Rosario Castellanos – LALT https://latinamericanliteraturetoday.org/es/ Latin American Literature Today Wed, 25 Sep 2024 21:54:45 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7 Un fragmento de Balún Canán  https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/un-fragmento-de-balun-canan/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/un-fragmento-de-balun-canan/#respond Mon, 23 Sep 2024 11:03:42 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36918 Primera Parte

 

Musitaremos el origen. Musitaremos
solamente la historia, el relato.
Nosotros no hacemos más que regresar,
hemos cumplido nuestra tarea; nuestros días
están acabados. Pensad en nosotros,
no nos borréis de vuestra memoria,
no nos olvidéis. 

Libro de Consejo (Popul Vuh)

 

I

–…Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen con el leño en la hoguera. Sube el humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo…

–No me cuentes ese cuento, nana.

–¿Acaso hablaba contigo? ¿Acaso se habla con los granos de anís? 

No soy un grano de anís. Soy una niña y tengo siete años. Los cinco dedos de la mano derecha y dos de la izquierda. Y cuando me yergo puedo mirar de frente las rodillas de mi padre. Más arriba no. Me imagino que sigue creciendo como un gran árbol y que en su rama más alta está agazapado un tigre diminuto. Mi madre es diferente. Sobre su pelo –tan negro, tan espeso, tan crespo– pasan los pájaros y les gusta y se quedan. Me lo imagino nada más. Nunca lo he visto. Miro lo que está a mi nivel. Ciertos arbustos con las hojas carcomidas por los insectos; los pupitres manchados de tinta; mi hermano. Y a mi hermano lo miro de arriba abajo. Porque nació después de mí y, cuando nació, yo ya sabía muchas cosas que ahora le explico minuciosamente. Por ejemplo ésta:

Colón descubrió la América.  

Mario se queda viéndome como si el mérito no me correspondiera y alza los hombros con un gesto de indiferencia. La rabia me sofoca. Una vez más cae sobre mí todo el peso de la injusticia.

 –No te muevas tanto, niña. No puedo terminar de peinarte. 

¿Sabe mi nana que la odio cuando me peina?  No lo sabe. No sabe nada. Es india, está descalza y no usa ninguna ropa debajo de la tela azul del tzec. No le da vergüenza. Dice que la tierra no tiene ojos.

–Ya estás lista. Ahora el desayuno.

Pero si comer es horrible. Ante mí el plato mirándome fijamente sin parpadear. Luego la gran extensión de la mesa. Y después…no sé. Me da miedo que del otro lado haya un espejo.

–Acaba de beber la leche.

Todas las tardes, a las cinco, pasa haciendo sonar su esquila de estaño una vaca suiza. (Le he explicado a Mario que suiza quiere decir gorda.) El dueño la lleva atada a un cordelito, y en las esquinas se detiene y la ordeña. Las criadas salen de las casas y compran un vaso. Y los niños malcriados, como yo, hacemos muecas y la tiramos sobre el mantel.

–Te va a castigar Dios por el desperdicio –afirma la nana. 

–Quiero tomar café. Como tú. Como todos.

–Te vas a volver india.

Su amenaza me sobrecoge. Desde mañana la leche no se derramará.


II

Mi nana me lleva de la mano por la calle. Las aceras son de lajas, pulidas, resbaladizas. Y lo demás de piedra. Piedras pequeñas que se agrupan como los pétalos en la flor. Entre sus junturas crece hierba menuda que los indios arrancan con la punta de sus machetes. Hay carretas arrastradas por bueyes soñolientos; hay potros que sacan chispas con los cascos. Y cabellos viejos a los que amarran de los postes con una soga. Se están ahí el día entero, cabizbajos, moviendo tristemente las orejas. Acabamos de pasar cerca de uno. Yo iba conteniendo la respiración arrimándome a la pared temiendo que en cualquier momento el caballo desenfundara los dientes –amarillos, grandes y numerosos– y me mordiera el brazo. Y tengo vergüenza porque mis brazos son muy flacos y el caballo se iba a reír de mí.

Los balcones están siempre asomados a la calle, mirándola subir y bajar y dar vuelta en las esquinas. Mirando pasar a los señores con bastón de caoba; a los rancheros que arrastran las espuelas al caminar; a los indios que corren bajo el peso de su carga. Y a todas horas el trotecillo diligente de los burros que acarrean el agua en barriles de madera. Debe de ser ten bonito estar siempre, como los balcones, desocupado y distraído, sólo mirando. Cuando yo sea grande…

Ahora empezamos a bajar la cuesta del mercado. Adentro suena el hacha de los carniceros y las moscas zumban torpes y saciadas. Tropezamos con las indias que tejen pichulej, sentadas en el suelo. Conversan entre ellas, en su curioso idioma, acezante como ciervo perseguido. Y de pronto echan a volar sollozos altos y sin lágrimas que todavía me espantan, a pesar de que los he escuchado tantas veces.

Vamos esquivando los charcos. Anoche llovió el primer aguacero, el que hace brotar esa hormiga con alas que dicen tzisim. Pasamos frente a las tiendas que huelen a telas recién teñidas. Detrás del mostrador el dependiente las mide con una vara. Se oyen los granos de arroz deslizándose contra el metal de la balanza. Alguien tritura un puñado de cacao. Y en los zaguanes abiertos entra una muchacha que lleva un cesto sobre la cabeza y grita, temerosa de que salgan los perros, temerosa de que salgan los dueños:

–¿Mercan tamales?

La nana me hace caminar de prisa. Ahora no hay en la calle más que un hombre con los zapatos amarillos, rechinantes, recién estrenados. Se abre un portón, de par en par, y aparece frente a la forja encendida el herrero, oscuro a causa de su trabajo. Golpea, con el pecho descubierto y sudoroso. Apartando apenas los visillos de la ventana, una soltera nos mira furtivamente. Tiene la boca apretada como si se la hubiera cerrado un secreto. Está triste, sintiendo que sus cabellos se vuelven blancos.

 –Salúdala, niña. Es amiga de tu mamá.

Pero ya estamos lejos. Los últimos pasos los doy casi corriendo. No voy a llegar tarde a la escuela.


III

Las paredes del salón de clase están encaladas. La humedad forma en ellas figuras misteriosas que yo descifro cuando me castigan sentándome en un rincón. Cuando no, me siento frente a la señorita Silvina en un pupitre cuadrado y bajo. La escucho hablar. Su voz es como la de las maquinitas que sacan punta a los lápices: molesta pero útil. Habla sin hacer distingos, desplegando ante nosotras el catálogo de sus conocimientos. Permite que cada una escoja los que mejor le convengan. Yo escogí, desde el principio, la palabra meteoro. Y desde entonces la tengo sobre la frente, pesando, triste de haber caído del cielo.

Nadie ha logrado descubrir qué grado cursa cada una de nosotras. Todos estamos revueltas, aunque somos tan distintas. Hay niñas gordas que se sientan en el último banco para comer sus cacahuetes a escondidas. Hay niñas que pasan al pizarrón y multiplican un número por otro. Hay niñas que sólo levantan la mano para pedir permiso de ir al “común”. 

Estas situaciones se prolongan durante años. Y de pronto, sin que ningún acontecimiento lo anuncie, se produce el milagro. Una de las niñas es llamada aparte y se le dice:

–Trae un pliego de papel cartoncillo porque vas a dibujar el mapamundi.

La niña regresa a su pupitre revestida de importancia, grave y responsable. Luego se afana con unos continentes más grandes que otros y mares que no tienen ni una ola. Después sus padres vienen por ella y se la llevan para siempre.

(Hay también niñas que no alcanzan jamás este término maravilloso y vagan borrosamente como las almas en el limbo.)

A mediodía llegan las criadas sonando el almidón de sus fustanes, olorosas a brillantina, trayendo las jícaras de posol. Todas bebemos, sentadas en fila en una banca del corredor, mientras las criadas hurgan entre los ladrillos, con el dedo gordo del pie.

La hora del recreo la pasamos en el patio. Cantamos rondas:

Naranja dulce,
limón partido…

O nos disputan el ángel de la bola de oro y el diablo de las siete cuerdas o “vamos a la huerta del toro, toronjil”.

La maestra nos vigila con mirada benévola, sentado bajo los árboles de bambú. El viento arranca de ellos un rumor incesante y hace llover hojitas amarillas y verdes. Y la maestra está allí, dentro de su vestido negro, tan pequeña y tan sola como un santo dentro de su nicho.

Hoy vino a buscarla una señora. La maestra se sacudió de la falda las hojitas del bambú y ambas charlaron largamente en el corredor. Pero a medida que la conversación avanzaba, la maestra parecía más y más inquieta. Luego la señora se despidió. 

De una campanada suspendieron el recreo. Cuando estuvimos reunidas en el salón de clase, la maestra dijo:

–Queridas niñas: ustedes son demasiado inocentes para darse cuenta de los peligrosos tiempos que nos ha tocado vivir. Es necesario que seamos prudentes para no dar a nuestros enemigos ocasión de hacernos daño. Esta escuela es nuestro único patrimonio y su buena fama es el orgullo del pueblo. Ahora algunos están intrigando para arrebatárnosla y tenemos que defenderla con las únicas armas de que disponemos: el orden, la compostura y, sobre todo, el secreto. Que lo que aquí sucede no pase de aquí. No salgamos, bulbuluqueando, a la calle. Que si hacemos, que si tornamos. 

Nos gusta oírla decir tantas palabras juntas, de corrido y sin tropiezo, como si leyera una recitación en un libro. Confusamente, de una manera que no alcanzamos a comprender bien, la señorita Silvina nos está solicitando un juramento. Y todas nos ponemos de pie para otorgárselo.


IV

Es una fiesta cada vez que vienen a casa los indios de Chactajal. Traen costales de maíz y de frijol, atados de cecina y marquetas de panela. Ahora se abrirán las trojes y sus ratas volverán a correr, gordas y relucientes.

Mi padre recibe a los indios, recostado en la hamaca del corredor. Ellos se aproximan, uno por uno, y le ofrecen la frente para que la toque con los tres dedos mayores de la mano derecha. Después vuelven a la distancia que se les ha marcado. Mi padre conversa con ellos de los asuntos de la finca. Sabe su lengua y sus modos. Ellos contestan con monosílabos respetuosos y ríen brevemente cuando es necesario. 

Yo me voy a la cocina, donde la nana está calentando café. 

–Trajeron malas noticias, como las mariposas negras.

Estoy husmeando en los trasteros. Me gusta el color de la manteca y tocar la mejilla de las frutas y desvestir las cebollas.

–Son cosas de los brujos, niña. Se lo comen todo. Las cosechas, la paz de las familias, la salud de las gentes.

He encontrado un cesto de huevos. Los pecosos son de guajolote. 

–Mira lo que me están haciendo a mí.

Y alzándose el tzec, la nana me muestra una llaga rosada, tierna, que le desfigura la rodilla.

Yo la miro con los ojos grandes de sorpresa.

–No digas nada, niña. Me vine de Chactajal para que no me siguieran. Pero su maleficio alcanza lejos.

–¿Por qué te hacen daño?

– Porque he sido crianza de tu casa. Porque quiero a tus padres y a Mario y a ti.

–¿Es malo querernos?

–Es malo querer a los que mandan, a los que poseen. Así dice la ley.

La caldera está quieta sobre las brasas. Adentro, el café ha empezado a hervir.

–Diles que vengan ya. Su bebida está lista.

Yo salgo, triste por lo que acabo de saber. Mi padre despide a los indios con un ademán y se queda recostado en la hamaca, leyendo. Ahora lo miro por primera vez. Es el que manda, el que posee. Y no puedo soportar su rostro y corro a refugiarme en la cocina. Los indios están sentados junto al fogón y sostienen delicadamente los pocillos humeantes. La nana les sirve con una cortesía medida, como si fueran reyes. Y tienen en los pies –calzados de caites– costras de lodo; y sus calzones de manta están remendados y sucios y han traído sus morrales vacíos.

Cuando termina de servirles la nana también se sienta. Con solemnidad alarga ambas manos hacia el fuego y las mantiene allí unos instantes. Hablan y es como si cerraran un círculo a su alrededor. Yo lo rompo, angustiada. 

–Nana, tengo frío.

Ella, como siempre desde que nací, me arrima a su regazo. Es caliente y amoroso. Pero tendrá una llaga. Una llaga que nosotros le habremos enconado. 


VI

–Dicen que hay en el monte un animal llamado dzulúm. Todas las noches sale a recorrer sus dominios. Llega donde está la leona con sus cachorros y ella le entrega los despojos del becerro que acaba de destrozar. El dzulúm se los apropia, pero no los come, pues no se mueve por hambre sino por voluntad de mando. Los tigres corren haciendo crujir la hojarasca cuando olfatean su presencia. Los rebaños amanecen diezmados y los monos, que no tienen vergüenza, aúllan de miedo entre la copa de los árboles. 

–¿Y cómo es el dzulúm?

–Nadie lo ha visto y ha vivido después. Pero yo tengo para mí que es muy hermoso, porque hasta las personas de razón le pagan tributo.

Estamos en la cocina. El rescoldo late apenas bajo el copo de ceniza. La llama de la vela nos dice por dónde anda volando el viento. Las criadas se sobresaltan cuando retumba, lejos, un trueno. La nana continúa hablando.

–Una vez, hace ya mucho tiempo, estábamos todos en Chactajal. Tus abuelos recogieron a una huérfana a la que daban trato de hija. Se llamaba Angélica. Era como una vara de azucena. Y tan dócil y sumisa con sus mayores. Y tan apacible y considerada para nosotros, los que la servíamos. Le abundaban los enamorados. Pero ella como que los miraba menos o como que estaba esperando a otro. Así se iban los días. Hasta que una mañana amaneció la novedad de que el dzulúm andaba rondando en los términos de la hacienda. Las señales eran los estragos que dejaba dondequiera. Y un terror que había secado las ubres de todos los animales que estaban criando. Angélica lo supo. Y cuando lo supo tembló como las yeguas de buena raza cuando ven pasar una sombra enfrente de ellas. Desde entonces ya no tuvo sosiego. La labor se le caía de las manos. Perdió su alegría y andaba como buscándola por los rincones. Se levantaba a deshora, a beber agua serenada porque ardía de sed. Tu abuelo pensó que estaba enferma y trajo al mejor curandero de la comarca. El curandero llegó y pidió hablar a solas con ella. Quién sabe qué cosas se dirían. Pero el hombre salió espantado y esa misma noche regresó a su casa, sin despedirse de ninguno. Angélica se iba consumiendo como el pabilo de las velas. En las tardes salía a caminar al campo y regresaba, ya oscuro, con el ruedo del vestido desgarrado por las zarzas. Y cuando le preguntábamos dónde fue, sólo decía que no encontraba el rumbo y nos miraba como pidiendo ayuda. Y todas nos juntábamos a su alrededor sin atinar en lo que había que decirle. Hasta que una vez no volvió.

La nana coge las tenazas y atiza el fogón. Afuera, el aguacero está golpeando las tejas desde hace rato.

–Los indios salieron a buscarla con hachones de ocote. Gritaban y a machetazos abrían su vereda. Iban siguiendo un rastro. Y de repente el rastro se borró. Buscaron días y días. Llevaron a los perros perdigueros. Y nunca hallaron ni un jirón de la ropa de Angélica, ni un resto de su cuerpo. 

–¿Se la había llevado el dzulúm?

–Ella lo miró y se fue tras él como hechizada. Y un paso llamó al otro paso y así hasta donde se acaban los caminos. Él iba adelante, bello y poderoso, con su nombre que significa ansia de morir. 


VII

Esta tarde salimos de paseo. Desde temprano las criadas se lavaron los pies restregándolos contra una piedra. Luego sacaron del cofre sus espejos con marcos de celuloide y sus peines de madera. Se untaron el pelo con pomadas olorosas; se trenzaron con listones rojos y se dispusieron a ir. 

Mis padres alquilaron un automóvil que está esperándonos a la puerta. Nos instalamos todos, menos la nana que no quiso acompañarnos porque tiene miedo.  Dice que el automóvil es invención del demonio. Y se escondió en el traspatio para no verlo.

Quién sabe si la nana tenga razón. El automóvil es un monstruo que bufa y echa humo. Y en cuanto nos traga se pone a reparar ferozmente sobre el empedrado. Un olfato especial lo guía contra los postes y las bardas para embestirlos. Pero ellos lo esquivan graciosamente y podemos llegar, sin demasiadas contusiones, hasta el llano de Nicalococ.

Es la temporada en que las familias traen a los niños para que vuelen sus papalotes. Hay muchos en el cielo. Allí está el de Mario. Es de papel de china azul, verde y rojo. Tiene una larguísima cauda. Allí está, arriba, sonando como a punto de rasgarse, más gallardo y aventurero que ninguno. Con mucho cordel para que suba y se balancee y ningún otro lo alcance.

Los mayores cruzan apuestas. Los niños corren, arrastrados por los papalotes que buscan la corriente más propicia. Mario tropieza y cae, sangran sus rodillas ásperas. Pero no suelta el cordel y se levanta sin fijarse en lo que le ha sucedido y sigue corriendo. Nosotras miramos, apartadas de los varones, desde nuestro lugar.

¡Qué alrededor tan inmenso! Una llanura sin rebaños donde el único animal que trisca es el viento. Y cómo se encabrita a veces y derriba los pájaros que han venido a posarse tímidamente en su grupa. Y cómo relincha. ¡Con qué libertad! ¡Con qué brío!

Ahora me doy cuenta de que la voz que he estado escuchando desde que nací es ésta. Y ésta la compañía de todas mis horas. Lo había visto ya, en invierno, venir armado de largos y agudos cuchillos y traspasar nuestra carne acongojada de frío. Lo he sentido en verano, perezoso, amarillo de polen, acercarse con un gusto de miel silvestre entre los labios. Y anochece dando alaridos de furia. Y se remansa al mediodía, cuando el reloj del Cabildo da las doce. Y toca las puertas y derriba los floreros y revuelve los papeles del escritorio y hace travesuras con los vestidos de las muchachas. Pero nunca, hasta hoy, había yo venido a la casa de su albedrío. Y me quedo aquí, con los ojos bajos porque (la nana me lo ha dicho) es así como el respeto mira a lo que es grande.

–Pero qué tonta eres. Te distraes en el momento en que gana el papalote de tu hermano.

Él está orgulloso de su triunfo y viene a abrazar a mis padres con las mejillas encendidas y la respiración entrecortada. 

Empieza a oscurecer. Es hora de regresar a Comitán. Apenas llegamos a la casa busco a mi nana para comunicarle la noticia.

–¿Sabes? Hoy he conocido el viento.

Ella no interrumpe su labor. Continúa desgranando el maíz, pensativa y sin sonrisa. Pero yo sé que está contenta.

–Eso es bueno, niña. Porque el viento es uno de los nueve guardianes de tu pueblo.  


Extractos tomados de
Balún Canán. Edición de Dora Sales, Madrid: Cátedra: Letras Hispánicas, 2004.
Título original: Balún Canán, de Rosario Castellanos, 6o ed., pp. 5-19
D.R. © 1957, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho Ajusco 227, 14110 Ciudad de México

 

Foto: Diego Lozano, Unsplash.
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Cartas a Ricardo https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/cartas-a-ricardo/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/cartas-a-ricardo/#respond Mon, 23 Sep 2024 11:01:37 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36876 Nota de la traductora: Rosario Castellanos escribió las cinco cartas y el telegrama aquí publicados entre 1951 y 1952. La autora escribió las cartas a Ricardo Guerra Tejada mientras viajaba de Ciudad de México a La Concordia, Chiapas y a Chapatengo, el rancho que heredó junto con su medio hermano, Raúl Castellanos, ubicado al suroeste de Comitán. El verano anterior, había regresado de un año de posgrado en Madrid. En estas notables cartas, Castellanos escribe acerca de su dedicación a su carrera literaria. La lectora presencia su lucha, al escribir, para definirse en conflicto directo con las expectativas de la sociedad.

 

 

Tuxtla, 11 de diciembre de 1951

Mi querido Ricardo:

Llegué ayer en la mañana. Fue un viaje todo accidentado y tuve que quedarme a dormir en Tehuantepec, en un hotel lleno de arañas y bichos. Mi hermano me recibió un poco receloso pero cinco minutos después estaba todo amable y cariñoso. Hasta ahora las cosas marchan perfectamente bien. Pasado mañana salimos para Chapatengo. Ojalá que continuemos en esta disposición de ánimo. 

Tengo muchas cosas que contarle. Cada cosa que veo o me sucede me lleva a pensar en usted y en usted. Es algo ya obsesivo. He estado considerando con gran insistencia y cuidado nuestra situación y me he dado cuenta de que hasta ahora he sido una infecta egoísta y que usted realmente debe quererme mucho para soportar mi modo de ser y las cosas que hago. Quiero que todo cambie, quiero ser como usted quiere, hago miles de propósitos de enmienda, pero donde me acuerdo que usted no puede hacerme el menor reproche sin que yo me enfurezca, me enfurezco. 

Lo amo, todo lo que soy capaz de amar, más de lo que he amado jamás a nadie. Pero lo amo muy mal; no sé; es toda una ansia posesiva, una sed de usted, un deseo de estar íntegramente en usted, un dolor de estar separados aun cuando estemos juntos, unos celos inenarrables, un temblor constante. No, ya no quiero analizar. En Puebla fui muy feliz, sobre todo la última noche. Hubiera querido, como Fausto, detener ese minuto, el más bello, el de mayor plenitud en mi vida. Los dos abandonamos (por lo menos, yo lo sentí así) nuestra reserva y nos entregamos. Lo malo es que el día y la vida están compuestos de innumerables minutos donde cada uno es cada uno y apenas si reconoce, cuando ve al otro, a ese ser que ama y en quien aniquila su soledad. Pero es necesario que ese minuto de plenitud tiña a todos los demás, los sobrepase, los supere. 

No olvide que lo amo; cuídeme en usted. No me seas excesivamente infiel, no se dispare demasiado y ámeme también un poquito.

Su Rosario 

 

TELEGRAMA

Tuxtla Gutiérrez, Chis, 12 de diciembre de 1951
Ricardo Guerra Tejada
Xola 715
Del Valle, D.F.
Llegué bien. Envío carta. Te amo.

Rosario Castellanos

 

 

Tuxtla, 12 de diciembre de 1951

Mi querido Ricardo:

Quise enviarte hoy la carta que te escribí ayer, pero el correo estaba cerrado porque aquí el día de Guadalupe casi casi es nacional. Esto me llenó de angustia metafísica. Esto me llenó de angustia metafísica y por ese motivo le puse un telegrama, para tranquilizarme. Es horrible que me conozca usted tan bien. Usted me predijo en Puebla que conforme creciera nuestra ausencia crecería mi amor. Acertó usted pero no se imagina en qué cantidad. Estoy triste, desesperada, no puedo estarme quieta en ninguna parte. Siento un malestar físico de no estar con usted. Estoy como intoxicada de su presencia. Me hace falta como una droga. Es una cosa enfermiza. Para calmarme debo cambiar de pensamiento. Pero no puedo. Ahora que estoy sin usted me hace falta Lolita. Si no fuera por esta absoluta sensación de carencia, de carencia de usted, estaría feliz. Porque mi hermano ha estado muy amable y me siento a gusto con él. No hay tensión. Nos estamos juntos y callados todo el día. De pronto nos entra un ataque de ternura y nos abrazamos o jugamos damas y le gano siempre. Esto me preocupo mucho. Afortunada en el juego… Me sorprendo haciendo esfuerzos por no hablar en voz alta, por no ordenar la comida antes que él disponga, por no contestar cuando alguien pregunta algo. Él se me queda viendo muy sorprendido. Mi mansedumbre le asusta. 

¿Cómo ha seguido usted? ¿Ya nunca más el malestar de cabeza? ¿Han seguido inyectándolo? Deseo mucho, mucho, que se sienta bien y que su mejoría perdure. ¿Ha paseado mucho? ¿A cuántas Lupes felicitó? No me conteste, infame.

¿Le llevó sus encargos a Laura? ¿Leyó las obras completas de María Luisa Algarra? Yo estoy leyendo La peste de Camus y leí ayer Si yo fuera usted de Julien Green. Peor que Leviatán. Parece imposible. 

Mañana muy temprano salimos a La Concordia. ¿Cómo soportaré estos días? Estoy a punto ya del alarido; triste, intranquila, no hallo “centro ni reposo”. Quisiera yo hacer algo, tener un ataque o cortarme las venas, para que en vez de ir a La Concordia me lleven a México. Y allí verlo a usted y abrazarlo y pelearnos y amarlo frenéticamente, como ahora. 

Rosario

 

Mi querido Ricardo:

Es el mismo día 13, pero después de medianoche. Y como le prometí escribirle a diario… Es casi un sofisma; pero es eficaz puesto que me permite escribirle.

Tuxtla es un lugar increíble; estoy casi de acuerdo con usted en que Chiapas no existe. Fíjese: su capital cuenta con un palacio de la cultura, varios museos arqueológicos, una universidad, un mapa en relieve del estado, un parque zoológico bien nutrido, el jardín botánico más importante de la República, una sociedad de amigos de las orquídeas, etc. Con esto te formas una idea muy favorable de los que es; si quieres conservarla, no vengas. Encontrarías un lugar sin calles pavimentadas, sin drenajes, sin casas, con un solo y méndigo cine y con un Hotel Jardín completamente antológico, como la revista América. 

Por ejemplo: ten dan una habitación con 2 camas y sólo una toalla. Si reclamas te regañan por bañarte demasiado. O pintan todas las puertas y no avisan. Y cuando te llenas de pintura y te enojas te dicen que eres el décimo a quien eso le sucede. Sólo les preocupa la estadística. Y si en la noche quieres descansar y dormir no puedes, porque en el patio hay marimba y baile. Y si protestas te dicen que pareces viejo, que no sabes divertirte. Es delicioso. Grrrrrr.

Hemos ido al cine. Vimos Fierecilla con Rosita Arenas y Flor de sangre con Esther Fernández. No lograron consolarme de no haber logrado ver La marquesa del barrio

Y usted, ¿qué ha hecho? ¿Cuándo me va a escribir? Ya sabe dónde: a La Concordia. Tengo una absoluta necesidad de tener noticias tuyas. No se ponga menesteroso, por favor. 

¿Siempre se va a Acapulco? Cuéntame, dígame todo.

Y ahora, mi vida, buenas noches. Quisiera estar cerca de usted, besarlo. ¿Sabe que me gusta mucho más ahora que antes de irme? ¿Por qué dice que no? ¿No se está proyectando? No, por favor, no. Yo necesito gustarle tanto como usted a mí. Me hace mucha falta. Ya no quiero pelear con usted; y aunque pelee no importa. Yo lo amo, por encima de todo lo que digamos usted o yo, las palabras no tienen ninguna fuerza. El amor tiene su propia certidumbre. 

Escríbame pronto. Ámeme también un poco. 

Rosario 

 

 

Chapatengo, 15 de diciembre, 1950

Mi querido Ricardo:

La primera carta legible, desde que nos separamos. Para decirle que estoy triste y que estoy triste y ¿qué más? Hay muchas otras cosas más; pero yo quiero tener carta suya, una carta larga, larga, que diga muchas cosas, que explique. Naturalmente no me la va usted a escribir. Y así me impedirá usted una hermosa y larga y explícita carta de respuesta. Pero, ¿qué quiere usted? Ha insistido tanto en que cese mi monólogo, que ahora exijo un diálogo. Precisamente cuando no hay interlocutor.

Pero basta de alusiones vagas y sibilinas. Seamos abstractos y objetivos. Hice el viaje con felicidad. De Tuxtla a la Concordia en avión; ningún movimiento imprevisto, ninguna traicionera bolsa de aire; abajo un río, inmóvil. Y árboles microscópicos y animales que deberían estar allí pero que era imposible distinguir. Luego el forzoso aterrizaje. La Concordia, ancha, con sus paredes encaladas, con sus calles arenosas. El cielo azul, implacablemente azul. Y de pronto, disparada en contra suya, una palmera. Estuvimos allí algunas horas, en la única casa donde dan posada al peregrino. Dormitando, caminando sin ton ni son para desperezarse. Jugamos damas chinas, primero con mi hermano. Le gané. Luego con el dueño de la casa. Le gané. Por último con un señor que tenía unas chistosísimas teorías que estarían muy bien si las aplicara al ajedrez, pero que en damas son un fracaso. Le gané. Y me dio mucho gusto porque era presumido y furioso. Pero estoy alarmada. Esta racha de suerte en el juego. ¡Campeona de damas chinas? Era lo único que me faltaba ser. 

Salimos de allí al atardecer. Me dieron el único caballo que sé montar. Me gustaría que tuviera un nombre romántico o legendario. Pero se llama modesta y ridículamente: Barril. Camina bien. Es “de andar”, como dicen aquí. Nos cogió la noche en el camino. Tardó un poco en salir la luna; mientras tanto, el caballo iba tropezándose con todo, y cayendo. Sospecho que es más miope que yo. Yo venía cantado para asustar al miedo y para hacerme la ilusión de que no me cansaba. No me cansé. Pero en cuanto tuve a mi alcance una cama me abalancé a ella y quedé dormida.

No traje libros. Mi hermano ha mandado los que tenía a Comitán. El radio está descompuesto. No hay absolutamente nada qué hacer. Se despierta uno temprano porque las gallinas y los cerdos y las vacas cascarean, gruñen, mugen, conjugan todos esos verbos que uno nunca sabe exactamente a quién corresponden. Tomo una taza de café con pan y se queda otro rato en la cama hasta que sube el sol. Luego se arregla el cuarto, se repara algún desperfecto sucedido indefectiblemente en alguna parte durante el curso de la noche anterior, se almuerza y se entra en un túnel de varias horas vacías en las que no puedes siquiera ocupar la hamaca porque le da el sol. Hoy para entretenernos organizamos una diversión que nos tuvo ocupados toda la mañana: Raúl me rapó. Primero con tijeras; zas; afuera con los mechones de pelo; luego con otras tijeras más finas, cortarlo hasta dejarlo pequeñito. Por último con la máquina de afeitar. Me dejó la cabeza reluciente, pulida, lisa. Nos divertimos mucho. Y además así no puedo irme, aunque quiera, hasta que me crezca, aunque sea un centímetro, el pelo. A ver qué jueguito se nos ocurre mañana.

En la mañana vino a verme una muchachita que no conocía yo; me trajo de regalo unos huevos. Le pregunté quién era, desde cuándo estaba aquí. Hace poco. Pues hace apenas cuatro días que su mamá se juntó con uno de los vaqueros. Y lo dice tan tranquila. Debe estar muy acostumbrada. Me dio como un escalofrío cuando la oí. Hoy por primera vez tuve la tentación de decir malas palabras. Las que sé; las que estoy oyendo desde que llegué. Aquí es el único medio de expresión. Decir una mala palabra aquí es como abanicarse. Refresca. Y eso que ahora no hace calor; al contrario. Casi hay frío. Sobre todo de noche. Hay que ponerse miles de cobijas.

Toda la gente tiene paludismo.

Mis relaciones con Raúl, más cordiales que nunca; me siento muy bien, muy contenta a su lado. Tiene un paquete con todas las cartas que le he enviado. ¡Excepto las últimas dos: en la que le contaba que quería casarme y la respuesta a su respuesta a esta carta! Es curioso que no las conserve ¿no te parece? Está ahora mucho más asentado, más seguro de si mismo, más tranquilo que antes. Qué gusto me da. No creo que sea feliz. Pero no creo que sufra tanto como antes. Y pensar que hace dos años me desesperaba pensando que todo lo que se hiciera con él era ya inútil. Tiene ahora conciencia de su valor y su habilidad. En el rancho lo respetan y lo toman en serio y lo conocen. Y se siente todo importante. Me alegro mucho, mucho, en realidad. Me regaló hoy unos pañuelos de seda. Tienen su nombre marcado. Se los regaló a él una muchacha pero no había querido usarlos. Por otra parte me preguntaba si quería poner mi carta sabiendo que era para ti. Respiré. No le gustó mucho el regalo que le traje de España. Pero ni modo. De todos modos estamos contentos.

¿Ya leyó las obras completas de María Luisa Algarra? ¿Qué le parecieron? Cuéntame. Escríbame, por favor, que tengo una furiosa necesidad de noticias suyas. Déme una oportunidad para decirle muchas cosas. Dígame cómo se ha sentido, si no ha vuelto a ver a Cabrera; dígame si ha visto a Lolita, si han ido a entregar los encargos de Laura Beatriz, si se va usted de vacaciones a Acapulco, si tiene usted muchas posadas en perspectiva. Yo he decidido no darle más cuerda al reloj, no ver al calendario. Es el experimento más radical de soledad que haya intentado nunca. A ver qué sucede; si uno estalla, si se acostumbra, si escribe obras completas.

¿Se acuerda de mí a veces? ¿Cómo? Dígame. Otro día que esté menos literaria que hoy le enviaré una carta donde le diga cómo lo amo. Ahora nada más quiero que los sepa, así, escuetamente. Lo amo. 

Rosario

P.D.: Hoy le escribí a Lolita, a su mamá de Neto, a tía Elena, a tía Esperanza. A nadie más. 

 

 

Chapatengo, 22 de diciembre de 1951

Mi querido Ricardo:

Todos estos días he estado escribiéndote y rompiendo las cartas. Ninguna me ha parecido satisfactoria. Porque tengo algo importante qué decirte y no encuentro la manera adecuada. Porque temo no ser exacta y que me interpretes mal. Por eso quiero anticiparte que, diga lo diga, te amo. Pero se me ha presentado una cosa con una absoluta necesidad de ser dicha. Y no tengo más remedio que obedecerla. 

La vida está llena de sorpresas. ¿Te acuerdas en qué disposición de ánimo venía a Chapatengo? Esperaba encontrar aquí un ogro, una espina, un problema más que lo hacía intolerable, también sentimental. Recordaba con amargura y como queriendo huir, los episodios de mis viajes anteriores: el caballo que se encabritaba, las medicinas negadas, los ataques de rabia, etc. En suma, tenía yo mucho miedo porque ante una situación así no sé defenderme sino desapareciendo. Y vengo y me encuentro con un hermano equilibrado, maduro. Y en una conversación confidencial que tuvimos el domingo pasado, descubro que me conoce mejor que ninguna otra persona, que mide todo el alcance de mis defectos y, lo que es maravilloso, me acepta así y me quiere. Desde entonces la tensión terminó. Yo me siento completamente a mis anchas y me abandono completamente a él, sin ninguna suspicacia. Me siento muy, muy feliz. Pero no debo atribuirme ningún mérito de que nuestras relaciones vayan tan bien. Ha sido él, al través de todas nuestras dificultades, quien ha encontrado el hilo y ha desenredado la madeja. Yo hubiera continuado, durante años y años, manteniendo mi equivocada actitud. Que consistía, tú lo sabes muy bien, en hacer teatro. Porque siempre que estoy delante de otra persona, me coloco en su lugar, me miro como me imagino que me mirarían sus ojos y empiezo inmediatamente a actuar de acuerdo con esa mirada. En las relaciones superficiales con las personas a quienes no es tratar con mucha frecuencia ni muy íntimamente, esto no tiene mayor importancia. La farsa puede hacerse. Pero cuando las relaciones son de otra índole, la farsa, cualquiera que sea, es insostenible. Con mi hermano yo me había adjudicado un papel de lo más incómodo. Yo era la mujer fuerte. Mi corazón, una roca inconmovible. Mis convicciones, mis proyectos, claros y constantes. Y además yo era una amazona capaz de soportar ocho o diez horas a caballo sin mostrar el menor signo de fatiga, de asistir, sin pestañear, a las hierras (ese calor sofocante, esas nubes de polvo, esa cantidad de bichos picándolo a uno). Y además hábil para los negocios, capaz de sacar adelante el rancho. Cuando me pongo a ver esto, ahora, me da risa. ¿De dónde saqué una imagen tan estrafalaria? De Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, lo menos. Pero era un papel que me quedaba grande y me exigía un enorme esfuerzo. Todo el día tenía que estar cuidándome. Disimular que diez minutos después de subir al caballo quería apearme y sentarme a llorar de cansancio; que en las hierras me aburría como una ostra; que no entendía nada del precio, de la edad, del tamaño del ganado. Cuando era incapaz siquiera de distinguir un toro de un buey. Cuando jamás acababa de reconocer ni de identificar los potreros ni los corrales. Todo el tiempo tenía que estar sobre mí, vigilándome. Pero yo sabía que a pesar de todo mi teatro no podía resultar muy convincente, que por todos lados asomaba su oreja de falsedad. Por eso me irritaba (mejor dicho, me alarmaba) tanto que mi hermano me dijera que era miope. Imagínate a una amazona miope. Es completamente heterodoxo. Pero no quería darme por vencida y continuaba en la raya. Pero el esfuerzo que hacía en ocultarme me exigía pequeñas y constantes venganzas. Total, nuestra relación era un desastre. Ahora él, sin herirme, me muestra lo que soy. Un ser débil, sin ninguna madurez en ningún sentido, voluble, inconstante porque no sabe lo que quiere ni lo que debe ni lo que puede hacer. Que en un rancho debe estarse muy sentada en su casa mientras los hombres hacen las tareas de los hombres. Y que tiene derecho a dormir si quiere dormir, a escribir si lo necesita y a no entender nada del campo aunque se lo expliquen siempre. Y me lo dice, no para reprochármelo, sino para que no nos importe y nos portemos naturalmente y nos sintamos a gusto. Fíjate que felicidad. Ir al río y no meterme a una parte determinada porque me da miedo; ir al corral un rato a ver que vacunen a los becerros, pero en el momento en el que me aburro regresar a la casa. Tenderme en la hamaca y estarme horas sin hacer nada, simplemente pensando escribir sin necesidad de andar escondiéndome, levantarme tarde, oír radio hasta que me canso, utilizar su máquina siempre que es necesario, leer sus revistas sin pedir permiso, jugar damas y ganarle y no ponerme ofensivamente alegre ni tontamente culpable y perder y no considerarlo ofensa personal. ¿Qué soy miope? Bueno. Nunca me había sentido con nadie tan bien. Comparo esta relación con todas las otras que mantengo. ¿Por qué son tan problemáticas y yo siento su raíz frágil y tan susceptible de romperse? Porque estoy, en todas, desempeñando un papel, haciendo un esfuerzo que me exige tomarme, naturalmente, pequeñas venganzas muy molestas para todos. ¿Por qué lo hago? Por mi afán de agradar, porque creo que nadie va a aceptarme tal como soy. Mi intención es buena pero los resultados no pueden ser peores. Porque no engaño a nadie y sólo logro sentirme y hacer sentir a los demás sobre ascuas. Y estoy tratando siempre de encontrar una salida decorosa a situaciones cuya base es la angustia de esta pregunta: si se dan cuenta de cómo soy en realidad ¿qué sucederá? Y no debo esperar que todas y cada una de las personas con quienes mantengo relaciones difíciles se pongan a hacer investigaciones por su cuenta para averiguar cómo soy, y que una vez averiguado suceda el milagro de que se sientan muy tiernas y me digan que no importa, que de todos modos me aman. Por eso me he decidido a ir yo personalmente y, por más trabajo que me cueste, por más humillante y doloroso que me parezca, por más que este gesto me acobarde, desenmascararme. 

La primera máscara de la que era necesario despojarme (porque ésa modifica las demás) era la que me había fabricado para aparecer ante Wilberto. Desde hacía tres años yo me asomaba a él como a un espejo para contemplar una imagen que me halagaba profundamente: yo era un ser excepcional, completamente desligado de la tierra, presta a escuchar el primer llamado para emprender el vuelo. y dejaba que todos creyeran (y aun me esforzaba en creer yo también) que el rostro que yo les mostraba era el de un ser que padecía un amor puro, desinteresado, constante y, ay, imposible. Esto me daba un gran prestigio romántico. Pero si ese ser de fabricación casera y ese amor hubieran sido auténticos, alguna vez se hubieran manifestado en actos y no en simples cartas (que pueden confundirse con una simple predilección por cultivar determinado estilo literario) y de vez en cuando alguna precipitada y fugaz entrevista. Pero a la hora de los cocolazos ¿qué ha sucedido? Nada. Cualquier cosa que impidiera que nuestro romántico romance se realizara. Y antes yo me quedaba toda llena de remordimientos por mis negativas. Pero ahora estoy segura de que Wilberto tiene tanto miedo como yo de que alguna vez demos un paso serio en nuestros coqueteos. Pero como ahora estoy decidida a ser gente seria y a tirar por la borda toda clase de cadáveres, no importa cuál sea su antigüedad, me armé de valor (debería decir que me armé también de un bisturí) y le escribí a Wilberto una larga, muy larga carta, pintándole, desde mi punto de vista, nuestra situación. No sé qué pensará. Supongo que va a tener una muy desagradable sorpresa. Procuré no herirlo pero implacablemente verídica. Cuando la reciba sabrá que no tiene sentido volver a poner entre la palabra matrimonio. Amistad, sí. Le tengo mucho afecto. Y me ha dolido mucho destruirme ante sus ojos de manera tan inexorable. Pero era necesario, era necesario. Sólo comportándome así puedo aspirar a no despreciarme tanto.

Y ahora es preciso, Ricardo, que me despoje ante ti de otra máscara. Yo no sé cómo me ves tú. (¿Cómo iba yo a saberlo? Necesitaría fijarme en ti, en lo que piensas, en lo que quieres. Y eso jamás lo he hecho.) Yo sé que me veo, colocándome en tu lugar y al través de tus ojos, como una mujer tan femenina, tan tierna, tan dulce, tan leal, tan fiel, tan discreta y tan enamorada. 

¿De qué novela rosa he sacado este engendro? Lo ignoro. Lo único que puedo asegurarte (no te digo nada nuevo, te has dado perfectamente bien cuenta) es que yo no soy así. Yo soy de muy otro modo y te lo digo no con un orgullo y retador levantamiento de hombros que equivalga a un: “y qué”. Sino con humildad, pero con mis muy fundadas sospechas que no puedo cambiar. 

Vayamos por partes, procedamos con orden. Tan femenina…bueno, ni tanto. Puede que yo lo sea (no tengo especial interés en negarlo), puede que yo lo sea hasta mucho, pero junto a eso y tanto como eso, soy una ser asexuado que cree, nada más, y con cierta ferocidad y encarnizamiento, en su vocación. Y que esa vocación no es maternal ni amorosa sino desconsoladoramente literaria. Y que hasta ahora siempre que ambos aspectos han entrado en el conflicto el primero ha quedado completamente knocked out. Tan tierna… bueno, se me va a conceder esto habrá de ser con la salvedad de que sólo a ratos. La mayor parte del tiempo, dura y sarcástica. Tan dulce… ¿de veras? Tan leal. Hasta donde la lealtad está combatible con una morbosamente aguda sentido de la crítica y con la discrepancia casi total de opiniones. Tan fiel. Físicamente sí, de manera irreprochable. Estoy intacta. Nadie me ha tocado más que tú. Pero no olvidemos que he tenido sueños (no los pude evitar ¿cómo hubiera podido?), escribo cartas, las recibo emocionada. Tan discreta. Pero a veces tengo una necesidad tan grande de hacer confidencias. Y Lolita está tan cerca y es mi amiga más íntima. (Pero tampoco soy muy exigente para escoger auditorio. Cuando necesito desahogarme, esto es siempre que tengo algún remordimiento y tengo siempre muchos remordimientos, me despepito ante el primero que se me pone enfrente, soy completamente incapaz de guardar ningún secreto.) Y tan enamorada…Lo admito los días en que nos llevamos bien. Lo dudo o lo niego el resto del tiempo.

Yo sé que una gente así no puede satisfacer como novia, está muy lejos de lo que se necesita, de lo que se desea, de lo que se quiere. Sobre todo para ti, que más necesidad de amar, tienes necesidad de que te amen. Por eso he tratado de ser de otro modo, por lo menos de aparecer. Antes de irme esto me resultaba más o menos fácil y posible. No porque yo te quisiera entonces más que ahora (al contrario), no porque fuera más hábil, sino porque tú eras menos exigente. Yo veía, de manera inmediata, que mis tentativas tenían éxito y esto me alentaba a continuar. Pero ahora, haga lo que haga, ya no logro nada. Tú siempre te das cuenta de mis fallas. Y si sólo fuera tu lucidez, a la que tanto temo. Es también tu enervamiento, tu desesperación. Me reprochas mi egoísmo, mi falta de atención, mi empedernida dureza. Yo te juro que trato de destruirlos, de evitarlos. Inútil. Y entonces me siento como una pared a la que estuvieran golpeando para sacarle una sangre que no tiene. Me parece horrible comprobar a cada instante que carezco hasta de la más elemental generosidad, que todo mi alrededor es una barrera en la que no penetran ni tu voz ni tus actos. Yo te invento para mantenerte a distancia, no te veo, no te escucho. Y en vez de admitir este hecho tan evidente y de desatarme en interjecciones contra mí, me vuelvo, con una lógica muy femenina, en contra tuya. Empiezo a hacerte reproches para justificar de alguna manera mis fallas. Que según tú se reducen a una sola: no te amo lo suficiente. 

Pero lo peor es que dentro de toda esta monstruosidad que soy, te amo. Pero un amor que si yo pudiera describírtelo te parecería un insulto por su mezquindad y por lo diferente que es el amor que tú quieres tener, necesitas tener. Yo me avergüenzo de amar así (soy tan orgullosa que me creo obligada a hacerlo todo a la perfección) y empiezo a hacer una serie de gestos que son los que hacen otras personas cuando se enamoran. Pero tu observación no se escapa que detrás de esta gesticulación hay otra cosa a quien si se dejara en libertad se expresaría de otro modo.

No es que yo me esté escatimando. Todo lo que soy capaz de amar, te amo. Todo lo que una persona puede gustarme, me gustas. Tengo toda la voluntad de que nos llevemos bien. Pero si esto no te basta, será inútilmente doloroso que estemos forcejeando e hiriéndonos. Mírame bien, piénsalo bien. Y sin confiar en lo que puedo cambiar con el trato, la costumbre y los buenos consejos que me des, considera si te resulto o no satisfactoria. Si no, prefiero que me lo digas ahora. (En ese caso mi estancia en Chiapas se prolongarías indefinidamente.) Si me aceptas yo vuelvo toda feliz y tratamos de llevar adelante las cosas.

¿Cómo has seguido? ¿Continuaste inyectándote? ¿Te vas por fin a Acapulco? ¿Se fue Emilio a Europa? ¿Qué pasó con lo de Morelia? Estoy llena de preguntas. Tu respuesta debe ser universal.

Te envío grandes cantidades de felicitaciones de navidad y de año nuevo. Y todo, todo mi amor. 

Rosario

P.D.: Dile a Jorge que ya tengo la letra de “Modesta Ayala”. Que luego se la mando. Ahora estoy muy cansada. 

A Archie y Lucinda los he soñado dos veces. Mi pelo ha crecido un cuarto de centímetro. Estoy escribiendo teatro ¡en verso!

 

 

Chapatengo, 10 de enero de 1952

Mi querido Ricardo:

Realmente creo que no había necesidad de escribir esta carta. Bastaba haber prolongado el silencio. Pero las situaciones equívocas me enervan y prefiero terminar de una vez por todas con ésta. 

No quiero hacer un recuento de mis méritos, pero quiero decirte que hice todo lo que estuvo a mi alcance por prolongar un amor que no te preocupaste jamás de cuidar. No te negaré que cuando vine de México ya estaba yo muy decepcionada. Sin embargo, por lealtad, te escribí todavía algunas cartas y no te mostré cómo establa ya de mal las cosas en mí sino hasta cuando estuve segura de que no iba a utilizar mi libertad para casarme con otro, porque esto me parecía muy mal hecho, tratándose de quien se tratara, yo no podía hacerlo. En todo el tiempo que he estado aquí no he recibido ningún letra tuya. Debo interpretar tu silencio, ahora si inapelablemente, como una falta total de interés y amor. Y como yo ya no encuentro estas dos cosas donde siempre las encontré antes, en mí, no sé en realidad qué jueguito jugamos. 

Tampoco quiero echarte la culpa de nada. El afecto que siento por ti es mucho más semejante a la amistad que el amor. Y así es como te lo ofrezco. Pero como dudo mucho que te interese algo que tienes de sobra en muchas parte, no insisto.

Te suplico que le entregues a Lolita, si no lo has entregado a su dueña, las obras de María Luisa Algarra, así como también las cartas que me dirigieron a España y que tienes en tu poder. 

Saluda mucho a tu mamá, de mi parte. Dile que recibí su cartita tan amable y que la contestaré con mucho gusto. Y como no sé cómo despedirme de ti, no me despido, más que diciendo adiós. 

Rosario 
Título original: Cartas a Ricardo, de Rosario Castellanos, pp. 169-179 y 181
D.R. © Gabriel Guerra Castellanos

 

Foto: Rosario Castellanos, escritora mexicana, 1925-1974.
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“Cabecita blanca” de Rosario Castellanos https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2020/02/little-gray-head-rosario-castellanos/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2020/02/little-gray-head-rosario-castellanos/#respond Tue, 11 Feb 2020 06:57:39 +0000 http://latinamericanliteraturetoday.wp/2020/02/little-gray-head-rosario-castellanos/ La señora Justina miraba, como hipnotizada, el retrato de ese postre, con merengue y fresas, que ilustraba (a todo color) la receta que daba la revista.

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La señora Justina miraba, como hipnotizada, el retrato de ese postre, con merengue y fresas, que ilustraba (a todo color) la receta que daba la revista. La receta no era para los momentos de apuro —cuando el marido llega a la casa a las diez de la noche con invitados a cenar: compañeros de trabajo, el Jefe que estaba de buen humor y, casualmente, sin ningún compromiso; algún amigo de la adolescencia con el que se topó en la calle— y había que portarse a la altura de las circunstancias. No, la receta era para las grandes ocasiones: la invitación formal al Jefe al que se pensaba pedir un aumento de sueldo o de categoría; la puntilla al prestigio culinario y legendario de la suegra; la batalla de la reconquista de un esposo que empieza a descarriarse y quiere probar su fuerza de seducción en la jovencita que podía ser la compañera de estudios de su hija.

—Hola, mamá. Ya llegué.

La señora Justina apartó la mirada de aquel espejismo que ayudaba a fabricar su hambre de diabética sujeta a régimen y examinó con detenimiento, y la consabida decepción, a su hija Lupe. No, no se parecía, ni remotamente, a las hijas que salen en el cine que si llegaban a estas horas era porque se habían ido de paseo con un novio que trató de seducirlas y no logró más que despeinarlas o con un pretendiente tan respetuoso y de tan buenas intenciones que producía el efecto protector de una última rociada de spray sobre el crepé, laboriosamente organizado en el salón de belleza. No, Lupe no venía… descompuesta. Venía fatigada, aburrida, harta, como si hubiera estado en una ceremonia eclesiástica o merendando con unas amigas tan solitarias, tan sin nada que hacer ni de qué hablar como ella. Sin embargo, la señora Justina se sintió en la obligación de clamar:

—No le guardas el menor respeto a la casa… entras y sales a la hora que te da la gana, como si fueras hombre… como si fuera un hotel… no das cuenta a nadie de tus actos… si tu pobre padre viviera…

Por fortuna su pobre padre estaba muerto y enterrado en una tumba a perpetuidad en el Panteón Francés. Muchos criticaron a la señora Justina por derrochadora pero ella pensó que no era el momento de reparar en gastos cuando se trataba de una ocasión única y, además, solemne. Y ahora, bien enterrado, no dejaba de ser un detalle de buen gusto invocarlo de cuando en cuando, sobre todo porque eso permitía a la señora Justina comparar su tranquilidad actual con sus sobresaltos anteriores. Acomodada exactamente en medio de la cama doble, sin preocuparse de si su compañero llegaría tarde (prendiendo luces a diestra y siniestra y haciendo un escándalo como si fueran horas hábiles) o de si no llegaría porque había tenido un accidente o había caído en las garras de una mala mujer que mermaría su fortaleza física, sus ingresos económicos y su atención —ya de por sí escasa— a la legítima.

Cierto que la señora Justina siempre había tenido la virtud de preferir un esposo dedicado a las labores propias de su sexo en la calle que uno de esos maridos caseros que revisan las cuentas del mercado, que destapan las ollas de la cocina para probar el sazón de los guisos, que se dan maña para descubrir los pequeños depósitos de polvo en los rincones y que deciden experimentar las novísimas doctrinas pedagógicas en los niños.

—Un marido en la casa es como un colchón en el suelo. No lo puedes pisar porque no es propio; ni saltar porque es ancho. No te queda más que ponerlo en su sitio. Y el sitio de un hombre es su trabajo, la cantina o la casa chica.

Así opinaba su hermana Eugenia, amargada como todas las solteronas y, además, sin ninguna idea de lo que era el matrimonio. El lugar adecuado para un marido era en el que ahora reposaba su difunto Juan Carlos.

Por su parte, la señora Justina se había portado como una dama: luto riguroso dos años, lenta y progresiva recuperación, telas a cuadros blancos y negros y ahora el ejemplo vivo de la conformidad con los designios de la Divina Providencia: colores serios.

—Mamá, ayúdame a bajar el cierre, por favor.

La señora Justina hizo lo que le pedía Lupe y no desaprovechó la ocasión de ponderar una importancia que sus hijos tendían a disminuir.

—El día en que yo te falte…

—Siempre habrá algún acomedido ¿no crees? Que me baje el cierre aunque no sea más que por interés de los regalos que yo le dé.

He aquí el resultado de seguir los consejos de los especialistas en relaciones humanas: “sea usted amiga, más que madre; aliada, no juez”. Muy bien. ¿Y ahora qué hacía la señora Justina con la respuesta que ni siquiera había provocado? ¿Poner el grito en el cielo? ¿Asegurarle a Lupe que le dejaría en su testamento lo suficiente como para que pudiera pagarse un servicio satisfactorio de baja-cierres? Por Dios, en sus tiempos una muchacha no se daba por entendida de ciertos temas por respeto a la presencia de su madre. Pero ahora, en los tiempos de Lupe, era la madre la que no debía darse por entendida de ciertos temas que tocaba su hija.

¡Las vueltas que da el mundo! Cuando la señora Justina era una muchacha se suponía que era tan inocente que no podía ser dejada sola con un hombre sin que él se sintiera tentado de mostrarle las realidades de la vida subiéndole las faldas o algo. La señora Justina había usado, durante toda la época de su soltería y, sobre todo, de su noviazgo, una especie de refuerzo de manta gruesa que le permitía resistir cualquier ataque a su pureza hasta que llegara el auxilio externo. Y que, además permitía a su familia saber con seguridad que si el ataque había tenido éxito fue porque contó con el consentimiento de la víctima.

La señora Justina resistía siempre con arañazos y mordiscos las asechanzas del demonio. Pero una vez sintió que estaba a punto del desfallecimiento. Se acomodó en el sofá, cerró los ojos… y cuando volvió a abrirlos estaba sola. Su tentador había huido, avergonzado de su conducta que estuvo a punto de llevar a una joven honrada al borde del precipicio. Jamás procuró volver a encontrarla pero cuando el azar los reunía él la miraba con extremo desprecio y si permanecían lo suficientemente próximos como para poder hablarle al oído sin ser escuchado más que por ella, le decía:

—¡Piruja!

La señora Justina pensó en el convento como único resguardo contra las flaquezas de la carne pero el convento exigía una dote que el mediano pasar de su padre —bendecido por el cielo con cinco hijas solteras— convertía en un requisito imposible de cumplir. Se conformó, pues, con afiliarse a cofradías piadosas y fue en una reunión mixta de la ACJM donde conoció al que iba a desposarla.

Se amaron, desde el primer momento, en Cristo y se regalaban, semanalmente, ramilletes espirituales. “Hoy renuncié a la ración de cocada que me correspondía como postre y cuando mi madre insistió en que me alimentara, fingí un malestar estomacal. Me llevaron a mi cuarto y me dieron té de manzanilla, muy amargo. Ay, más amarga era la hiel en que empaparon la esponja que se acercó a los labios de Nuestro Señor cuando, crucificado, se quejaba de tener sed”.

La señora Justina se sentía humilladísima por los alcances de Juan Carlos. Lo de la cocada a cualquiera se le ocurría, pero lo de la esponja… Se puso a repasar el catecismo pero nunca atinó a establecer ningún nexo entre los misterios de la fe o los pasos de la historia divina y los acontecimientos cotidianos. Lo que le sirvió, a fin de cuentas (por aquel precepto evangélico de que los que se humillen serán ensalzados) para comprobar que los caminos de la Providencia son inescrutables. Gracias a su falta de imaginación, a su imposibilidad de competir con Juan Carlos, Juan Carlos cayó redondo a sus pies. Dijera lo que dijera provocaba siempre un ¡ah! de admiración tanto en la señora Justina cuanto en el eco dócil de sus cuatro hermanas solteras. Fue con ese ¡ah! con el que Juan Carlos decidió casarse y su decisión no pudo ser más acertada porque el eco se mantuvo incólume y audible durante todos los años de su matrimonio y nunca fue interrumpido por una pregunta, por un comentario, por una crítica, por una opinión disidente.

Ahora, ya desde el puerto seguro de la viudez —inamovible, puesto que era fiel a sus recuerdos y puesto que había heredado una pensión suficiente para sus necesidades— la señora Justina pensaba que quizá le hubiera gustado aumentar su repertorio con algunas otras exclamaciones. La de la sorpresa horrorizada, por ejemplo, cuando vio por primera vez, desnudo frente a ella y frenético, quién sabe por qué, a un hombre al que no había visto más que con la corbata y el saco puestos y hablando unciosamente del patronazgo de San Luis Gonzaga al que había encomendado velar por la integridad de su juventud. Pero le selló los labios el sacramento que, junto con Juan Carlos, había recibido unas horas antes en la Iglesia y la advertencia oportuna de su madre quien, sin entrar en detalles, por supuesto, la puso al tanto de que en el matrimonio no era oro todo lo que relucía. Que estaba lleno de acechanzas y peligros que ponían a prueba el temple de carácter de la esposa. Y que la virtud suprema que había que practicar si se quería merecer la palma del martirio (ya que a la de la virginidad se había renunciado automáticamente al tomar el estado de casada) era la virtud de la prudencia. Y la señora Justina entendió por prudencia el silencio, el asentimiento, la sumisión.

Cuando Juan Carlos se volvió loco la noche misma de la boda y le exigió realizar unos actos de contorsionismo que ella no había visto ni en el Circo Atayde, la señora Justina se esforzó en complacerlo y fue lográndolo más y más a medida que adquiría práctica. Pero tuvo que calmar sus escrúpulos de conciencia (¿no estaría contribuyendo al empeoramiento de una enfermedad que quizá era curable cediendo a los caprichos nocturnos de Juan Carlos en vez de llevarlo a consultar con un médico?) en el confesionario. Allí el señor cura la tranquilizó asegurándole que esos ataques no sólo eran naturales sino transitorios y que con el tiempo irían perdiendo su intensidad, espaciándose hasta desaparecer por completo.

La boca del Ministro del Señor fue la de un ángel. A partir del nacimiento de su primer hijo Juan Carlos comenzó a dar síntomas de alivio. Y gracias a Dios, porque con la salud casi recuperada por completo podía dedicar más tiempo al trabajo en el que ya no se daba abasto y tuvieron que conseguirle una secretaria.

Muchas veces Juan Carlos no tenía tiempo de llegar a comer o a cenar a su casa o se quedaba en juntas de consejo hasta la madrugada. O sus jefes le hacían el encargo de vigilar las sucursales de la Compañía en el interior de la República y se iba, por una semana, por un mes, no sin recomendar a la familia que se cuidara y que se portara bien. Porque ya para entonces la familia había crecido: después del varoncito nacieron dos niñas.

El varoncito fue el mayor y si por la señora Justina hubiera sido no habría encargado ninguna otra criatura porque los embarazos eran una verdadera cruz, no sólo para ella, que los padecía en carne propia, sino para todos los que la rodeaban. A deshoras del día o de la noche le venía un antojo de nieve de guanábana y no quedaba más remedio que salir a buscarla donde se pudiera conseguir. Porque ninguno quería que el niño fuera a nacer con alguna mancha en la cara o algún defecto en el cuerpo, como consecuencia de la falta de atención a los deseos de la madre.

En fin, la señora Justina no tenía de qué quejarse. Allí estaban sus tres hijos buenos y sanos y Luisito (por San Luis Gonzaga, del que Juan Carlos seguía siendo devoto) era tan lindo que lo alquilaban como niño Dios en la época de los nacimientos.

Se veía hecho un cromo con su ropón de encaje y con sus caireles rubios que no le cortaron hasta los doce años. Era muy seriecito y muy formal. No andaba, como todos los otros muchachos de su edad, buscando los charcos para chapotear en ellos ni trepándose a los árboles ni revolcándose en la tierra. No, él no. La ropa le dejaba de venir, y era una lástima, sin un remiendo, sin una mancha, sin que pareciera haber sido usada. Le dejaba de venir porque había crecido. Y era un modelo de conducta. Comulgaba cada primer viernes, cantaba en el coro de la Iglesia con su voz de soprano, tan limpia y tan bien educada que, por fortuna, conservó siempre. Leía, sin que nadie se lo mandara, libros de edificación.

La señora Justina no hubiera pedido más pero Dios le hizo el favor de que, aparte de todo, Luisito fuera muy cariñoso con ella. En vez de andar de parranda (como lo hacían sus compañeros de colegio, y de colegio de sacerdotes ¡qué horror!) se quedaba en la casa platicando con ella, deteniéndole la madeja de estambre mientras la señora Justina la enrollaba, preguntándole cuál era su secreto para que la sopa de arroz le saliera siempre tan rica. Y a la hora de dormirse Luisito le pedía, todas las noches, que fuera a arroparlo como cuando era niño y que le diera la bendición. Y aprovechaba el momento en que la mano de la señora Justina quedaba cerca de su boca para robarle un beso. ¡Robárselo! Cuando ella hubiera querido darle mil y mil y mil y comérselo de puro cariño. Se contenía por no encelar a sus otras hijas y ¡quién iba a creerlo! por no tener un disgusto con Juan Carlos.

Que, con la edad, se había vuelto muy majadero. Le gritaba a Luisito por cualquier motivo y una vez, en la mesa, le dijo… ¿qué fue lo que le dijo? La señora Justina ya no se acordaba pero ha de haber sido algo muy feo porque ella, tan comedida siempre, perdió la paciencia y jaló el mantel y se vino al suelo toda la vajilla y el caldo salpicó las piernas de Carmela, que gritó porque se había quemado y Lupe aprovechó la oportunidad para que le diera el soponcio y Juan Carlos se levantó, se puso su sombrero y se fue, muy digno, a la calle de la que no volvió hasta el día de la quincena.

Luisito… Luisito se separó de la casa porque la situación era insostenible. Había conseguido un trabajo muy bien pagado en un negocio de decoración. Lo del trabajo debía de haberle tapado la boca a su padre, pero ¡que esperanzas! Seguía diciendo barbaridades hasta que Luisito optó por venir a visitar a la señora Justina a las horas en que estaba seguro de no encontrarse con el energúmeno de su papá.

No tenía que complicarse mucho. La Señora Justina estaba sola la mayor parte del día, con las muchachas ya encarriladas en una oficina muy decente y con el marido sabe Dios dónde. Metido en problemas, seguro. Pero de eso más valía no hablar porque Juan Carlos se irritaba cuando su mujer no entendía lo que le estaba diciendo.

Una vez la señora Justina recibió un anónimo en el que “una persona que la estimaba” la ponía al corriente de que Juan Carlos le había puesto casa a su secretaria. La señora Justina estuvo mucho rato viendo aquellas letras desiguales, groseramente escritas, que no significaban nada para ella, y acabó por romper el papel sin comentar nada con nadie. En esos casos la caridad cristiana manda no hacer juicios temerarios. Claro que lo que decía el anónimo podía ser verdad. Juan Carlos no era un santo sino un hombre y como todos los hombres, muy material. Pero mientras a ella no le faltara nada en su casa y le diera su lugar y respeto de esposa legítima, no tenía derecho a quejarse ni por qué armar alborotos.

Pero Luisito, que estaba pendiente de todos los detalles, pensó que su mamá estaba triste tan abandonada y el diez de mayo le regaló una televisión portátil. ¡Qué cosas se veían, Dios del cielo! Realmente los que escriben las comedias ya no saben ni qué inventar. Unas familias desavenidas en las que cada quien jala por su lado y los hijos hacen lo que se les pega la gana sin que los padres se enteren. Unos maridos que engañan a las esposas. Y unas esposas que no eran más tontas porque no eran más grandes, encerradas en sus casas, creyendo todavía lo que les enseñaron cuando eran chiquitas: que la luna es queso.

¡Válgame! ¿Y si esas historias sucedieran en la realidad? ¿Y si Luisito fuera encontrándose con una mañosa que lo enredara y lo obligara a casarse con ella? La señora Justina no descansó hasta que su hijo le prometió formalmente que nunca, nunca, nunca se casaría sin su consentimiento. Además ¿por qué se preocupaba? Ni siquiera tenía novia. No le hacía ninguna falta, decía, abrazándola, mientras tuviera con él a su mamacita.

Pero había que pensar en el mañana. La señora Justina no le iba a durar siempre. Y aunque le durara. No estaba bien que Luisito viviera como un gitano.

Para desengañarla Luisito la llevó a conocer su departamento. ¡Qué precioso lo había arreglado! No en balde era decorador. Y en cuanto a servicio había conseguido un mozo, Manolo, porque las criadas son muy inútiles, muy sucias y todas las mujeres, salvo la señora Justina, su mamá, muy malas cocineras.

Manolo parecía servicial: le ofreció té, le arregló los cojines del sillón en el que la señora Justina iba a sentarse, le quitó de encima el gato que se empeñaba en sobarse contra sus piernas. Y, además, Manolo era agradable, bien parecido y bien presentado. Menos mal. Se había sacado la lotería con Luisito porque lo trataba con tantos miramientos como si fuera su igual: le permitía comer en la mesa y dormir en el couch de la sala porque el cuarto de la azotea, que era el que le hubiera correspondido, tenía muy buena luz y se usaba como estudio.

La única espina era que Luisito y Juan Carlos no se hubieran reconciliado. No iba a ceder el rigor del padre ni el orgullo del hijo sino ante la coyuntura de la última enfermedad. Y la de Juan Carlos fue larga y puso a prueba la ciencia de los médicos y la paciencia de los deudos. La señora Justina se esmeraba en cuidar a su marido, que nunca tuvo buen temple para los achaques y que ahora no soportaba sus dolores y molestias sin desahogarse sobre su esposa encontrando torpes e inoportunas sus sugerencias, insuficientes sus desvelos, inútiles sus precauciones. Sólo ponía buena cara a las visitas: la de sus compañeros de trabajo, que empezaron siendo frecuentes y acabaron como las apariciones del cometa. La única constante fue la secretaria (¡pobrecita, tan vieja ya, tan canosa, tan acabada! ¿Cómo era posible que alguien se hubiera cebado en su fama calumniándola?) y traía siempre algún agrado: revistas, frutas que Juan Carlos alababa con tanta insistencia que sus hijas salían disgustadas del cuarto. ¡Muchachas díscolas! En cambio Luisito guardaba la compostura, como bien educado que era, y por delicadeza, porque no sabía cómo iba a ser recibido por su padre, la primera vez que quiso hacerle un regalo no se lo entregó personalmente sino que encargó a Manolo que lo hiciera.

Fue así como Manolo entró por primera vez en la casa de la señora Justina y supo hacerse indispensable a todos, al grado de que ya a ninguno le importaba que viniera acompañando a Luisito o solo. Sabía poner inyecciones, preparaba platillos de sorpresa después del último programa de televisión y acompañaba a la secretaria de regreso a su casa que, por fortuna, no quedaba muy lejos —unas dos o tres cuadras— y se llegaba fácilmente a pie.

En el velorio de Juan Carlos más parecía Manolo un familiar que un criado y nadie tomó a mal que recibiera el pésame vestido con un traje de casimir negro que Luisito le compró especialmente para esa ocasión.

Tiempos felices. A duras penas se prolongaron durante el novenario pero después la casa volvió a quedar como vacía. La secretaria se fue a vivir a Guanajuato, a las muchachas no les alcanzaba el tiempo repartido entre el trabajo y las diversiones. El único que, por más ocupado que estuviera siempre se hacía un lugar para darle un beso a su “cabecita blanca” —como la llamaba cariñosamente— era Luisito. Y Manolo caía de cuando en cuando con un ramo de flores, más que para halagar a la señora Justina (eso no se le escapaba a ella, ni que fuera tonta) para lucir algún anillo de piedra muy vistosa, un pisacorbata de oro, un par de mancuernas tan payo que decía a gritos que su dueño nunca antes había tenido dinero y que no sabía cómo gastarlo.

Las muchachas se burlaban de él diciéndole que no fuera malo, que no les hiciera la competencia y anunciándole que si alguna vez conseguían novio no iban a presentárselo para no correr el riesgo de que las plantara y se fuera con su rival. Manolo se reía haciendo unos visajes muy chistosos y cuando Carmela, la mayor, le comunicó a su familia que iba a casarse con un compañero de trabajo y organizaron una fiestecita para formalizar las relaciones, Manolo se comprometió a ayudar en la cocina y a servir la mesa. Así se hizo pero Carmela se olvidó de Manolo a la hora de las presentaciones y Manolo entraba y salía de la sala donde todos estaban platicando como si él no existiera o como si fuera un criado.

Cuando los invitados se despidieron Manolo estaba llorando de sentimiento sobre la estufa salpicada de la grasa de los guisos. Entonces entró Carmela palmoteando de gusto porque le había ganado la apuesta. ¿Ya no se acordaba de que quedaron de que si alguna vez tenía novio no se lo iba a presentar a Manolo? Bueno, pues, había mantenido su palabra y ahora exigía que Manolo le cumpliera porque además se lo tenía bien merecido por presuntuoso y coqueto. Manolo lloraba más fuerte y se fue dando un portazo. Pero al día siguiente ya estaba allí, con una caja de chocolates para Carmela, y dispuesto a entrar en la discusión de los detalles del traje de bodas y los adornos de la Iglesia.

¡Pobre Carmela! ¡Con cuánta ilusión hizo sus preparativos! Y desde el día en que regresó de la luna de miel no tuvo sosiego: un embarazo muy difícil, un parto prematuro a los siete meses exactos como que contribuyeron a alejar al marido, ya desobligado de por sí, que acabó por abandonarla y aceptar un empleo como agente viajero en el que nadie supo ya cómo localizarlo.

Carmela se mantenía sola y le pedía a la señora Justina que la ayudara cuidando a los niños. Pero en cuanto estuvieron en edad de ir a la escuela se fueron distanciando cada vez más y no se reunían más que en los cumpleaños de la señora Justina, en las fiestas de Navidad, en el día de las madres.

A la señora Justina le molestaba que Carmela pareciera tan exagerada para arreglarse y para vestirse y que estuviera siempre tan nerviosa. Por más que gritaba los niños no la obedecían y cuando ella los amenazaba con pegarles ellos la amenazaban, a su vez, con contarle a su tío a qué horas había llegado la noche anterior y con quien.

La señora Justina no alcanzaba a entender por qué Carmela temía tanto a Luisito pues en cuanto sus hijos decían “mi tío” ella les permitía hacer lo que les daba la gana. Temer a Luisito, que era una dama y que ahora andaba de viaje por los Estados Unidos con Manolo, era absurdo; pero cuando la señora Justina quiso comentarlo con Lupe no tuvo como respuesta más que una carcajada.

Lupe estaba histérica, como era natural, porque nunca se había casado. Como si casarse fuera la vida perdurable. Pocas tenían la suerte de la señora Justina que se encontró un hombre bueno y responsable. ¿No se miraba en el espejo de su hermana que andaba siempre a la cuarta pregunta? Lupe, en cambio, podía echarse encima todo lo que ganaba: ropa, perfumes, alhajas. Podía gastar en paseos y viajes o en repartir limosna entre los necesitados.

Cuando Lupe escuchó esta última frase estalló en improperios: la necesitada era ella, ella que no tenía a nadie que la hubiera querido nunca. Le salían como espuma por la boca, nombres entremezclados, historias sucias, quejas desaforadas. No se calmó hasta que Luisito —que regresó de muy mal humor de los Estados Unidos donde se le había perdido Manolo— le plantó un par de bofetadas bien dadas.

Lupe lloró y lloró hasta quedarse dormida. Después como si se le hubiera olvidado todo, se quedó tranquila. Pasaba sus horas libres tejiendo y viendo la televisión y no se acostaba sin antes tomar una taza de té a la que añadía el chorrito de una medicina muy buena para… ¿para qué?

¡Qué cabeza! A la señora Justina se le confundía todo y no era como para asombrarse. Estaba vieja, enferma. Le habría gustado que la rodearan los nietos, los hijos, como en las estampas antiguas. Pero eso era como una especie de sueño y la realidad era que nadie la visitaba y que Lupe, que vivía con ella, le avisaba muy seguido que no iba a comer o que se quedaba a dormir en casa de una amiga.

¿Por qué Lupe nunca correspondía a las invitaciones haciendo que sus amigas vinieran a la casa? ¿Por no dar molestias? Pero si no era ninguna molestia, al contrario… Pero Lupe ya no escuchaba el parloteo de su madre, bajando de prisa, de prisa los escalones, abriendo la puerta de la calle.

Cuando Lupe se quedaba, porque no tenía dónde ir, tampoco era posible platicar con ella. Respondía con monosílabos apenas audibles y si la Señora Justina la acorralaba para que hablara adoptaba un tono de tal insolencia que más valía no oírla.

La señora Justina se quejaba con Luisito, que era su paño de lágrimas, esperanzada en que él la rescataría de aquel infierno y la llevaría a su departamento, ahora que Manolo ya no vivía allí y no había sirviente que le durara: ladrones unos, igualados los otros, inconstantes todos, lo mataban a cóleras. Pero Luisito no daba su brazo a torcer ni decidiéndose a casarse (que ya era hora, ya se pasaba de tueste) ni volviendo a casa de su madre (que lo hubiera recibido con los brazos abiertos) ni pidiendo una ayuda que la señora Justina le hubiera dado con tanto gusto.

Porque así como se había desentendido de Carmela y como estaba dispuesta a abandonar a Lupe (eran mujeres, al fin y al cabo, podían arreglárselas solas) así no podía sosegar pensando en Luisito que no tenía quien lo atendiera como se merecía y que, para no molestarla —porque con lo de la diabetes se cansaba muy fácilmente— ya ni siquiera la llevaba a su casa.

En lo que no fallaba, eso sí, era en visitarla a diario, siempre con algún regalito, siempre con una sonrisa. No con esa cara de herrero mal pagado, con esa mirada de basilisco con que Lupe se asomaba a la puerta de la recámara de la señora Justina para darle las buenas noches.

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