenguadas que disputan su autoridad sobre las palabras que les pertenecen de la lengua de frontera: el portugués y el español, como los idiomas correctos, se pelean la patente de las palabras correctas dejando por fuera a los grupos que escriben en los intersticios del lenguaje. 

Los fronterizos como comunidades contrabandistas tejen prácticas de comunalidad no solo en sus relaciones contrabandistas solidarias de supervivencia económica, sino también en sus relaciones artísticas y textuales solidarias. En el artista fronterizo del norte coexisten distintas lenguas en permanente transformación, una cultura contrabandeada ha formado su lengua, una cultura de caminantes, una larga tradición de a pie: Así nos hicieron. Una mitad de cada cosa, sin ser cosa intera nunca. Todos viralata como el cusco de los Quevedo. Cada uno trae una mitad mas no incontra nunca la otra metade. Viemo pra se ir, mientras cuchilamos en la vereda, isperando el milagre (Viralata, pág. 12).

 

 

Foto: Alex Teixeira, Unsplash.
]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/ser-viralata/feed/ 0
Permitido reírse https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/permitido-reirse/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/permitido-reirse/#respond Tue, 04 Jun 2024 19:03:09 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=34630

“Somos una sociedad que ha aprendido a reírse de sus desgracias, sea el fútbol, la política o la economía, y eso merece estar representado en la literatura. Ni reírse es de bobos, ni la seriedad es de inteligentes”

 

Es curioso, cuando se piensa en literatura peruana suele venirse a la mente novelas en las que el humor es un elemento ausente, mínimo o intrascendente. Pensemos en Redoble por Rancas, por ejemplo, un libro que hace alusión a las luchas indígenas en la región de Pasco.  En Conversación en La Catedral, en el que se narra la historia de represión de la dictadura de Odría. En los ríos profundos, en que se cuenta la historia de las injusticias que enfrenta un muchacho andino de catorce años. Ni hablar de La violencia del tiempo, una obra cuya monumentalidad la vuelve indescifrable para la gran mayoría de lectores y que se ha convertido, ahora último, en la nueva “joya oculta” de la literatura peruana según algunos académicos, escritores y críticos que escriben con la mano izquierda. Resulta extraña la aureola de solemnidad con la que se ha envuelto la literatura. Parece ser que la obra literaria, mientras más descarnada, dura y desconsoladora (y hasta política), es mejor. Pareciese que el pobre escritor peruano está condenado a escribir sus textos como si fueran trabajos sociológicos, académicos o periodísticos. Está condenado a escribir sobre masacres, golpes de estado, luchas, marginación o racismo. La alegría, según algunos, resulta frívola en un país como el nuestro. 

Pero no es así, a pesar de que la famélica crítica nacional nos empuje a pensar lo contrario. Existe, aunque nadie hable de esto, una vía del humor en nuestra literatura. ¡Cómo no va a ser! Si nuestra sociedad ha aprendido a reírse de sus problemas (algunos sin solución), de sí misma, de la maravillosa bendición y maldición de ser peruano. Y vaya que es difícil definir lo que es ser un peruano en los tiempos de la República memera del Perú. Nuestra jocosidad (hasta, incluso, cojudez), aquella que nos permite crear memes hasta de los golpes de estado, no ha sido explorada ampliamente en la literatura nacional. Entonces, es importante, mejor dicho, es un deber explorar y limpiar el camino del humor en la literatura peruana apartando de este las ramas caídas, las hojas secas y, por supuesto, las telarañas.

Nuestro flamante Premio Alfaguara 2023, Gustavo Rodríguez, se hizo de aquel galardón con la novela Cien cuyes, que trata principalmente sobre el deterioro y la vejez. El crítico Javier Agreda menciona con asertividad que partes de la novela están escritas en clave de humor. Ahora bien, si hablamos de comicidad, entre Rodríguez y Roncagliolo (Premio Alfaguara 2006 por Abril rojo) existe una mejoría. Aunque claro, esto no tiene nada que ver con la calidad literaria. Jaime Bayly, también este año, ha publicado la novela Los genios, que trata la historia del puñetazo de Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez, dos de los pesos pesados de la literatura latinoamericana. Si hablamos de humor, Jaimito ha tenido un éxito rotundo (si hablamos de ventas, también). Pues el humor, como herramienta literaria, permite tener un amplio espacio para dejar florecer lo monstruoso y los vicios de los personajes. Dudo que Gabo haya sido tan marihuanero como el de la novela y también dudo que Marito haya tenido la vocación de boxeador que propone el autor, ni que tampoco tome tantos vasos de leche como en la novela. A pesar de ello, no pongo en duda de que existe cierta verdad en el texto y que esta nos permite conocer a estas dos personalidades icónicas.  La habilidad de Bayly es haber construido una novela entretenida, que colinda entre la realidad y la ficción, y hace reír a carcajadas al lector. El humor no es una novedad en nuestro enfant terrible de cincuenta y ocho años, aparece siempre en las columnas que publica en diversos diarios y plataformas internacionales y, también, en su libro de cuentos Yo soy una señora

El escritor Fernando Iwasaki publicó en 1994 la novela Inquisiciones peruanas, un libro que a tono de humor muestra los pecadillos y la jocoseria de una sociedad que aparenta ser sacra, ceremoniosa y con olor a sacristía. Y, aunque este libro trate de los tiempos del oscurantismo y la inquisición, bien se podrían trasladar los pecados y las tentaciones a los barrios urbanos de la Lima actual. ¿O, acaso, la envidia, el deseo y la lujuria, no siguen siendo prendas de lavado en las misas dominicales? El humor es un arma letal que desnuda a cualquier sacerdote, por más rostro de pater noster que tenga (disculpen que se me salió el latinazgo). Julio Ramón Ribeyro, cigarrillo en mano, exploró una comicidad púdica en Dichos de Luder, un libro aforístico en el que el personaje principal opina sobre ciertas cosas de manera lúdica, irónica y juguetona: “Nunca he sido insultado, ni perseguido, ni agredido, ni encarcelado, ni desterrado –dice Luder–. Debo en consecuencia ser un miserable”. Vamos ahora a los cuarteles, Pantaleón Pantoja decide abrir un servicio de visitadoras para calmar los ímpetus lujuriosos de la tropa en Pantaleón y las visitadoras, que está escrita en un tono ajeno a lo que Mario Vargas Llosa ha acostumbrado a lo largo de su exitosa y brillante carrera literaria. Hay que decirlo, el humor no es el fuerte de nuestro novelista más universal. Inclusive, en sus conferencias, hasta la risa, parece haber sido ensayada. Nuestro Premio Nobel, quien hace poco ha anunciado su retiro con la publicación de su última novela Le dedico mi silencio, hizo uso del humor en su novela publicada en 1973 para poder hablar descarnadamente de la corrupción en el ejército peruano.  Entre risa y risa, entre burla y burla, empieza a asomarse una verdad monstruosa: el ejército necesita contratar prostitutas para no violar a las mujeres del pueblo. Hubiera sido imposible hacer esa denuncia con un tono diferente, especialmente porque en aquel tiempo se vivía en el Perú la dictadura militar de Velasco Alvarado.

“La primera novela moderna de la historia de la humanidad fue un texto cargado de humor, ironía y parodia, no fue una novela sociológica de corte “serio” y solemne (por eso nadie conoce a Mateo Alemán)”

Volvamos a los temas sacros…una monjita era la encargada de inyectarle en el trasero a Martín Romaña medicina para las hemorroides o lo que el mismo personaje tituló “su viacrucis rectal”. Claro está, que Alfredo Bryce Echenique es uno de los maestros de la comedia peruana. Y ninguno de esos académicos y críticos que condenan el humor, por más cara de paper que tengan, puede negar la calidad literaria de nuestro aristocrático que viajó a París para aprender a ser escritor, aunque las acusaciones de plagio de sus textos periodísticos mermaron su carrera. Se ha dicho mucho, especialmente en las presentaciones de sus libros y en entrevistas, que el estilo de Bryce, con gin and tonic incluido, es una rara avis (disculpen de nuevo), que antes de él no existía el humor en la literatura peruana. Eso para la publicidad está bien, pero no es verdad. El autor de Un mundo para Julius toma su estilo de dos antecedentes que, a mi parecer, son directos. 

Permítanme ahora descender a los infiernos literarios, a los socavones de nuestra tradición. Déjenme pasar la escoba sobre las hojas secas. El primer antecedente directo del estilo de Bryce Echenique es Duque, la novela de José Diez Canseco publicada en 1934, considerada la segunda novela queer del Perú después de Confesiones de Dorish Dam de la escritora Delia Colmenares (1929). No viene al caso hablar sobre lo queer porque no es el tema de estas líneas. Duque está escrita en tono de humor desde el inicio, cuando el señorito de veinticinco años, Teddy Cronwchield, tiene el dilema de elegir una corbata entre las ciento catorce que tiene en el closet, hasta el final, cuando explota el escándalo en la pacata ciudad de Lima. Los personajes de aquella novela transitan entre los elegantes cafés del centro de la ciudad hasta los principales prostíbulos y fumaderos de opio. No es una coincidencia, Bryce tiene que haber leído esta novela porque los recursos narrativos son, en algunos casos, los mismos, especialmente el uso de los idénticos anglicismos, como es el caso del famoso “darling” de Susan en Un mundo para Julius

El otro antecedente, aunque pueda parecer extraño, viene de Ricardo Palma (sí, Ricardo Palma) que, a diferencia del semblante de misa de sus hijos Clemente y Angélica, hizo alarde de su sentido del humor en Tradiciones en salsa verde. Nuestro bibliotecario mendigo se vuelve lenguaraz y, hasta soez, ajeno a su pose solemne con los bigotes peinados e inmóviles. Se burla, con desparpajo, de personajes históricos y serios, de cuyas figuras se han hecho bustos de bronce (cagados siempre por alguna rara avis). No se salvan de su pluma ácida Antonio José de Sucre, Simón Bolívar (con sus veinte mil nombres) ni tampoco Ramón Castilla con sus desvaríos amorosos. Abunda la prosa y el verso malicioso, el doble sentido y el tono de chisme: “Un día dijo a un mozo/A la sombra de una higuera/ En no metiéndome a monja/ Méteme lo que tú quieras”. 

Este libro no fue publicado sino hasta el último tercio del siglo XX.  Está claro que Palma padre no publicó este libro porque el bronce, los galardones y el título de prócer deben defenderse, pero no está claro por qué los Palma hijos no publicaron el manuscrito. Aunque no imagino a Clementito publicando un libro como este, ni mucho menos a Angélica que estaba tan obsesionada en cómo debían comportarse las damas de su tiempo. Fuera como fuese, Tradiciones en salsa verde es un libro que termina por humanizar a nuestro tradicionalista, cuya obra canónica tampoco está exenta del humor, aunque este sea mucho más costumbrista y recatado. La habilidad de reírse de lo patriótico la hereda Bryce de Palma: “¡Avanza Perú, gol de Brasil!”, además, ambos también coinciden por ser representantes del criollismo. 

Permítanme descender a la cuarta zona del infierno literario, al socavón más lejano, para demostrar que la risa es tan parte de nuestra tradición como el llanto. En los tiempos del virreinato, cuando estaba prohibida la novela en América, Juan del Valle y Caviedes escribió Diente del Parnaso, su único libro. Este está lleno de versos satíricos en contra de los médicos de su época, a quienes compara, incluso, con verdugos. La poesía satírica no era la excepción por aquellos tiempos, antes del Romanticismo abundaban en España los poemas satíricos. Pero, si aun así no me creen, basta con ver el caso del Quijote, una novela considerada disparatada en su tiempo y cuyo personaje principal puede ser, al mismo tiempo, el hombre más orate y el hombre más cuerdo del mundo. La primera novela moderna de la historia de la humanidad fue un texto cargado de humor, ironía y parodia, no fue una novela sociológica de corte “serio” y solemne (por eso nadie conoce a Mateo Alemán). Ni hablar de las comedias de Lope de Vega, en las que hacen apariciones los graciosos como personajes. Ni del soneto “A una nariz” de Quevedo en el cual se hace sorna del aspecto físico de Góngora: “Érase un hombre a una nariz pegado/ érase una nariz superlativa…”. Nadie puede discutir, por más rostro de académico que se tenga, que estas obras son los textos fundamentales de nuestra tradición. Nadie podría calificar estas obras como “poco serias”. La dicotomía comedia-tragedia, Aristófanes-Sófocles, LisístrataAntígona, que hemos heredado de los griegos, se mantiene vigente hasta la actualidad. 

Con todo esto dicho, es necesario empezar, por fin, a valorar el humor (que no es abundante) en nuestra literatura. Llama la atención no encontrar ninguna escritora peruana enlazada directamente con el humor, ojalá que en el futuro se animen a explorar esta senda que es parte fundamental de nuestra tradición. Esto no significa que no debamos apreciar las obras “serias”, sociológicas, políticas y descarnadas, estas son trascendentales para entender una sociedad tan patichueca como la nuestra. Pero también son importantes las obras que reflejan el humor de los peruanos. Especialmente porque este está presente en nuestro día a día, en las redes sociales, en la televisión, en la República memera del Perú, colorida, estrambótica y estrafalaria. Somos una sociedad que ha aprendido a reírse de sus desgracias, sea el fútbol, la política o la economía, y eso merece estar representado en la literatura. Ni reírse es de bobos, ni la seriedad es de inteligentes. El humor es un arma letal que desnuda hasta al académico más serio, por más cara de enciclopedia que tenga. No todo es seriedad, revolución y masacres. También nos está permitido reír.  

Oklahoma, 2023

 

 

Foto: July Brenda Gonzales Callapaza, Unsplash.
]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/permitido-reirse/feed/ 0
El poeta diplomático: Octavio Paz en India https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/el-poeta-diplomatico-octavio-paz-en-india/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/el-poeta-diplomatico-octavio-paz-en-india/#respond Tue, 04 Jun 2024 19:02:28 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=34638 Octavio Paz pasó dos períodos en India como diplomático de carrera. El primero fue una breve estadía de seis meses, desde diciembre de 1951, como segundo secretario en el establecimiento de la primera embajada latinoamericana en el país, recién independizado. El segundo fue una década después: a partir de 1962, vivió seis años en Nueva Delhi como embajador de México. Fue una época tan trascendental para él en el plano creativo y emocional que la llamó su “segundo nacimiento”. Tanto su llegada en 1951 como su partida en 1968 fueron consecuencia de escándalos diplomáticos de los que todavía hoy se oyen los ecos. En el primer caso, Paz fue enviado a ese destino a modo de castigo por haber movilizado la opinión de los círculos culturales franceses en contra de la medida del gobierno mexicano de prohibir la película Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, movimiento que condujo a que se levantara la prohibición. Del mismo modo, su período al frente de la embajada concluyó cuando presentó su renuncia ante la masacre de estudiantes-manifestantes cometida por su propio gobierno en la Plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Ambas situaciones ponen de relieve su faceta liberal, militante, y su batalla de toda la vida contra cualquier forma de autoritarismo. En cambio, sus posiciones políticas más matizadas han sido objeto de sistemática malinterpretación, sobre todo hasta su muerte, en 1998, como indicio de una simpatía por la derecha.

Durante su primera estancia en India, Paz no trabó amistad con casi nadie y permaneció gran parte del tiempo recluido en su hotel; no le gustaban Nueva Delhi ni las personas que conoció allí. Más adelante, resignificó esas impresiones en parte como una proyección de su propia infelicidad y en parte como el efecto de arraigados prejuicios occidentales que había llevado consigo sin saberlo. Así, ese primer viaje lo preparó mentalmente para la temporada siguiente, más extensa, de la que luego hablaría como sus años más felices.

La segunda estadía (1962-1968) fue la época más creativa y productiva de toda su vida. Paz se zambulló en la historia de India, su filosofía, su arte, su literatura. Su casa se convirtió en punto de encuentro de artistas, escritores y pensadores indios, y gran parte de sus poemas y ensayos surgieron de esa alegría: Ladera este, Hacia el comienzo, Blanco, El mono gramático, Corriente alterna, Conjunciones y disyunciones. También en ese período encontró al gran amor de su vida: Marie José Tramini, inseparable de la poesía que vino después.

No hubo en la historia un escritor latinoamericano de la estatura de Paz que entablara un diálogo así de profundo con oriente. Estando en India, no se dedicó solo a temas indios; escribió un libro de antropología, Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967) y uno de los dos largos ensayos sobre el pintor Marcel Duchamp que terminaron conformando Apariencia desnuda (1973). También escribió profusamente sobre política internacional y literatura mundial, contribuyó a diversas antologías, revisó ediciones anteriores de sus propias obras y tomó abundantes notas para un libro que terminaría siendo La llama doble, publicado en 1993, en el que contrastaba las ideas sobre el amor en las tradiciones occidental e india, en muchos casos rastreando el origen de las diferencias en sus distintas estructuras musicales.

Paz sabía bien que pertenecía a una larga tradición de escritores-diplomáticos latinoamericanos: Gabriela Mistral y Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Rubén Darío y Alejo Carpentier. Desde el siglo XIX, algunos de los autores latinoamericanos más destacados, sin ser diplomáticos de carrera, participaron en política y fueron presidentes, como el venezolano Rómulo Gallegos, los argentinos Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre. José Martí murió en 1895 luchando contra España por la independencia de Cuba. Neruda fue precandidato a presidente; Vicente Huidobro fue candidato, aunque perdió las elecciones, al igual que Mario Vargas Llosa. Solo en México, la lista de escritores diplomáticos incluye nombres tan distinguidos como los de Carlos Fuentes, Alfonso Reyes, José Juan Tablada, Federico Gamboa, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet y Manuel Maples Arce, todos colegas de Paz. Como figura del campo intelectual, la posición política del escritor latinoamericano es de vital interés público, tal vez más que en ninguna otra parte del mundo.

La experiencia de Octavio Paz es un claro ejemplo de las ventajas que puede tener la vida en la diplomacia para nutrir la producción literaria. Sus años en París le valieron el estímulo intelectual de la proximidad a la vanguardia europea; la estadía en Estados Unidos dejó en su poesía las huellas del contacto con la sensibilidad literaria angloamericana. París era también el lugar de reunión donde artistas y escritores latinoamericanos descubrían lo que tenían en común. La distancia, además, les daba una perspectiva distinta. Experimentar de cerca culturas remotas como la de India le dio al cosmopolita Paz una visión no occidental de la existencia, que pasó buena parte de su vida recorriendo el subcontinente indio por tierra. El poeta alojó en su casa a Julio Cortázar, Severo Sarduy y Rufino Tamayo, que respiraron ese mundo a través de él. En Delhi se hizo amigo cercano y colaborador del compositor estadounidense John Cage, el bailarín Merce Cunningham y el pintor Robert Rauschenberg, además de entablar relaciones creativas con distintos pintores, autores e intelectuales vernáculos que aportaron a la cultura india “moderna”.

El protocolo diplomático dictaba que Paz presentara sus credenciales al primer ministro indio, Jawaharlal Nehru, cinco días después de su llegada al país. El escritor quedó admirado de su elegancia y sofisticación, que se dejaban entrever aún en los últimos días de Nehru, a pesar de los largos años de lucha y de la humillante derrota del país en la guerra indochina. Paz tuvo la oportunidad de verlo nuevamente en una ocasión menos formal cuando Nehru visitó una exposición de artistas indios jóvenes organizada por él. El poeta era ávido lector de sus libros y escuchaba sus discursos; le maravillaba que Nehru pudiera combinar flexibilidad y energía, refinamiento intelectual y realismo político.

El poeta diplomático: Octavio Paz en India
Nehru y Paz, septiembre de 1962

Unos días después de conocer a Nehru, Paz presentó sus credenciales al presidente, el doctor Sarvepalli Radhakrishnan, político filósofo de tradición platónica. Paz señaló que “la filosofía puesta en acción es pedagogía y, en su forma más alta, política”. Y habló de la producción académica de Radhakrishnan diciendo que no hay nada más grato que conocer a un jefe de Estado que es también maestro y buscador de la verdad.

El poeta diplomático: Octavio Paz en India
Paz con el doctor Radhakrishnan, 10 de septiembre de 1962

Paz había conocido a Indira Gandhi junto con su padre, Nehru. Tras la muerte de él, en 1964, Indira pasó a integrar el gabinete de ministros. En esa etapa comenzaron a encontrarse con frecuencia, y su vínculo se extendió más allá del ámbito diplomático. Ella no tenía una política específica para Latinoamérica y delegó su diseño en Paz; había viajado a México en 1961 y sabía de sus similitudes con India, pero conocía poco de los demás países de la región. Paz echa una luz interesante sobre Gandhi en el contraste que traza respecto de su padre:

Nehru era un intelectual con vocación política; Indira Gandhi era en esencia un ser político. Nehru se perdía a veces en generalidades y en ideas grandilocuentes pero vagas. Indira era concreta y sobria […] Buscaba trabar amistad con escritores, poetas y artistas, y siempre me sorprendía la inteligencia con la que participaba en el arte antiguo y moderno. (Conferencia en memoria de Nehru, 1985)

Así expresaba Paz su visión de Indira Gandhi como maestra en realpolitik.

Cuando Paz renunció y abandonó India repentinamente, Indira Gandhi organizó una fiesta de despedida en su residencia. Más adelante, se reunió con Paz durante una visita oficial a México en 1981 y lo invitó a la conferencia anual en memoria de Nehru en 1984. Como también la Fundación Japón lo había invitado para ese año, el escritor decidió combinar ambos viajes. El 31 de octubre estaba en Kioto, listo para partir rumbo a Nueva Delhi, cuando supo del asesinato de Indira Gandhi. En su habitación de hotel vio por televisión el horror de la revuelta contra los sikh y las masacres que siguieron a su muerte.

El poeta diplomático: Octavio Paz en India
Indira Gandhi y Paz en septiembre de 1968

El primer ministro Rajiv Gandhi invitó a Paz a dar la conferencia en memoria de Nehru, que se tituló “India y Latinoamérica: Un diálogo entre culturas”. El texto de esa conferencia fue el corazón de sus memorias de India, publicadas en 1995, tres años antes de su muerte: Vislumbres de la India. El nombre sugiere la humildad con la que presentaba su visión frente a “la inmensa realidad de la India”:

…mi educación india duró varios años y no fue meramente libresca. Aunque estuvo lejos de ser completa —temo haberme quedado en los rudimentos— me ha marcado hondamente. Ha sido una educación sentimental, artística y espiritual. Su influencia puede verse en mis poemas, en mis escritos en prosa y en mi vida misma.

El poeta diplomático: Octavio Paz en India
Paz dicta la conferencia en memoria de Nehru en 1985 con el primer ministro Rajiv Gandhi (de blanco).

Intervenciones políticas

Los archivos desclasificados de Octavio Paz revelan varios hechos históricos poco conocidos. Tuvo un papel importante en la “liberación de Goa” (los portugueses lo consideraron una anexación de las fuerzas armadas indias que puso fin a los 451 años de colonia), que comenzó en 1961 y se formalizó en 1962. Cuando Paz llegó a India, la embajada mexicana ya se había involucrado en el conflicto Portugal-Goa con la propuesta de usar su posición en Latinoamérica para establecer un diálogo con las autoridades portuguesas en Goa y en Lisboa. Nehru sugirió a Paz como mediador con Portugal. Curiosamente, la embajada portuguesa también pidió su mediación, puesto que prefería tratar con un tercero en ese “proceso extenso y complicado”.

A pesar de su firme postura a favor de la incorporación de Goa en India, Paz buscó un delicado equilibrio en sus negociaciones con ambos Gobiernos subrayando el terrible error que sería invalidar la atmósfera y “los valores culturales latinos en Goa” en nombre de la descolonización. Una y otra vez Paz planteó con vehemencia esa posición ante los funcionarios indios de alto nivel con los que se reunió, algunos de los cuales discrepaban con él y defendían la “indianización” del territorio.

Paz redactaba sus frecuentes comunicaciones diplomáticas a su Gobierno sobre el curso de los acontecimientos en Asia meridional con esmero y meticulosidad. Su malestar respecto de las causas de las revueltas estudiantiles a partir de 1966 y la respuesta del Gobierno indio presagiaba su partida a raíz de los disturbios estudiantiles en su propio país.

A pesar de su incomodidad con el rumbo de la política, Paz puso un enorme entusiasmo en llevar adelante iniciativas culturales sin precedentes. En 1965, buscó dar a conocer la cultura mexicana y las similitudes entre ambas culturas con Retrato de México, una exposición itinerante a gran escala de artesanía mexicana en India y viceversa. La exitosa exposición partió de Manila y desde allí viajó al este, a Calcuta, Madrás y Nueva Delhi, para finalizar en Bombay.

El poeta diplomático: Octavio Paz en India
Residencia de Octavio Paz como embajador en la calle Prithviraj número 13, Nueva Delhi

Paz tuvo un lugar preponderante en una exposición de arte tántrico en Europa —la primera en la historia— a cuyo catálogo contribuyó en 1955. En febrero de 1970, se celebró la primera exposición de envergadura de arte tántrico en Le Point Cardinal, en París, tras las exposiciones en Milán y Roma. En aquella época, muchos escritores y artistas occidentales se interesaban en esa tradición, por influencia de la Sociedad Teosófica.

El escritor también impulsó iniciativas comerciales. En 1964, logró la firma de un acuerdo para la exportación a gran escala de canela india a México. Si bien la especia ya se usaba en la comida mexicana, cobró una popularidad renovada en ese entonces, especialmente en platos dulces, ensaladas, panificados, vinos calientes y otras bebidas. Poco a poco, México se convirtió en el segundo consumidor mundial de canela. Aunque su quehacer diplomático no era demasiado demandante, Paz se cuidaba de no mezclar con él su vida de escritor, y nunca escribió más que informes y cartas oficiales durante su horario de trabajo.

Profundamente preocupado por la situación alimentaria y el hambre en India, Paz conversó con Indira Gandhi sobre las semillas de trigo de alto rendimiento que se estaban desarrollando en México y que condujeron a la Revolución Verde de la década de 1950. Con el visto bueno de Gandhi, importó grandes cantidades de semillas de trigo del estado de Sonora, variedades de caña corta, de alto rendimiento y resistentes a las enfermedades, que habían dado resultados extraordinarios en su país. El embajador incluso facilitó la transferencia de conocimientos enviando funcionarios mexicanos a trabajar con los agricultores de Punjab. Pese a la iniciativa pionera de México, el relato del éxito de la Revolución Verde fue usurpado por la Fundación Rockefeller y el agrónomo estadounidense Norman Borlaug. Los intercambios diplomáticos demuestran que Octavio Paz intentó una y otra vez corregir la distorsión exigiendo que se reconociera la participación de los eclipsados científicos mexicanos.

 

Renuncia

La historia de la dramática dimisión de Paz en 1968 muestra algunos matices cuando se estudia en detalle la documentación de archivo. Paz ya tenía pensado renunciar a su cargo y volver a México para inaugurar una publicación; los acontecimientos políticos no hicieron más que acelerar su partida y, paradójicamente, retrasar su regreso a causa de la hostilidad de su propio Gobierno. El escritor redactó cuidadosamente su carta de partida en jerga oficial para disimular su carácter de renuncia, aunque mencionó su estado de ánimo de “tristeza y cólera”: se jugaba su merecida jubilación tras 23 años de servicio diplomático.

Paz caracterizó el momento de su partida como agridulce por la respuesta abrumadoramente positiva que tuvo su decisión en India. Una serie interminable de desconocidos lo visitaban en su cabaña para felicitarlo. Cuando llegó a la estación de tren para partir rumbo a Bombay (desde donde abordaría un barco a Europa), se encontró con una multitud que se había dado cita para despedirlo. Estudiantes, escritores y artistas lo esperaron en los andenes de todas las estaciones intermedias con guirnaldas en las manos, hasta altas horas de la noche.

Paz nunca lamentó su decisión ni quiso volver a desempeñarse en el servicio exterior, pero estuvo agradecido a su carrera por permitirle conocer tierras lejanas y personas de diversas pertenencias lingüísticas, étnicas y culturales. Por sobre todas las cosas, le agradecía haberle dado a India y Marie-José, que se convirtieron en el centro de su vida y de su poesía.

 

Nota del autor: Este breve ensayo es una versión muy reducida de un ensayo más largo (12000 palabras) sobre el mismo tema y es parte del libro The Tree Within: Octavio Paz and India, que está programado para publicarse por Penguin en 2025.
Traducción de Carolina Friszman

 

 

]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/el-poeta-diplomatico-octavio-paz-en-india/feed/ 0
Susana Thénon y la distancia entre las palabras y la memoria https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/susana-thenon-y-la-distancia-entre-las-palabras-y-la-memoria/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/susana-thenon-y-la-distancia-entre-las-palabras-y-la-memoria/#respond Tue, 04 Jun 2024 19:01:06 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=34623

“Thénon tiene que cambiar el lenguaje, entonces, para atender a la percepción que arroja nuevos patrones de emoción, desconocidos y más complejos”

 

A pesar de dominar el lenguaje “emputecido” (según la definición que da ella misma), la poeta argentina Susana Thénon nunca deja de exigir intelectualmente a su lector. Nos referimos a la atención por la forma, a la sintaxis desarmada, a los centauros morfológicos (es decir, a la manera de Oliverio Girondo en En la masmédula); todo el texto exige una reconstrucción. El lenguaje de Thénon parece corriente, pero realmente no lo es: es necesario atravesar primero el mar de desconexiones que evidencia una preocupación profunda que involucra a las palabras, la comunicación, la experiencia, y que afecta al lenguaje y la poesía. 

Sus poemas siempre nos remiten a lo espacial y lo territorial. Ana María Barrenechea y María Negroni, dos de sus estudiosas más cercanas (tanto a nivel personal como literario) han abordado esta característica en muchas ocasiones, aunque siempre de manera un tanto indirecta, sin nombrar directamente las causas y formas de ese fenómeno, sino replicándolo de alguna manera, generando una sensación parecida a la poesía original. Por ejemplo, en el prólogo a las obras completas reeditadas por Corregidor en 2019, La morada imposible, María Negroni dice:

[…] en ese arco obsesivo que va desde Edad sin tregua (1958) hasta Ova Completa (1987), los “lugares extraños” se reiteran como signos que aluden a la “caducidad trágica y tierna del lenguaje”, entendida como esa “distancia mínima que existe entre nosotros y nosotros mismos, o entre nosotros y lo otro”, para decir la huella de cada soledad, extrañamiento o desarraigo. Hay en esta obra, pareciera, una geografía centrífuga que gira hacia el afuera de sí misma para abismarse en lo que no se ve, lo que se ignora o calla por razones de buen gusto o buenos modales, acaso en la confianza de que solo un mapa deformado puede ceder el esqueleto de ciertas obsesiones. 

Las frases encomilladas por Negroni son del epílogo de distancias escrito por Barrenechea, en el que la crítica agrega un fragmento de una carta que le mandara la poeta.  En ese mismo texto, Barrenechea agrega que esas distancias testimonian con intensidad y lucidez esta busca (“sin tregua”) de un espacio imposible. En ellas se diseminan nombres de ámbitos que nunca son el cielo, el centro, la plenitud, el paraíso; las recorre el eterno rondar por los arrabales del mundo, el nunca vislumbrar el lugar (ni tan siquiera un lugar). 

Pero, volviendo a los prólogos, y siguiendo al de Negroni en ese mismo volumen (Corregidor, 2019), Barrenechea propone este método de análisis que implica metáforas espaciales. Ella sostiene que Thénon trabaja “desde una extraterritorialidad que salta a la reclusión del atrapado sin salida” y que “el poema [para Thénon] nace de la zona de silencio que hay en el corazón de las palabras. Y es en este silencio circuido de nociones donde adquiere su ser de libertad, así como un cuerpo desplaza al aire, aunque esté submerso en él”.

Como dijimos, la figura espacial es evidente en la obra de Thénon. Tres de los cinco libros publicados llevan títulos que así lo corroboran: Habitante de la nada (1959), De lugares extraños (1967) y distancias (1984). Además, una de las secciones de su primer libro (Edad sin tregua, de 1958) llevaba el nombre de “Aledaños”. 

¿Pero qué son, estrictamente, estos “espacios”, “zonas”, “lugares”, “distancias”, “geografías”, “mapas”, “arrabales”, “moradas” de los que hablan Barrenechea y Negroni? La respuesta a esto está en la misma poesía, en los temas que ocupan los poemarios y en los recursos que utiliza la poeta. Se trata de una metáfora espacializadora, que transforma un estado de ánimo en un lugar, y que refiere a un momento de ajuste entre la experiencia y el lenguaje.  

Tomemos, por ejemplo, a De lugares extraños, ya que no es uno de los libros más analizados por la crítica (esos son distancias y Ova completa), y además, nos ofrece una ventana que nos facilita mucho el análisis: un epígrafe de T.S. Eliot1. Es un pasaje de Four Quartets, de 1943. Más específicamente, son versos tomados de la quinta parte del segundo poema, “East Coker”. En este pasaje, el poeta se extraña del mundo que se le aleja por complicado, y es un extrañamiento que aumenta en paralelo a su edad. Eliot habla de la experiencia; y de cómo se hace para poder interpretarla a medida que uno envejece, mientras las viejas redes interpretativas ya no son aplicables para crear nuevos patrones o para reconocer patrones más complicados. Los sentimientos quedan cada vez más lejos de la expresión, y en “The Dry Salvages”, el poema que sigue a “East Coker” en el libro de Eliot, hay otro pasaje similar que dice: “A medida que envejecemos, parece/ Que el pasado tiene otra estructura y deja de ser una mera secuencia”.

Eliot recurre bastante a esta idea. En su ensayo sobre Paul Valéry, por ejemplo, “A Brief Introduction to the Method of Paul Valéry” (1924): “Un reconocimiento de la verdad de que no son nuestros sentimientos, sino el patrón que podemos crear a partir de ellos, lo que constituye el centro del valor”.

En De lugares extraños, Thénon muestra un intento terrible por al menos alcanzar a ver  un espacio y un tiempo (que funcionan como una misma cosa en el libro) inalcanzables. ¿Qué clase de espacios? A pesar de ser el epílogo de otro libro de Thénon (el ya nombrado epílogo de distancias), Barrenechea habla de “Aledaños, lugares extraños, ámbitos que son reales, concretos, precisos hasta hacer doler, o que se desplazan al sueño, la memoria, el paraíso esperado y nunca alcanzable, la nada”. Después aporta unas palabras de Artaud, que son de Le Pèse-nerfs2: “Había algunos de nosotros en ese momento que queríamos intentar cosas, crear dentro de nosotros espacios para la vida, espacios que no eran ni parecían tener un lugar en el espacio”.

“Esa es la terrible insatisfacción de Thénon, la que demuestra en toda su obra: el poeta es un torpe aullador que intenta anudar lo imposible”

El espacio que vislumbra Thénon es el de un núcleo que necesita ser expresado; una emoción o un sentimiento, diría Eliot. Pero no es posible crearlo, no se puede hacer ese espacio con el lenguaje con que cuenta, y por lo tanto, si seguimos aplicando a Artaud, el espacio no es un espacio (es la “morada imposible” que le da título al póstumo volumen), y no tiene lugar en ninguna parte. El primer poema de De lugares extraños dice: “El que busca una fuente no prevista/ da con la fuente de la sed, con sus blasones/ y sus vigilias de arena”. Es decir: quien busca el agua no podrá encontrarla y quedará náufrago en una isla desierta, que es un no-lugar. Busca algo y encuentra lo contrario. El espacio es un lugar inaccesible e imposible, pero que está en todas partes, en el “eterno rondar por los arrabales”. 

El toro que toma por las astas Thénon es el problema del lenguaje y la referencialidad. Siempre habla de ese espacio que le queda lejos, como a modo de nostalgia; espacio en que significante y significado encajan en la mente de la poeta. El tiempo y el espacio se unen como dos caras de una misma cosa, cargada de memoria emotiva3, un recuerdo particular, una emoción inexpresada, inexpresable, o no expresada aún, que es fundamental a lo largo de toda la poesía de Thénon, porque ese es el espacio al que siempre se refiere y en torno al cual gira como satélite. El espacio es la correspondencia de la expresión y la experiencia, imposible siempre, debido a la incapacidad del lenguaje para aprehender y replicar una realidad fragmentada, quebrada, misteriosa y en constante cambio. Habitar ese espacio es imposible ya que implica saltear las ya mencionadas limitaciones que propone el lenguaje. Los espacios no pueden ser, por lo tanto, controlados ni “gobernados”. Siguiendo con el primer poema del libro, leemos: “Augura y late para nadie el amor/en fortines aislados y carrozas,/ en literas sin viento,/ en estrechas proas desgobernadas”.

Otras veces, estos espacios son reconocidos a posteriori, en tranquilidad, después de las emociones. Durante ese proceso los sentimientos se fijan y se verbalizan, pero el instante queda en el pasado: “La mirada tiene memoria/ de espacios y de tiempos inexistentes”. Thénon tiene que cambiar el lenguaje, entonces, para atender a la percepción que arroja nuevos patrones de emoción, desconocidos y más complejos. 

Ahí están los planes tramados, las redes antiguas del lenguaje y los patrones nuevos y los viejos. El lenguaje siempre corre de atrás al pensamiento. Y no se trata de palabras, sino de constructos, de redes. Por eso, la elección del epígrafe por parte de Thénon no es gratuita, ni es un pasaje que cambie su significado sacado de contexto4

Cada vez que se intenta aplicar el lenguaje es como volver a empezar de nuevo, y siempre se falla; las palabras envejecen; cada intento es un abordaje sobre lo inarticulado, informe. Por lo tanto, Thénon parece oponerse a la idea mallarmeana de que el rol de la poesía es interrumpir la mentira de referencialidad que tiene el lenguaje. Para Thénon, el poeta sufre esa mentira y no le queda más que cantar esa insatisfacción. 

Los “lugares” no son fijos: fluyen pasan, se arrastran, se resbalan, pero antes llegaron a navegar y erigirse en el interior de la poeta (“te erigiste / en mi fondo de sombra y tierra sumergida). La playa (otra vez, la imagen de la playa como en el poema citado más arriba) ni siquiera es un lugar, es algo que transcurre. Y ese algo está ausente, y los años por lo tanto pasan “malheridos” sin poder nombrarlo, aunque se intenta con recursos poéticos, técnicas, y bajo el prisma lingüístico, todas “emboscadas torpes” y “aullidos”. 

Esa es la terrible insatisfacción de Thénon, la que demuestra en toda su obra: el poeta es un torpe aullador que intenta anudar lo imposible. Por eso, jamás se puede habitar esa zona en que la lengua y la comprensión no quedan truncas.

 

Notas:
1 “La casa es el lugar del que partimos. A medida que envejecemos /El mundo se nos vuelve más extraño, más compleja /La ordenación de muertos y vivos”  (traducción de José Emilio Pacheco, Cuatro Cuartetos, FCE: México, 1999, p.26)
2 “Nous sommes quelques-uns a cette époque à avoir voulu attenter aux choses, créer en nous des espaces à a vie, des espaces qui n’etaient pas et ne semblaient pas devoir trouver place dans l’espace”. 
3 Se refiere al énfasis en que las dos dimensiones (o la dimensión espacio-tiempo, muy abstractas y complicadas en realidad) se unen en la poesía de Thénon como en un objeto (de dos caras) bien concreto y que tiene valor para la poeta.
4 El poema del que toma el epígrafe para De lugares extraños comienza de este modo:Y he pasado veinte años —veinte años en gran parte perdidos,/Los años de entreguerra— /Tratando de aprender a usar las palabras /y cada intento es un comienzo enteramente nuevo /Y es un tipo distinto de fracaso. /Porque uno sólo ha aprendido a dominar las palabras /para decir lo que ya no tiene que decir /O de ese modo en que no está dispuesto ya a decirlo. /Por eso cada intento /Es un nuevo comienzo, una incursión en lo inarticulado /Con un mísero equipo cada vez más roído /En el desorden general de la inexactitud del sentimiento, /Escuadras de la emoción sin disciplina”.

 

 

Foto: Cintia Matteo, Unsplash.
]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/susana-thenon-y-la-distancia-entre-las-palabras-y-la-memoria/feed/ 0
Menos Cóndor y más Huemul https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/menos-condor-y-mas-huemul/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/menos-condor-y-mas-huemul/#respond Tue, 04 Jun 2024 17:02:58 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=34650 Los chilenos tenemos en el cóndor y el huemul de nuestro escudo un símbolo expresivo como pocos y que consulta dos aspectos del espíritu: la fuerza y la gracia. Por la misma duplicidad, la norma que nace de él es difícil. Equivale a lo que han sido el sol y la luna en algunas teogonías, o la tierra y el mar, a elementos opuestos, ambos dotados de excelencia y que forman una proposición difícil para el espíritu.

Mucho se ha insistido, lo mismo en las escuelas que en los discursos gritones, en el sentido del cóndor, y se ha dicho poco de su compañero heráldico, el pobre huemul, apenas ubicado geográficamente.

Yo confieso mi escaso amor del cóndor, que, al fin, es solamente un hermoso buitre. Sin embargo, yo le he visto el más limpio vuelo sobre la Cordillera. Me rompe la emoción el acordarme de que su gran parábola no tiene más causa que la carroña tendida en una quebrada. Las mujeres somos así, más realistas de lo que nos imaginan…

El maestro de escuela explica a sus niños: “El cóndor significa el dominio de una raza fuerte; enseña el orgullo justo del fuerte. Su vuelo es una de las cosas más felices de la tierra”.

Tanto ha abusado la heráldica de las aves rapaces, hay tanta águila, tanto milano en divisas de guerra, que ya dice poco, a fuerza de repetición, el pico ganchudo y la garra metálica.

Me quedo con ese ciervo, que, para ser más original, ni siquiera tiene la arboladura córnea; con el huemul no explicado por los pedagogos, y del que yo diría a los niños, más o menos: “El huemul es una bestezuela sensible y menuda; tiene parentesco con la gacela, lo cual es estar emparentado con lo perfecto. Su fuerza está en su agilidad. Lo defiende la finura de sus sentidos: el oído delicado, el ojo de agua atenta, el olfato agudo. 

Él, como los ciervos, se salva a menudo sin combate, con la inteligencia, que se le vuelve un poder inefable. Delgado y palpitante su hocico, la mirada verdosa de recoger el bosque circundante; el cuello del dibujo más puro, los costados movidos de aliento, la pezuña dura, como de plata. En él se olvida la bestia, porque llega a parecer un motivo floral. Vive en la luz verde de los matorrales y tiene algo de la luz en su rapidez de flecha”.

El huemul quiere decir la sensibilidad de una raza: sentidos finos, inteligencia vigilante, gracia. Y todo eso es defensa, espolones invisibles, pero eficaces, del Espíritu.

El cóndor, para ser hermoso, tiene que planear en la altura, liberándose enteramente del valle; el huemul es perfecto con sólo el cuello inclinado sobre el agua o con el cuello en alto, espiando un ruido.

Entre la defensa directa del cóndor, el picotazo sobre el lomo del caballo, y la defensa indirecta del que se libra del enemigo porque lo ha olfateado a cien pasos, yo prefiero ésta. Mejor es el ojo emocionado que observa detrás de unas cañas, que el ojo sanguinoso que domina sólo desde arriba.

Tal vez el símbolo fuera demasiado femenino si quedara reducido al huemul, y no sirviera, por unilateral, para expresión de un pueblo. Pero, en este caso, que el huemul sea como el primer plano de nuestro espíritu, como nuestro pulso natural, y que el otro sea el latido de la urgencia. Pacíficos de toda paz en los buenos días, suaves de semblante, de palabra y de pensamiento, y cóndores solamente para volar, sobre el despeñadero del gran peligro.

Por otra parte, es mejor que el símbolo de la fuerza no contenga exageración. Yo me acuerdo, haciendo esta alabanza del ciervo en la heráldica, del laurel griego, de hoja a la vez suave y firme. Así es la hoja que fue elegida como símbolo por aquéllos que eran maestros en simbología.

Mucho hemos lucido el cóndor en nuestros hechos, y yo estoy por que ahora luzcamos otras cosas que también tenemos, pero en las cuales no hemos hecho hincapié. Bueno es espigar en la historia de Chile los actos de hospitalidad, que son muchos; las acciones fraternas, que llenan páginas olvidadas. La predilección del cóndor sobre el huemul acaso nos haya hecho mucho daño. Costará sobreponer una cosa a la otra, pero eso se irá logrando poco a poco. 

Algunos héroes nacionales pertenecen a lo que llamaríamos el orden del cóndor; el huemul tiene, paralelamente, los suyos, y el momento es bueno para destacar éstos. 

Los profesores de Zoología dicen siempre, al final de su clase, sobre el huemul: una especie desaparecida del ciervo.

No importa la extinción de la fina bestia en tal zona geográfica; lo que importa es que el orden de la gacela haya existido y siga existiendo en la gente chilena.

Originalmente publicado en El Mercurio, 11 de julio de 1925
Santiago de Chile

 

La Orden Franciscana de Chile autoriza el uso de la obra de Gabriela Mistral. Lo equivalente a los derechos de autoría son entregados a la Orden Franciscana de Chile, para los niños de Montegrande y de Chile, de conformidad a la voluntad de Gabriela Mistral.

 

 

Foto: Gabriela Mistral con estudiantes en Brasil, 1945, Archivo Memoria Chilena, Biblioteca Nacional de Chile.

 

]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/menos-condor-y-mas-huemul/feed/ 0
ENSAYO GANADOR: Anatomías imperceptibles https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/ensayo-ganador-anatomias-imperceptibles/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/ensayo-ganador-anatomias-imperceptibles/#respond Tue, 04 Jun 2024 17:01:24 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=34644 Nota del editor: Nos complace publicar, en edición bilingüe, el ensayo ganador de nuestro segundo Concurso de Ensayos Literarios: “Anatomías imperceptibles” del escritor y académico mexicano Guillermo Jesús Fajardo Sotelo. Sobre el ensayo, el jurado del premio dijo lo siguiente:

“Anatomías imperceptibles”, del escritor y académico mexicano Guillermo Jesús Fajardo Sotelo, es un ensayo que, partiendo de una condición genética, desarrolla un penetrante discurso sobre la salud personal, las dimensiones de una extrañísima patología y sus vínculos con la creación literaria. Es un ensayo que muestra equilibrio entre lo confesional, la indagación intelectual, el aspecto clínico y los referentes literarios. Se trata, igualmente, de una pequeña épica de vida y de las preguntas sobre las exigencias del cuerpo, o como lo llama el propio Fajardo Sotelo: un “cuerpo anatómicamente desobediente”.

 

Sí: mi corazón palpita del lado derecho de mi cuerpo. Nací con una rara condición genética llamada situs inversus totalis: es decir, todos mis órganos cohabitan, como en un vecindario abigarrado, del otro lado del que deberían estar. Entre los términos médicos que me catalogan como rareza poseo –nuestros defectos también nos pertenecen– una dextrocardia y un soplo en el corazón, pues una de mis válvulas no funciona como debería, la tricúspide, para ser exactos. Nunca le he pedido explicaciones a la naturaleza, tampoco a la medicina: la primera me mostraría un concierto innombrable de fenómenos inexplicables, la segunda me diría que se debe a una mutación en los genes “ANKS3, NME7, NODAL, CCDC11, WDR16, MMP21, PKD1L1 y DNAH9”, y que ambos padres contribuyen al fenómeno. 

A pesar de esta curiosa patología mi cuerpo funciona normalmente, quizá de milagro. Hace algunos años, sin embargo, me ocurrió algo que ahora llamo El Evento, suceso que, hasta la fecha, ninguno de mis cardiólogos ha podido explicar: una noche, mientras dormía, me levanté acalorado y con un fuerte mareo. Confundido, me di cuenta de que mi corazón estaba latiendo con furia, como si quisiese explotar, como si me estuviese reclamando –por primera vez– su posición en mi cuerpo, la extrañeza de verse desplazado a una geografía innatural, anatómicamente incorrecta. Como pude, alcancé la puerta y alerté a Erin, mi esposa, quien logró tranquilizarme. No tuvimos que hablarle al 911: así como aquello inició, también se fue. Siri Hustvedt, en su libro, La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (Seix Barral, 2020), cuenta que mientras hablaba en público por la muerte de su padre, comenzó a temblar sin control. “Mis rodillas chocaban una contra otra. Temblaba como si fuera presa de un ataque epiléptico. Lo increíble era que no me afectaba la voz en absoluto. Hablaba como si siguiera impertérrita”. Esa experiencia lanzó a Hustvedt a escribir sobre su experiencia para entender qué fue lo que sucedió aquel día. 

Creo que este intento, mínimo y superficial, parte de un impulso similar. 

***

Hace algunos años, antes de decidir irme a estudiar literatura a Estados Unidos, me uní a un taller de ensayo en la Ciudad de México. Fue ahí cuando por primera vez tuve ganas de escribir sobre mi cuerpo anatómicamente desobediente, aunque lo hice en tercera persona. Sin embargo, después de leer Examen de mi padre (Alfaguara, 2016) de Jorge Volpi se abalanzó sobre mí la necesidad de confesar esta aparente rareza que, sin embargo, no se ve, ni tampoco se siente. Al igual que los temblores de Hustvedt, yo tampoco supe –ni sé– qué fue lo que me sucedió aquella noche, durante El Evento. ¿Y si mi cuerpo reaccionó a una pesadilla inexplicable mientras dormía? ¿Y si es una premonición de lo que me espera en el futuro? ¿Y si dormía en una postura incorrecta? Hice una cita en el Departamento de Cardiología de la Universidad de Minnesota, donde estudiaba el doctorado. Le pregunté a la cardióloga si había sido un ataque al corazón. “No. Un ataque al corazón no desaparece de pronto”, me dijo. Me hicieron pruebas físicas, crearon un mapa entero de mi cuerpo, me prescribieron betabloqueadores, pero la explicación de lo que me sucedió aquella noche sigue envuelta en el misterio. 

***

Así lo relata Chavoret Jaruboon en El último verdugo (Maverick House, 2011), sus memorias como ejecutor para el gobierno de Tailandia. Jaruboon cuenta que una mujer, Ginggaew Lorsoungnern y otras seis personas, decidieron secuestrar al hijo de seis años de sus antiguos empleadores. Fue la propia Lorsoungnern la que tomó al niño después de la escuela y lo condujo a su escondite, donde sería resguardado hasta que se les entregara el dinero. Una vez que lo secuestraron, decidieron asesinarlo, pues sus padres no pudieron encontrar el lugar exacto para entregar el dinero del rescate. Los cómplices de Lorsoungnern lo apuñalaron y lo enterraron vivo. Las autoridades tailandesas pronto los encontraron y condenaron a tres de los conspiradores a la pena de muerte, incluyendo a Lorsoungnern. La mañana del 13 de enero de 1979, Lorsoungnern fue presentada ante un escuadrón de fusilamiento. Se desmayó varias veces, pidiendo clemencia. La amarraron para inmovilizarla y, con una pantalla blanca, se indicó dónde estaba su corazón. Diez balas atravesaron su cuerpo. El médico la declaró legalmente muerta. Fue transportada a la morgue y, mientras se ejecutaba al segundo condenado a muerte, Lorsoungnern despertó. Gritos desesperados salieron de la morgue. Pronto, las autoridades se dieron cuenta que Lorsoungnern todavía respiraba. Esta vez fue ella la que pidió la muerte. Se le volvió a atar en el lugar de fusilamiento. Quince balas fueron disparadas desde un subfusil HK MO5. Ahora sí pereció. 

Después se descubriría que Lorsoungnern no murió la primera vez pues su corazón estaba del lado derecho. 

Igual que el mío. 

***

Al igual que Jorge Volpi, yo también crecí rodeado de médicos. Quizá por ello me pregunté, durante buena parte de mi juventud, si yo debía estudiar medicina. La respuesta sobre esa vocación perdida vino un día de vacaciones de diciembre de hace muchos años, cuando mi tío me invitó a ver una pequeña intervención que le haría a mi madre para extraerle un lunar que tenía en la cara. Lo único que recuerdo es un vertiginoso hiladillo de sangre recorrer la mejilla de mi madre y un apurado y abultado algodón que absorbió su sangre. Me dio un fuerte mareo al ver aquello. Tuve, en ese momento, dos certezas: que yo no sería médico, pero que los admiraría para siempre. Mis favoritos son los internistas, pues me parecen los más cercanos al arte literario, ya que crean una narrativa a partir de síntomas que el paciente relata, creando una historia, es decir, un diagnóstico. Regreso a Volpi: “Vivimos en una época ‘sin corazón’. Con su obsesión por defender a los empresarios del demonio del estado, el neoliberalismo ha querido eliminar cualquier impulso solidario entre nosotros. Por cursi que suene el eslogan, el corazón está a la izquierda. Pero quizás me engaño”.

El escritor se engaña, porque el mío está a la derecha –literalmente– aunque esté más cargado a la izquierda –no sé si me explico–. Me horrorizan los extremos. Atrás queda aquella educación católica que en algún momento me tomé en serio, pero que perdí inevitablemente después de querer tener una animada conversación con Dios –y de que este, grosero, no me respondiera–. 

***

Un buen ensayista comparte intuiciones. Examen de mi padre y ensayos como La imaginación y el poder (1998)confirman que Jorge Volpi posee el pulso para usar la madeja y conectar, sutilmente, hebras diversas de geometrías imperceptibles. Al igual que mis órganos, la escritura de Volpi no se ve, sino que se palpa. Nadie podría adivinar lo que se esconde debajo de mi piel sin un estetoscopio o sin auscultar mis órganos –siempre me han parecido fascinantes los sonidos que es posible trasladar del cuerpo a la mano cuando los pediatras tocan, con ritmos huecos y entrometidos, la panza de los niños–. 

En Volpi, resalta su capacidad para escribir sin ser visto: una aproximación a la escritura parecida al viento que mueve las copas de los árboles y alborota los sonidos naturales. En algún momento del libro, Volpi cita a Ambrosio Paré, aquel barbero-cirujano que revolucionó la práctica de la cirugía, especialmente porque introdujo la idea, revolucionaria en su tiempo, de que los pacientes no tenían que sentir dolor durante la misma. “Los monstruos –escribe Paré en el proemio de su libro– son cosas que aparecen fuera del curso de la Naturaleza (y son normalmente signos de una desventura por venir) como un niño que ha nacido con un brazo, otro que tendrá dos cabezas, y miembros adicionales en mayor o menor número a lo ordinario”. No tengo duda alguna de que Paré me hubiese considerado un monstruo, dado el carácter anatómicamente extraño que llevo dentro. Soy una anomalía, pero una que no se nota. Mis secretos no se ven, aunque estén a la vista de todos. 

***

A quien corresponda:

 Vi a G por primera vez en febrero de 1992. Fue referido por su pediatra debido a su dextrocardia. Ninguna sintomatología cardiovascular estaba presente en aquel momento. Después de examinarlo, usando Roentgenografía en el tórax y el abdomen, así como Modo-M y ecocardiografía transtorácica Doppler, se concluyó que G tiene Transposición Congénitamente Corregida de las Grandes Arterias con Situs Inversus Totalis, con mesocardia (Situs Inversus Visceral y Atrial con Mesocardia, discordancia atrioventricular, discordancia ventriculoatrial, grandes arterías contiguas) y sin lesiones asociadas. 

Leo esto de una carta que mi cardiólogo escribió el 27 de agosto de 2002 y que todavía tengo conmigo. Es mi salvoconducto para tener conversaciones interesantes. 

***

“La curiosidad intelectual sobre cualquier enfermedad que padezcamos surge, sin duda, del deseo de dominarla”, escribe Hustvedt. Yo no estoy, creo, clínicamente enfermo, aunque esté invadido por varias rarezas anatómicas. Algún día la válvula que no funciona tendrá que ser reemplazada por una artificial o por una de cerdo. No he decidido todavía cuál elegiré, una de tantas incógnitas que rodean a esta condición. La más obvia es la de por qué nací de esta forma. Los doctores hablan de genética. Mi madre, en cambio, está segura: dice que cuando estaba embarazada de mí, un día se electrocutó. 

***

Muchos escritores han sufrido de diversos malestares. El médico John J. Ross, en El temblor de Shakespeare y la tos de Orwell (St. Martin’s Griffin, 2014), al examinar diversas enfermedades que aquejaron a distintos escritores, dice que probablemente William Shakespeare sufrió de algún tipo de enfermedad de transmisión sexual. No solo sus obras están plagadas de referencias a la sífilis –que se cree que llegó a Europa en 1493 gracias a Cristóbal Colón– sino que la única condición médica verificable la encontramos en su escritura manuscrita, pues empezando a sus treinta seis años, Shakespeare empezó a temblar mientras escribía. Su firma pareció deteriorarse a lo largo de los años. De hecho, muchos “errores a la hora de leer las primeras ediciones de sus obras tardías, como Otelo, Hamlet, o Lear fueron resultado de un deterioro general en la escritura manuscrita de Shakespeare”, escribe. Ross cree que el dramaturgo sufrió de un progresivo envenenamiento por mercurio (usado para tratar a pacientes con sífilis). Uno de los síntomas es, precisamente, los temblores, los cuales explicarían el “empeoramiento gradual de la escritura manuscrita shakespeariana”. 

Algunos escritores catapultan su obra a partir de sus desgracias y sus enfermedades. El poeta inglés John Milton compuso su Paraíso perdido después de múltiples derrotas vitales. Ciego, en quiebra, con la muerte de su primera y su segunda esposa y la muerte de dos de sus hijos a cuestas, y después de estar encarcelado en la Torre de Londres, Milton logra dictar Paraíso perdido (1667), pues para ese tiempo ya había perdido la vista. Dice Ross: “Sin las humillantes experiencias de la enfermedad, el fracaso, y la derrota, Milton jamás hubiese sentido la necesidad de justificar los derroteros de Dios ante los hombres”, en referencia a Paraíso perdido. La enfermedad nos acerca a la muerte como un péndulo que, oscilando entre sus extremos, fuerza al escritor a ver en la muerte el último de los compromisos: una obra memorable a cambio de una oscuridad perpetua. No todos los seres humanos tienen la dicha de aspirar a este pacto. Al escritor no le asusta la posibilidad de la muerte, sino el de la escritura desaprovechada. 

¿Cuántas obras maestras jamás hubiesen sido escritas si compartiésemos con los dioses la ventura de la vida eterna? 

***

¿Qué le puede importar a la gente si tengo mi corazón del lado derecho y mis órganos como espejo si nadie los puede ver? Para los médicos, soy un caso de estudio, para el resto de la humanidad, un caso de locura momentánea: no creen que haya seres humanos como yo. Por eso conservo mi diagnóstico. He mentido, no deliberadamente, pues recién me acuerdo. Se dice –pues no me consta– que mi corazón está más bien cargado hacia el centro. También hacia el centro he intentado mantener mi salud y mis inclinaciones hacia el mundo. Me podrán decir que esto llevará, inevitablemente, a una vida aburrida. Quizá sea cierto, pero yo ya he tenido suficiente, pues mis extrañezas anatómicas no las elegí yo. Y también me doy cuenta de que poco a poco, mientras pasen los años, tendré que prestarle más atención a este corazón céntrico y algo deficiente. Quizá por ello me haya acercado a la literatura y sus silencios: para escuchar mis latidos con más frecuencia.  

Lo que es cierto es que mis órganos seguirán siendo un misterio para la medicina. Este receptáculo que es mi cuerpo, sin embargo, no escapará ni a mi imaginación y ni a mis ficciones. Esa tinta que tendré que derramar en alguna narración inverosímil –gracias a mis órganos y su rebeldía anatómica– acechará constantemente mis músculos y mi carne, esta revolución permanente al interior de mí mismo, presente pero escondida, anómala pero funcional, callada como tormenta, siempre mía, ahora también de los demás.

 

 

Foto: v2osk, Unsplash.
]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/ensayo-ganador-anatomias-imperceptibles/feed/ 0
ENSAYO FINALISTA: Del doctorado creativo y otras yerbas https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/ensayo-finalista-del-doctorado-creativo-y-otras-yerbas/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/ensayo-finalista-del-doctorado-creativo-y-otras-yerbas/#respond Mon, 25 Mar 2024 22:03:06 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=30771 Nota del editor: Rodrigo Mariño López, académico y joven autor colombiano, presentó —y aprobó— una tesis doctoral creativa en un departamento de español en los Estados Unidos. Este texto, que logró posicionarse entre los finalistas en nuestro I Concursos de Ensayos Literarios 2023, intercala su propia experiencia con un panorama general de este fenómeno. “Del doctorado creativo y otras yerbas” fue traducido al inglés por Hebe Powell.

 

Hace unos años terminé el doctorado. Llegué a los Estados Unidos en 2016, cuando Trump subía al poder, cuando mi país rechazó los acuerdos de paz, cuando el disparate del Brexit. Desde una biblioteca y un gimnasio y un salón de clases de algún lugar del Midwest lo vi pasar todo, pero tuve que seguir —¿qué más iba a hacer? Cuatro años después, recién acabada la tesis –que fueron dos, pero de eso ya hablaremos—, todos mis planes de vacaciones en familia y celebraciones y demás se venían abajo entre el encierro del Covid. Recibí un diploma electrónico con el título de doctor, escribí un post de agradecimiento y triunfo en Facebook (al mejor estilo de mi generación) y seguí adelante probando más cervezas artesanales y postulando, incansablemente —pero tan cansado— a trabajos académicos. Del grandioso Tenure Track al humilde Lecturer, no importaba (de Adjunct, no, que te explotan, decían). Porque, hombre, ¿qué más hace uno con un doctorado en “Romance Languages” y una mal llamada “tesis creativa”? 

Empezaré, por supuesto, por los antecedentes. Durante los últimos años del bachillerato lo tenía muy claro: las letras y la filosofía por encima de todo, ¿pero a quién se le va a ocurrir estudiar eso? ¿Quién va a dedicarle cuatro o cinco años a un pregrado de aquellos que no sirve para nada? No mucho después, a mediados del programa curricular en literatura, lo tuve más claro: puede uno haber caído en esto de la crítica literaria, pero jamás en la escritura creativa. Escribir cuentos y poemas, sí; ¿pero una maestría en tamaña rareza? Mas una cosa llevó a otra y un día me hallé viviendo una doble vida: de día, aspirante a escritor con master; de noche, traductor de libros de autoayuda. Pasó el tiempo y con una novelita entre el metafórico bolsillo y un desborde de ejercicios y reflexiones en torno a la escritura, llegué un día a graduarme, casi orgulloso, del magíster aquel. “Mijito”, dijo mi abuela, “¿y ahora qué va a hacer?” No había mucho qué pensar. Después de esos dos años de clases, seminarios y talleres, y habiendo escrito tanta cosa, había que hacer lo que hoy en día hace un reconocido y joven escritor latinoamericano: irse del país, conocer más escritores, (des)aprender de ellos, aplicar a concursos literarios, ganar premios y, así, publicar celebrados libros –con albricias de celebrados escritores en la contraportada (y regresar de vez en cuando al terruño, a presentarlos).  

Antes, mucho antes, cuando el Boom y todo eso que ni para qué, el destino era Barcelona. También servía París, dicen, pero había que pasar por la Ciudad Condal si se quería trascender. Hoy los escritores creativos de habla hispana (así se les dice) tienen otro destino: Nueva York (no Miami, como el reguetón). Y allí, La Meca: En-Wai-Iu. La Universidad de Nueva York y su maestría en Escritura Creativa en español, donde terminan de pulirse los galardonados del mañana. Mas si la cosa no sale, si pasa que alguien no es aceptado (o becado, que es casi lo mismo) en el programa, o si le aturde a uno el incesante bullicio de una ciudad loca de insomnio, todavía quedan dos opciones en el pedestal: la Universidad de Iowa, matriarca de la escritura creativa en español en los Estados Unidos, tan aislada, tan blanca; y la Universidad de El Paso, Texas, de localización geopolítica inmejorable, borderlandia, donde se ve México desde el salón de clases; ninguna es “Niu Iork”, y qué más da. 

Desde luego que estoy repitiendo cosas que casi todo el mundo sabe. Y ahora diré una más: lo del M.F.A creativo se complejiza (para bien, creo yo), da un salto grande en 2016 con la creación del primer doctorado en Escritura Creativa en español, en la Universidad de Houston, dirigido por nada menos que la grandiosa —y combativa— Cristina Rivera Garza. Porque no es casualidad, como lo afirma su directora, que el programa haya iniciado el mismo año en que Trump subía al poder, cuando hablar y leer y escribir en español en los Estados Unidos se hizo, más que nunca, un hecho político: aquí estamos, Donald y secuaces, vean como también hace poesía y recibe funding la lengua del workforce. Por allá en 2020, antes de la pandemia, se escuchó el rumor que algo similar al Ph.D de Houston se haría en la Universidad de Iowa, como se supo, también, que algunos selectos departamentos de español empezaban, tímidamente (casi un secreto, shh), a aceptar “trabajo creativo”. Hubo, incluso, alguno que se arriesgó a aceptar la polémica “tesis doctoral creativa”, como cualquier departamento de inglés (donde la escritura creativa es, desde hace rato y con muy pocos cuestionamientos, una institución, donde ningún otro track atrae más estudiantes). 

Todos tranquilos, que los escritores creativos también nos formamos en la academia y podemos conjugar, casi tan bien como Piglia, la crítica y la ficción. 

Pero ahora bien, ¿qué es eso de la “tesis creativa” y el “trabajo creativo”? Esos extraños especímenes, se pregunta mucha gente, y con razón, si acaso toda producción académica no es, no debe ser, en esencia, creativa. Y qué decir de una tesis doctoral: ¿no es toda disertación, necesariamente, creativa? Difícil contestar esta pregunta sin entrar en discusiones interminables de huevo y gallina, de manera que, en aras de simplificar, diremos: para el caso de los departamentos de letras, por trabajo creativo se entiende todo tipo de creación literaria de un estudiante o docente —novela, cuento, poema, guión, crónica, memorias, no ficción…también ensayo creativo, traducción creativa—, y así (qué cosa es literatura, novela, no ficción y un largo etcétera –y qué no–, en eso no voy a entrar). Nótese, pues, que no solo se trata de ficción y lenguaje poético; se trata, igualmente, de un fenómeno indisociable de la academia: escritor creativo es el que se forma en programas universitarios de creación literaria y su trabajo creativo es aquel forjado dentro de, digamos, el rigor académico. Lo irónico es que con tanta creatividad y escolástica de por medio, todavía se le siga poniendo a todo lo relativo ese infantil “creativo/creativa” (¡ugh!), como si no hubiese en la academia ya suficiente confusión.

De qué se trata, pues, el extrañísimo doctorado en escritura creativa, a quién se le ocurre hacerlo y qué se hace con eso (preguntó, más o menos, mi primo). Sinceramente, no sé. Yo no soy doctor en escritura creativa; me enteré muy tarde del programa de Houston y confío en que no me habrían aceptado. No puedo hablar con la voz de la experiencia sobre los M.F.A de Nueva York, Iowa o El Paso (sus majestades) ni sé cómo es el doctorado creativo (¡ugh!), pero tengo algunas sospechas (algunas, incluso, fundamentadas). 

Sospecho, por ejemplo, que a diferencia de la maestría, en el doctorado debe ir, tiene que ir más allá de un panorama general de lecturas obligatorias, casi siempre apuntando a la creación de una brillante y muy original ópera prima. Sospecho que el M.F.A puede ser una buena introducción al oficio (¿profesional, ocasional?) de leer y escribir —o de leer para escribir—, pero el Ph.D debe dar dos o tres vueltas de tuerca más al asunto: cómo es eso, por ejemplo, de que la escritura creativa en los Estados Unidos bien pudo ser una arma de adoctrinamiento de Estado a lo largo de la larga Guerra Fría (dice Eric Bennett), financiada en parte por la CIA (tremenda teoría de la conspiración, dirán algunos), y cómo es eso de que en Latinoamérica, en cambio, la escritura creativa viene, más bien, de la clandestinidad, de lo que, por citar un ejemplo, en la Argentina de Videla llegó a conocerse como “La universidad de las catacumbas”? Sospecho que el doctorado en cuestión sin duda entrará en estas discusiones, y sospecho que sus estudiantes y docentes habrán de dedicarse, entre otras, a (re)pensar las relaciones entre lenguaje y estructuras de poder y otras yerbas de esta particular naturaleza. Sospecho que, además, se incluirán en el programa temas más prácticos como la industria editorial —que el camino es culebrero y hay que saber andarlo, o abrirlo—, o el oficio del escritor con su comunidad —donde lejos queda la idea del poeta que talla un verso en soledad y llega, en cambio, la hora de algo parecido a lo que Paul Dawson ha llamado el “intelectual público”.

Me pasé una buena parte del doctorado envuelto en discusiones de este talante, tratando de encontrar argumentos para mantener a flote y a salvo mis proyectos creativos; a salvo de académicos y críticos literarios (como yo) que se preguntaban (también como yo) si una novela o un cuento podrían acercarse a un trabajo académico serio. ¿Cómo escribir hoy en día una novela sobre el amor sin haber leído a Bauman?, preguntó alguna vez un colega (¿a Bateman?, dijo otro, no sé si en broma). ¿Qué aporte original al conocimiento hace una tesis, así, creativa?, preguntó alguien más. Y un profe: ¿cómo vas a demostrar que has investigado? Y una profe: ¿cuál va a ser tu marco teórico? Todas preguntas muy válidas, por supuesto. Así empezó a crecer ese animal inmenso, bicéfalo, al que llamo “las dos tesis”, pues en ello se convirtió mi disertación: por un lado, una suerte de novela (histórica, digamos) donde el lenguaje, la verosimilitud, el compromiso, el pasado y otros diablillos me tiraban del pelo a diario, a toda hora; por el otro, lo que comenzó como un “breve” ensayo —o requisito teórico—  que por cosas de la vida (académica) creció y creció, sumando páginas y subtítulos, con el fin de atenuar las dudas de mis pares —y las mías, cómo no— con referencias bibliográficas y análisis del discurso y discusiones sobre migración y nacionalismo (hasta leí a Bauman). 

Ese ensayo, pues, defendía y soportaba la tesis creativa. Si a alguien en alguna entrevista laboral universitaria le daba por preguntar por eso de una novela como disertación doctoral, ahí entraba el sustrato teórico puro y duro del susodicho texto: todos tranquilos, que los escritores creativos también nos formamos en la academia y podemos conjugar, casi tan bien como Piglia, la crítica y la ficción. 

No sé si todos los programas con una opción creativa funcionen, más o menos, así. Sospecho que sí. Mas si alguien lee este ensayo preguntándose, como mi primo o mi abuelita, para qué sirve hacer un doctorado en literatura latinoamericana en los Estados Unidos y embarcarse en ese trajín de la tesis creativa que luego termina siendo dos, le diría a aquella buena alma que no deje de tener en cuenta algo fundamental: escritura creativa o no, todo estudiante de doctorado en español en el país del águila calva está destinado, de manera casi irremediable, a enseñar español como segunda lengua, las más de las veces al nivel básico. SPAN 1001 y 1002, o algo así. Enseñaremos, todos nosotros, tantísimas veces el verbo “ser”, los números y los colores, llegaremos hasta los pronombres de objeto directo e indirecto y terminaremos reinventando una y otra vez la mejor manera de enseñar las tantas variaciones del subjuntivo. Unos más y otros menos, pero todos. Todos. De los grad students a los tenured professors. Y está bien. 

Habrá, sin duda, quienes con el tiempo escapen del culto (la academia), encuentren otro tipo donde las habilidades que adquirieron en el Ph.D sean apreciadas y bien remuneradas, y logren así vivir aquella otra vida de horarios laborales establecidos y fines de semana libres. Nada mal… Otros andaremos a caballo entre una cosa y otra, atados a un patrocinador de visa, leyendo en desorden, escribiendo a deshoras una novela y, alguna vez, por cosas de esta vida, un ensayo sobre causas y azares varios que nos han traído hasta aquí. 

 

Foto principal: Joshua Hoehne, Unsplash.
]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/ensayo-finalista-del-doctorado-creativo-y-otras-yerbas/feed/ 0
ENSAYO FINALISTA: Un comportamiento irregular: la conexión islandesa de Juan Rulfo https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/ensayo-finalista-un-comportamiento-irregular-la-conexion-islandesa-de-juan-rulfo/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/ensayo-finalista-un-comportamiento-irregular-la-conexion-islandesa-de-juan-rulfo/#respond Mon, 25 Mar 2024 22:02:46 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=30757 Nota del editor: ¿De dónde salió Juan Rulfo? Durante más de medio siglo la crítica literaria se ha acercado al autor mexicano como un enigma. Con “Un comportamiento irregular: la conexión islandesa de Juan Rulfo”, Luis Madrigal resultó finalista en el I Concurso de Ensayos Literarias LALT 2023. Nuestro secretario de redacción y traductor principal Arthur Malcolm Dixon se ha encargado de la traducción al inglés del presente texto. 

A veces pareciera que toda aproximación crítica a Juan Rulfo es un trabajo detectivesco. No se sabe muy bien cuál es el crimen, pero abunda la evidencia. La discusión no se agota en sus dos libros, sino al contrario: apenas sirven como pretexto o pistas falsas. “Nos pasó hace poco”, dice Rulfo en una entrevista famosa en la televisión española, “se quería hacer un número, una revista literaria dedicada a El llano en llamas. Entonces querían fotografiar la zona, la región. Nunca se encontró el paisaje”. Y sonríe. En Había mucha neblina o humo o no sé qué, Cristina Rivera Garza viaja a San Juan Luvina como si fuera un viejo policía que revisita, años después, un caso irresuelto. Tan pronto como Rivera Garza le menciona a una señora del pueblo el nombre de Rulfo, la mujer sonríe. “Claro que lo conocía. Era ese señor que había dicho muchas mentiras del lugar donde ella vivía, ¿no era así?” En 2003 la periodista Reina Roffé publicó Las mañas del zorro, una biografía que podría compartir título con una semblanza de Al Capone. A Roffé le obsesionan, como a todo detective que pasa años en el mismo caso, las contradicciones, las mentiras que dijo Rulfo, su vida secreta. Lo mira beber Coca Cola en una cafetería al sur de Ciudad de México; sigue el rastro de una amante secreta en Argentina; documenta la vida del escritor en un seminario católico. El libro, más que una apreciación crítica, es un dossier. 

Tanto El llano en llamas (1953) como Pedro Páramo (1955) suelen ser tomados como evidencia. Pero, ¿de qué, exactamente? Cada fiscal construye un caso distinto. En una ocasión, en casa de Emmanuel Carballo, Rulfo se encontró frente a una biblioteca con “varios anaqueles dedicados a su obra; de uno de los estantes asomaba el delgado lomo de sus libros, seguidos por una cantidad impresionante de otros que eran tesis doctorales”, según cuenta Roffé. Tantos libros para explicar dos que cabrían en un bolsillo. La atención masiva destaca la singularidad del objeto estudiado. O su supuesta singularidad. Nada hay que se parezca a Juan Rulfo, nos dicen todas esas tesis, ni siquiera él mismo. Su silencio editorial posterior a esos dos libros, y la ausencia de una obra temprana que pudiera permitir un contraste o poner de manifiesto un desarrollo creativo, hacen que todos los reflectores se concentren en esas doscientas, trescientas páginas. No hace falta leer mucho para encontrar que, cuando aparece Pedro Páramo, la crítica se hace con insistencia una pregunta: ¿era Rulfo un genio o un tipo con suerte? Ambas son condiciones excepcionales. Y, como en un círculo vicioso, la excepcionalidad llama al escrutinio. 

No era sólo que la obra fuera escueta (hay autores mexicanos que publicaron una novela, o dos cuentos en una revista, y no por ello reciben el mismo trato y atención crítica), sino que el contenido y la forma llamaban a la extrañeza. Lo que Rulfo hacía era distinto; sus libros abrían, como argumenta Rivera Garza, “rutas inéditas” en el mapa literario mexicano. Nadie sabía muy bien de dónde salían esos campesinos que hablaban como en verso; nadie, tampoco, cómo había dado Rulfo con la estructura fragmentaria y el tiempo suspendido de Pedro Páramo. En la lectura que hace Rivera Garza, Rulfo presenta, como nadie había hecho hasta entonces en la literatura mexicana, el cuerpo deseoso de la mujer, e introduce incluso nociones de fluidez de género. Tanta novedad “despertó suspicacias y reparos incluso entre sus amigos próximos”, dice Roffé. Ahí, en la sospecha, empieza el trabajo del detective. 

La mexicanidad de Rulfo no dependía del Comala real. Era una manera de explicar su genio, porque de algún modo así también ganaba legitimidad el estado mexicano que lo había producido.

Había, en principio, dos lugares de donde podían haber salido esos libros, que son los mismos lugares de donde sale toda la literatura: la experiencia o la lectura. En Rulfo el componente biográfico resultó un pozo tan rico que de ahí todavía se bebe. Era común que, en las entrevistas, le pidieran a Rulfo contar su vida. Huérfano a una edad temprana, niño en paisajes rurales jaliscienses parecidos a los de sus libros, muchacho solitario en un orfanatorio. Burócrata oscuro en Ciudad de México, agente de migración, capataz de obreros en una compañía de llantas. Vendedor itinerante, alpinista amateur, fotógrafo, seminarista frustrado. De algún lado tenía que venir la inspiración, las historias. Rulfo se empeñaba en decir que su literatura no tenía ni un solo componente autobiográfico; sus críticos se empeñaban en decir lo contrario. “Lo único que hay de real”, le dijo al periodista español Joaquín Soler Serrano, “es la ubicación”. Como es sabido, Comala es un pueblo real del estado mexicano de Colima, pero Comala, aquella tierra “en la mera boca del infierno”, ese “pueblo sin ruidos”, “lleno de ecos”, no existe. 

La mexicanidad de Rulfo no dependía del Comala real. Era una manera de explicar su genio, porque de algún modo así también ganaba legitimidad el estado mexicano que lo había producido. Un estado posrevolucionario, en construcción a mediados de la década de los años cincuenta del siglo XX, que buscaba también cimentar una identidad nacional a través de imágenes culturales compartidas. De esas, Jalisco proveía en abundancia. No por nada el historiador Jean Meyer dice que podría considerarse a la región “como un paradigma de la ‘mexicanidad’: charros, toros, machismo, un equipo de fútbol donde nunca ha jugado un extranjero, la religiosidad, los cultos matrimoniales, el afrancesamiento, etc.” Venía bien que Rulfo fuera de Jalisco porque así el estereotipo no era negado, sino subvertido, casi ampliado. Ahora el occidente del país era también la región de las letras mexicanas (de ahí eran otros escritores consagrados, como Juan José Arreola o Agustín Yáñez), donde el supuesto modo mexicanísimo de relacionarse con la muerte, la pobreza y la violencia encontraban su más poderosa expresión lírica. 

No hace falta ser alquimista para saber que las nociones de pureza y autenticidad nacional se disuelven ante el ácido de la crítica más benigna. En Rulfo la supuesta mexicanidad arquetípica es un artificio como cualquier otro. La de Rulfo es una realidad manipulada (como todas), fabricada (como todas). Un México –palabra que sólo aparece una vez en la obra de Rulfo, y que, de manera sintomática, hace referencia a un lugar más allá, fuera del que habitan sus personajes– “que nunca existió pero en el que todos creemos”, como diría Rivera Garza. 

La experiencia con el país inmediato resultaba, pues, insuficiente para explicar a Rulfo. “Nunca he podido describir lo que veo, ni lo que cuentan, ni lo que oigo”, insistía el autor, “nunca he utilizado las cosas reales para escribir”. Fue entonces que los detectives giraron la mirada hacia la biblioteca. Quizás ahí encontrarían los elementos con los que el autor había construido su mundo. Había, por ejemplo, un gran interés en saber si había leído a William Faulkner antes de escribir Pedro Páramo. Rulfo, dice Roffé, “siempre temeroso de que se le pudiera restar originalidad a su obra, [lo] negó”, aunque sus amigos de entonces, Juan José Arreola y Antonio Alatorre, aseguraban lo contrario. 

Cada entrevista con Rulfo, además del apartado biográfico, incluía también preguntas sobre sus lecturas: lo que leía de chico (cuando, según contaba, el cura del pueblo le pidió a su abuela guardar una biblioteca llena de títulos prohibidos por el Vaticano, y él leyó a Dumas y Víctor Hugo), lo que leía cuando escribió Pedro Páramo, lo que recomendaba en ese momento. El canon se reescribía con cada declaración. A veces cobraba una importancia capital la producción del siglo XVI novohispano: las crónicas, las cartas, las relaciones históricas. A veces decía que sí había leído a Faulkner; otras, que tenía mucho en común con José María Arguedas. Rulfo era un lector heterodoxo y diverso, que lo mismo citaba leyendas indígenas que a Von Rezzori, Mujica Láinez o Bombal. Leía “dentro y fuera de los cánones establecidos”, escribe Rivera Garza, en un ejercicio de lectura periférica que se correspondía con su posición más o menos marginal dentro de la vida literaria mexicana de mediados del siglo. 

Rulfo, entonces, era alguien que evitaba las modas. Un escritor de vanguardia que no elegía sus lecturas entre las opciones que sus pares latinoamericanos reivindicaban –Joyce, Woolf, Kafka, Musil–, sino que se inclinaba por opciones periféricas que, hasta hoy día, parecen atípicas para un escritor mexicano. “Tuve alguna vez la teoría”, dijo Rulfo, “de que la literatura nacía en Escandinavia, en la parte norte de Europa, luego bajaba al centro, de donde se desplazaba a otros sitios”. 

¿Escandinavia? La escena es cinematográfica. Un jefe policial le asigna a un detective novato un viejo caso. El novato entra al archivo sin mucha fe. ¿Cuántos no habrán pasado por aquí?, se pregunta. Tiene entre manos un informe de 1982. De pronto lee: “Juan Rulfo se inclinará por la producción de la periferia europea de la zona nórdica (Noruega, Suecia, Dinamarca, pero también Finlandia e Islandia) correspondiente a dos períodos sucesivos: el del fin del XIX y comienzos del XX y el posterior de entre ambas guerras”. El novato levanta la mirada, los ojos como platos. Gira la cabeza y ve que el resto de sus compañeros lee tranquilamente. Él cree que esto lo cambia todo. ¿Quién había escuchado de esta pista escandinava? Mejor dicho, ¿quién le había hecho caso? Y eso que Rulfo mismo se había encargado de repetirla. En entrevista con José Emilio Pacheco, 1959, dice: “Uno de mis deleites preferidos me lo ha brindado la escuela alemana y nórdica de principios de siglo […]. Encontré en ellos los cimientos de mi fe literaria”.

Era una confesión en toda regla. El novato era novato, pero había leído, y conocía gente que había leído, y nadie le había hablado nunca de Rulfo y la conexión escandinava, de esa evidencia nórdica. En el informe que lo había destapado todo, el fiscal de ese entonces, un uruguayo de apellido Rama, había dejado incluso una nota muy clara: “No se ha atendido suficientemente a este irregular comportamiento, que es sin embargo bien significativo”. 

Había más. En 1974 Rulfo le dijo a Joseph Sommers que había agotado los pocos autores nórdicos conocidos en México en ese tiempo. Que había “absorbido” las obras del noruego Knut Hamsun, que lo llevaron “a planos antes desconocidos”. Cada vez que hablaba de literatura escandinava aparecían los mismos nombres: Hamsun, Lagerlöf, Jacobsen, Laxness. Del primero ya se había ocupado una investigadora, de apellido Martínez Børresen. Del último había mucho entusiasmo en Rulfo y muy poca atención crítica. “Para mí fue un verdadero descubrimiento Halldór Laxness”, le dijo a Sommers, “eso fue mucho antes de que recibiera el Premio Nobel”. A Pacheco: “Fernando Benítez y yo nos interesamos por él e hicimos que se conocieran en México sus novelas”. En entrevista, Sergio Pitol le dice a Reina Roffé: “[Rulfo] también había leído a los escritores nórdicos, especialmente a uno del que ya casi nadie se acuerda, que es extraordinario, el islandés Halldór Laxness. Y cuanto tocaba esos puntos, entonces Rulfo revivía”. 

¿Quién era este taumaturgo islandés capaz de reanimar a los muertos? En palabras de Roffé, Laxness había sido “fundamental” para Rulfo. Sospechosamente, esa consideración no se corresponde con el espacio que la biógrafa le dedica al nórdico. Laxness apenas ocupa un párrafo en un libro de más de doscientas cincuenta páginas. “La temática de Laxness tiene puntos de confluencia con la de Rulfo”, escribe Roffé. “Ambos autores tratan la crisis agraria y los problemas que acarrean el caciquismo y la explotación del campesinado”. Y eso es todo. 

Si uno teclea las palabras “Rulfo” y “Laxness” en WorldCat (ese inmenso compendio de publicaciones alrededor del planeta), sólo encontrará un resultado: Tras los murmullos, un libro de 2010 editado por la Universidad de Copenhague, donde el único apartado que habla específicamente de Laxness sólo tiene cuatro párrafos. Las conclusiones son igualmente lacónicas: “Como en la obra de Rulfo, Laxness toma su punto de partida en la descripción de un lugar abandonado, aislado, aparentemente sin ninguna importancia. Como en ‘Acuérdate’ Salka Valka, el protagonista de la novela (epónima), el forastero que no obstante arriba en el pueblo, es un joven que es víctima de las humillaciones de la comunidad. Y como en ‘Es que somos muy pobres’, la pubertad, los senos crecientes, se describen como una fuerza fatal”.

C’est tout. En A Companion to Juan Rulfo, Steven Boldy escribe: “Rulfo y la gente cercana a él han preferido insistir, en un intento por controlar la filiación y significado de sus textos, pero con poca evidencia estilística y temática, en la influencia de autores del norte como Knut Hamsun y Halldór Laxness”. Quizá entonces no habría mucho más que decir al respecto. Quizá Rulfo lo leyó, le gustó, lo recordó en un par de entrevistas. Quizá exageró su importancia. Quizá era otra de esas pistas falsas. O quizá –pero esto sólo lo piensa un detective novato, alguien que tiene tiempo y un chispazo de ambición o de ego o que de pronto es presa de un arrebato extraño de prepotencia– nadie que estudiaba el caso Rulfo había querido leer para tal propósito la novela cumbre de Laxness, Gente independiente, una épica de casi quinientas páginas de realismo social publicada en dos volúmenes entre 1934 y 1935. ¿Qué dice esa novela?

Foto: Juan Rulfo, escritor mexicano.

]]>
https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/ensayo-finalista-un-comportamiento-irregular-la-conexion-islandesa-de-juan-rulfo/feed/ 0