Clásicos LALT – LALT https://latinamericanliteraturetoday.org/es/ Latin American Literature Today Wed, 25 Sep 2024 21:54:45 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7 Un fragmento de Balún Canán  https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/un-fragmento-de-balun-canan/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/un-fragmento-de-balun-canan/#respond Mon, 23 Sep 2024 11:03:42 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36918 Primera Parte

 

Musitaremos el origen. Musitaremos
solamente la historia, el relato.
Nosotros no hacemos más que regresar,
hemos cumplido nuestra tarea; nuestros días
están acabados. Pensad en nosotros,
no nos borréis de vuestra memoria,
no nos olvidéis. 

Libro de Consejo (Popul Vuh)

 

I

–…Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria. Desde aquellos días arden y se consumen con el leño en la hoguera. Sube el humo en el viento y se deshace. Queda la ceniza sin rostro. Para que puedas venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo…

–No me cuentes ese cuento, nana.

–¿Acaso hablaba contigo? ¿Acaso se habla con los granos de anís? 

No soy un grano de anís. Soy una niña y tengo siete años. Los cinco dedos de la mano derecha y dos de la izquierda. Y cuando me yergo puedo mirar de frente las rodillas de mi padre. Más arriba no. Me imagino que sigue creciendo como un gran árbol y que en su rama más alta está agazapado un tigre diminuto. Mi madre es diferente. Sobre su pelo –tan negro, tan espeso, tan crespo– pasan los pájaros y les gusta y se quedan. Me lo imagino nada más. Nunca lo he visto. Miro lo que está a mi nivel. Ciertos arbustos con las hojas carcomidas por los insectos; los pupitres manchados de tinta; mi hermano. Y a mi hermano lo miro de arriba abajo. Porque nació después de mí y, cuando nació, yo ya sabía muchas cosas que ahora le explico minuciosamente. Por ejemplo ésta:

Colón descubrió la América.  

Mario se queda viéndome como si el mérito no me correspondiera y alza los hombros con un gesto de indiferencia. La rabia me sofoca. Una vez más cae sobre mí todo el peso de la injusticia.

 –No te muevas tanto, niña. No puedo terminar de peinarte. 

¿Sabe mi nana que la odio cuando me peina?  No lo sabe. No sabe nada. Es india, está descalza y no usa ninguna ropa debajo de la tela azul del tzec. No le da vergüenza. Dice que la tierra no tiene ojos.

–Ya estás lista. Ahora el desayuno.

Pero si comer es horrible. Ante mí el plato mirándome fijamente sin parpadear. Luego la gran extensión de la mesa. Y después…no sé. Me da miedo que del otro lado haya un espejo.

–Acaba de beber la leche.

Todas las tardes, a las cinco, pasa haciendo sonar su esquila de estaño una vaca suiza. (Le he explicado a Mario que suiza quiere decir gorda.) El dueño la lleva atada a un cordelito, y en las esquinas se detiene y la ordeña. Las criadas salen de las casas y compran un vaso. Y los niños malcriados, como yo, hacemos muecas y la tiramos sobre el mantel.

–Te va a castigar Dios por el desperdicio –afirma la nana. 

–Quiero tomar café. Como tú. Como todos.

–Te vas a volver india.

Su amenaza me sobrecoge. Desde mañana la leche no se derramará.


II

Mi nana me lleva de la mano por la calle. Las aceras son de lajas, pulidas, resbaladizas. Y lo demás de piedra. Piedras pequeñas que se agrupan como los pétalos en la flor. Entre sus junturas crece hierba menuda que los indios arrancan con la punta de sus machetes. Hay carretas arrastradas por bueyes soñolientos; hay potros que sacan chispas con los cascos. Y cabellos viejos a los que amarran de los postes con una soga. Se están ahí el día entero, cabizbajos, moviendo tristemente las orejas. Acabamos de pasar cerca de uno. Yo iba conteniendo la respiración arrimándome a la pared temiendo que en cualquier momento el caballo desenfundara los dientes –amarillos, grandes y numerosos– y me mordiera el brazo. Y tengo vergüenza porque mis brazos son muy flacos y el caballo se iba a reír de mí.

Los balcones están siempre asomados a la calle, mirándola subir y bajar y dar vuelta en las esquinas. Mirando pasar a los señores con bastón de caoba; a los rancheros que arrastran las espuelas al caminar; a los indios que corren bajo el peso de su carga. Y a todas horas el trotecillo diligente de los burros que acarrean el agua en barriles de madera. Debe de ser ten bonito estar siempre, como los balcones, desocupado y distraído, sólo mirando. Cuando yo sea grande…

Ahora empezamos a bajar la cuesta del mercado. Adentro suena el hacha de los carniceros y las moscas zumban torpes y saciadas. Tropezamos con las indias que tejen pichulej, sentadas en el suelo. Conversan entre ellas, en su curioso idioma, acezante como ciervo perseguido. Y de pronto echan a volar sollozos altos y sin lágrimas que todavía me espantan, a pesar de que los he escuchado tantas veces.

Vamos esquivando los charcos. Anoche llovió el primer aguacero, el que hace brotar esa hormiga con alas que dicen tzisim. Pasamos frente a las tiendas que huelen a telas recién teñidas. Detrás del mostrador el dependiente las mide con una vara. Se oyen los granos de arroz deslizándose contra el metal de la balanza. Alguien tritura un puñado de cacao. Y en los zaguanes abiertos entra una muchacha que lleva un cesto sobre la cabeza y grita, temerosa de que salgan los perros, temerosa de que salgan los dueños:

–¿Mercan tamales?

La nana me hace caminar de prisa. Ahora no hay en la calle más que un hombre con los zapatos amarillos, rechinantes, recién estrenados. Se abre un portón, de par en par, y aparece frente a la forja encendida el herrero, oscuro a causa de su trabajo. Golpea, con el pecho descubierto y sudoroso. Apartando apenas los visillos de la ventana, una soltera nos mira furtivamente. Tiene la boca apretada como si se la hubiera cerrado un secreto. Está triste, sintiendo que sus cabellos se vuelven blancos.

 –Salúdala, niña. Es amiga de tu mamá.

Pero ya estamos lejos. Los últimos pasos los doy casi corriendo. No voy a llegar tarde a la escuela.


III

Las paredes del salón de clase están encaladas. La humedad forma en ellas figuras misteriosas que yo descifro cuando me castigan sentándome en un rincón. Cuando no, me siento frente a la señorita Silvina en un pupitre cuadrado y bajo. La escucho hablar. Su voz es como la de las maquinitas que sacan punta a los lápices: molesta pero útil. Habla sin hacer distingos, desplegando ante nosotras el catálogo de sus conocimientos. Permite que cada una escoja los que mejor le convengan. Yo escogí, desde el principio, la palabra meteoro. Y desde entonces la tengo sobre la frente, pesando, triste de haber caído del cielo.

Nadie ha logrado descubrir qué grado cursa cada una de nosotras. Todos estamos revueltas, aunque somos tan distintas. Hay niñas gordas que se sientan en el último banco para comer sus cacahuetes a escondidas. Hay niñas que pasan al pizarrón y multiplican un número por otro. Hay niñas que sólo levantan la mano para pedir permiso de ir al “común”. 

Estas situaciones se prolongan durante años. Y de pronto, sin que ningún acontecimiento lo anuncie, se produce el milagro. Una de las niñas es llamada aparte y se le dice:

–Trae un pliego de papel cartoncillo porque vas a dibujar el mapamundi.

La niña regresa a su pupitre revestida de importancia, grave y responsable. Luego se afana con unos continentes más grandes que otros y mares que no tienen ni una ola. Después sus padres vienen por ella y se la llevan para siempre.

(Hay también niñas que no alcanzan jamás este término maravilloso y vagan borrosamente como las almas en el limbo.)

A mediodía llegan las criadas sonando el almidón de sus fustanes, olorosas a brillantina, trayendo las jícaras de posol. Todas bebemos, sentadas en fila en una banca del corredor, mientras las criadas hurgan entre los ladrillos, con el dedo gordo del pie.

La hora del recreo la pasamos en el patio. Cantamos rondas:

Naranja dulce,
limón partido…

O nos disputan el ángel de la bola de oro y el diablo de las siete cuerdas o “vamos a la huerta del toro, toronjil”.

La maestra nos vigila con mirada benévola, sentado bajo los árboles de bambú. El viento arranca de ellos un rumor incesante y hace llover hojitas amarillas y verdes. Y la maestra está allí, dentro de su vestido negro, tan pequeña y tan sola como un santo dentro de su nicho.

Hoy vino a buscarla una señora. La maestra se sacudió de la falda las hojitas del bambú y ambas charlaron largamente en el corredor. Pero a medida que la conversación avanzaba, la maestra parecía más y más inquieta. Luego la señora se despidió. 

De una campanada suspendieron el recreo. Cuando estuvimos reunidas en el salón de clase, la maestra dijo:

–Queridas niñas: ustedes son demasiado inocentes para darse cuenta de los peligrosos tiempos que nos ha tocado vivir. Es necesario que seamos prudentes para no dar a nuestros enemigos ocasión de hacernos daño. Esta escuela es nuestro único patrimonio y su buena fama es el orgullo del pueblo. Ahora algunos están intrigando para arrebatárnosla y tenemos que defenderla con las únicas armas de que disponemos: el orden, la compostura y, sobre todo, el secreto. Que lo que aquí sucede no pase de aquí. No salgamos, bulbuluqueando, a la calle. Que si hacemos, que si tornamos. 

Nos gusta oírla decir tantas palabras juntas, de corrido y sin tropiezo, como si leyera una recitación en un libro. Confusamente, de una manera que no alcanzamos a comprender bien, la señorita Silvina nos está solicitando un juramento. Y todas nos ponemos de pie para otorgárselo.


IV

Es una fiesta cada vez que vienen a casa los indios de Chactajal. Traen costales de maíz y de frijol, atados de cecina y marquetas de panela. Ahora se abrirán las trojes y sus ratas volverán a correr, gordas y relucientes.

Mi padre recibe a los indios, recostado en la hamaca del corredor. Ellos se aproximan, uno por uno, y le ofrecen la frente para que la toque con los tres dedos mayores de la mano derecha. Después vuelven a la distancia que se les ha marcado. Mi padre conversa con ellos de los asuntos de la finca. Sabe su lengua y sus modos. Ellos contestan con monosílabos respetuosos y ríen brevemente cuando es necesario. 

Yo me voy a la cocina, donde la nana está calentando café. 

–Trajeron malas noticias, como las mariposas negras.

Estoy husmeando en los trasteros. Me gusta el color de la manteca y tocar la mejilla de las frutas y desvestir las cebollas.

–Son cosas de los brujos, niña. Se lo comen todo. Las cosechas, la paz de las familias, la salud de las gentes.

He encontrado un cesto de huevos. Los pecosos son de guajolote. 

–Mira lo que me están haciendo a mí.

Y alzándose el tzec, la nana me muestra una llaga rosada, tierna, que le desfigura la rodilla.

Yo la miro con los ojos grandes de sorpresa.

–No digas nada, niña. Me vine de Chactajal para que no me siguieran. Pero su maleficio alcanza lejos.

–¿Por qué te hacen daño?

– Porque he sido crianza de tu casa. Porque quiero a tus padres y a Mario y a ti.

–¿Es malo querernos?

–Es malo querer a los que mandan, a los que poseen. Así dice la ley.

La caldera está quieta sobre las brasas. Adentro, el café ha empezado a hervir.

–Diles que vengan ya. Su bebida está lista.

Yo salgo, triste por lo que acabo de saber. Mi padre despide a los indios con un ademán y se queda recostado en la hamaca, leyendo. Ahora lo miro por primera vez. Es el que manda, el que posee. Y no puedo soportar su rostro y corro a refugiarme en la cocina. Los indios están sentados junto al fogón y sostienen delicadamente los pocillos humeantes. La nana les sirve con una cortesía medida, como si fueran reyes. Y tienen en los pies –calzados de caites– costras de lodo; y sus calzones de manta están remendados y sucios y han traído sus morrales vacíos.

Cuando termina de servirles la nana también se sienta. Con solemnidad alarga ambas manos hacia el fuego y las mantiene allí unos instantes. Hablan y es como si cerraran un círculo a su alrededor. Yo lo rompo, angustiada. 

–Nana, tengo frío.

Ella, como siempre desde que nací, me arrima a su regazo. Es caliente y amoroso. Pero tendrá una llaga. Una llaga que nosotros le habremos enconado. 


VI

–Dicen que hay en el monte un animal llamado dzulúm. Todas las noches sale a recorrer sus dominios. Llega donde está la leona con sus cachorros y ella le entrega los despojos del becerro que acaba de destrozar. El dzulúm se los apropia, pero no los come, pues no se mueve por hambre sino por voluntad de mando. Los tigres corren haciendo crujir la hojarasca cuando olfatean su presencia. Los rebaños amanecen diezmados y los monos, que no tienen vergüenza, aúllan de miedo entre la copa de los árboles. 

–¿Y cómo es el dzulúm?

–Nadie lo ha visto y ha vivido después. Pero yo tengo para mí que es muy hermoso, porque hasta las personas de razón le pagan tributo.

Estamos en la cocina. El rescoldo late apenas bajo el copo de ceniza. La llama de la vela nos dice por dónde anda volando el viento. Las criadas se sobresaltan cuando retumba, lejos, un trueno. La nana continúa hablando.

–Una vez, hace ya mucho tiempo, estábamos todos en Chactajal. Tus abuelos recogieron a una huérfana a la que daban trato de hija. Se llamaba Angélica. Era como una vara de azucena. Y tan dócil y sumisa con sus mayores. Y tan apacible y considerada para nosotros, los que la servíamos. Le abundaban los enamorados. Pero ella como que los miraba menos o como que estaba esperando a otro. Así se iban los días. Hasta que una mañana amaneció la novedad de que el dzulúm andaba rondando en los términos de la hacienda. Las señales eran los estragos que dejaba dondequiera. Y un terror que había secado las ubres de todos los animales que estaban criando. Angélica lo supo. Y cuando lo supo tembló como las yeguas de buena raza cuando ven pasar una sombra enfrente de ellas. Desde entonces ya no tuvo sosiego. La labor se le caía de las manos. Perdió su alegría y andaba como buscándola por los rincones. Se levantaba a deshora, a beber agua serenada porque ardía de sed. Tu abuelo pensó que estaba enferma y trajo al mejor curandero de la comarca. El curandero llegó y pidió hablar a solas con ella. Quién sabe qué cosas se dirían. Pero el hombre salió espantado y esa misma noche regresó a su casa, sin despedirse de ninguno. Angélica se iba consumiendo como el pabilo de las velas. En las tardes salía a caminar al campo y regresaba, ya oscuro, con el ruedo del vestido desgarrado por las zarzas. Y cuando le preguntábamos dónde fue, sólo decía que no encontraba el rumbo y nos miraba como pidiendo ayuda. Y todas nos juntábamos a su alrededor sin atinar en lo que había que decirle. Hasta que una vez no volvió.

La nana coge las tenazas y atiza el fogón. Afuera, el aguacero está golpeando las tejas desde hace rato.

–Los indios salieron a buscarla con hachones de ocote. Gritaban y a machetazos abrían su vereda. Iban siguiendo un rastro. Y de repente el rastro se borró. Buscaron días y días. Llevaron a los perros perdigueros. Y nunca hallaron ni un jirón de la ropa de Angélica, ni un resto de su cuerpo. 

–¿Se la había llevado el dzulúm?

–Ella lo miró y se fue tras él como hechizada. Y un paso llamó al otro paso y así hasta donde se acaban los caminos. Él iba adelante, bello y poderoso, con su nombre que significa ansia de morir. 


VII

Esta tarde salimos de paseo. Desde temprano las criadas se lavaron los pies restregándolos contra una piedra. Luego sacaron del cofre sus espejos con marcos de celuloide y sus peines de madera. Se untaron el pelo con pomadas olorosas; se trenzaron con listones rojos y se dispusieron a ir. 

Mis padres alquilaron un automóvil que está esperándonos a la puerta. Nos instalamos todos, menos la nana que no quiso acompañarnos porque tiene miedo.  Dice que el automóvil es invención del demonio. Y se escondió en el traspatio para no verlo.

Quién sabe si la nana tenga razón. El automóvil es un monstruo que bufa y echa humo. Y en cuanto nos traga se pone a reparar ferozmente sobre el empedrado. Un olfato especial lo guía contra los postes y las bardas para embestirlos. Pero ellos lo esquivan graciosamente y podemos llegar, sin demasiadas contusiones, hasta el llano de Nicalococ.

Es la temporada en que las familias traen a los niños para que vuelen sus papalotes. Hay muchos en el cielo. Allí está el de Mario. Es de papel de china azul, verde y rojo. Tiene una larguísima cauda. Allí está, arriba, sonando como a punto de rasgarse, más gallardo y aventurero que ninguno. Con mucho cordel para que suba y se balancee y ningún otro lo alcance.

Los mayores cruzan apuestas. Los niños corren, arrastrados por los papalotes que buscan la corriente más propicia. Mario tropieza y cae, sangran sus rodillas ásperas. Pero no suelta el cordel y se levanta sin fijarse en lo que le ha sucedido y sigue corriendo. Nosotras miramos, apartadas de los varones, desde nuestro lugar.

¡Qué alrededor tan inmenso! Una llanura sin rebaños donde el único animal que trisca es el viento. Y cómo se encabrita a veces y derriba los pájaros que han venido a posarse tímidamente en su grupa. Y cómo relincha. ¡Con qué libertad! ¡Con qué brío!

Ahora me doy cuenta de que la voz que he estado escuchando desde que nací es ésta. Y ésta la compañía de todas mis horas. Lo había visto ya, en invierno, venir armado de largos y agudos cuchillos y traspasar nuestra carne acongojada de frío. Lo he sentido en verano, perezoso, amarillo de polen, acercarse con un gusto de miel silvestre entre los labios. Y anochece dando alaridos de furia. Y se remansa al mediodía, cuando el reloj del Cabildo da las doce. Y toca las puertas y derriba los floreros y revuelve los papeles del escritorio y hace travesuras con los vestidos de las muchachas. Pero nunca, hasta hoy, había yo venido a la casa de su albedrío. Y me quedo aquí, con los ojos bajos porque (la nana me lo ha dicho) es así como el respeto mira a lo que es grande.

–Pero qué tonta eres. Te distraes en el momento en que gana el papalote de tu hermano.

Él está orgulloso de su triunfo y viene a abrazar a mis padres con las mejillas encendidas y la respiración entrecortada. 

Empieza a oscurecer. Es hora de regresar a Comitán. Apenas llegamos a la casa busco a mi nana para comunicarle la noticia.

–¿Sabes? Hoy he conocido el viento.

Ella no interrumpe su labor. Continúa desgranando el maíz, pensativa y sin sonrisa. Pero yo sé que está contenta.

–Eso es bueno, niña. Porque el viento es uno de los nueve guardianes de tu pueblo.  


Extractos tomados de
Balún Canán. Edición de Dora Sales, Madrid: Cátedra: Letras Hispánicas, 2004.
Título original: Balún Canán, de Rosario Castellanos, 6o ed., pp. 5-19
D.R. © 1957, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho Ajusco 227, 14110 Ciudad de México

 

Foto: Diego Lozano, Unsplash.
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Cartas a Ricardo https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/cartas-a-ricardo/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/cartas-a-ricardo/#respond Mon, 23 Sep 2024 11:01:37 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36876 Nota de la traductora: Rosario Castellanos escribió las cinco cartas y el telegrama aquí publicados entre 1951 y 1952. La autora escribió las cartas a Ricardo Guerra Tejada mientras viajaba de Ciudad de México a La Concordia, Chiapas y a Chapatengo, el rancho que heredó junto con su medio hermano, Raúl Castellanos, ubicado al suroeste de Comitán. El verano anterior, había regresado de un año de posgrado en Madrid. En estas notables cartas, Castellanos escribe acerca de su dedicación a su carrera literaria. La lectora presencia su lucha, al escribir, para definirse en conflicto directo con las expectativas de la sociedad.

 

 

Tuxtla, 11 de diciembre de 1951

Mi querido Ricardo:

Llegué ayer en la mañana. Fue un viaje todo accidentado y tuve que quedarme a dormir en Tehuantepec, en un hotel lleno de arañas y bichos. Mi hermano me recibió un poco receloso pero cinco minutos después estaba todo amable y cariñoso. Hasta ahora las cosas marchan perfectamente bien. Pasado mañana salimos para Chapatengo. Ojalá que continuemos en esta disposición de ánimo. 

Tengo muchas cosas que contarle. Cada cosa que veo o me sucede me lleva a pensar en usted y en usted. Es algo ya obsesivo. He estado considerando con gran insistencia y cuidado nuestra situación y me he dado cuenta de que hasta ahora he sido una infecta egoísta y que usted realmente debe quererme mucho para soportar mi modo de ser y las cosas que hago. Quiero que todo cambie, quiero ser como usted quiere, hago miles de propósitos de enmienda, pero donde me acuerdo que usted no puede hacerme el menor reproche sin que yo me enfurezca, me enfurezco. 

Lo amo, todo lo que soy capaz de amar, más de lo que he amado jamás a nadie. Pero lo amo muy mal; no sé; es toda una ansia posesiva, una sed de usted, un deseo de estar íntegramente en usted, un dolor de estar separados aun cuando estemos juntos, unos celos inenarrables, un temblor constante. No, ya no quiero analizar. En Puebla fui muy feliz, sobre todo la última noche. Hubiera querido, como Fausto, detener ese minuto, el más bello, el de mayor plenitud en mi vida. Los dos abandonamos (por lo menos, yo lo sentí así) nuestra reserva y nos entregamos. Lo malo es que el día y la vida están compuestos de innumerables minutos donde cada uno es cada uno y apenas si reconoce, cuando ve al otro, a ese ser que ama y en quien aniquila su soledad. Pero es necesario que ese minuto de plenitud tiña a todos los demás, los sobrepase, los supere. 

No olvide que lo amo; cuídeme en usted. No me seas excesivamente infiel, no se dispare demasiado y ámeme también un poquito.

Su Rosario 

 

TELEGRAMA

Tuxtla Gutiérrez, Chis, 12 de diciembre de 1951
Ricardo Guerra Tejada
Xola 715
Del Valle, D.F.
Llegué bien. Envío carta. Te amo.

Rosario Castellanos

 

 

Tuxtla, 12 de diciembre de 1951

Mi querido Ricardo:

Quise enviarte hoy la carta que te escribí ayer, pero el correo estaba cerrado porque aquí el día de Guadalupe casi casi es nacional. Esto me llenó de angustia metafísica. Esto me llenó de angustia metafísica y por ese motivo le puse un telegrama, para tranquilizarme. Es horrible que me conozca usted tan bien. Usted me predijo en Puebla que conforme creciera nuestra ausencia crecería mi amor. Acertó usted pero no se imagina en qué cantidad. Estoy triste, desesperada, no puedo estarme quieta en ninguna parte. Siento un malestar físico de no estar con usted. Estoy como intoxicada de su presencia. Me hace falta como una droga. Es una cosa enfermiza. Para calmarme debo cambiar de pensamiento. Pero no puedo. Ahora que estoy sin usted me hace falta Lolita. Si no fuera por esta absoluta sensación de carencia, de carencia de usted, estaría feliz. Porque mi hermano ha estado muy amable y me siento a gusto con él. No hay tensión. Nos estamos juntos y callados todo el día. De pronto nos entra un ataque de ternura y nos abrazamos o jugamos damas y le gano siempre. Esto me preocupo mucho. Afortunada en el juego… Me sorprendo haciendo esfuerzos por no hablar en voz alta, por no ordenar la comida antes que él disponga, por no contestar cuando alguien pregunta algo. Él se me queda viendo muy sorprendido. Mi mansedumbre le asusta. 

¿Cómo ha seguido usted? ¿Ya nunca más el malestar de cabeza? ¿Han seguido inyectándolo? Deseo mucho, mucho, que se sienta bien y que su mejoría perdure. ¿Ha paseado mucho? ¿A cuántas Lupes felicitó? No me conteste, infame.

¿Le llevó sus encargos a Laura? ¿Leyó las obras completas de María Luisa Algarra? Yo estoy leyendo La peste de Camus y leí ayer Si yo fuera usted de Julien Green. Peor que Leviatán. Parece imposible. 

Mañana muy temprano salimos a La Concordia. ¿Cómo soportaré estos días? Estoy a punto ya del alarido; triste, intranquila, no hallo “centro ni reposo”. Quisiera yo hacer algo, tener un ataque o cortarme las venas, para que en vez de ir a La Concordia me lleven a México. Y allí verlo a usted y abrazarlo y pelearnos y amarlo frenéticamente, como ahora. 

Rosario

 

Mi querido Ricardo:

Es el mismo día 13, pero después de medianoche. Y como le prometí escribirle a diario… Es casi un sofisma; pero es eficaz puesto que me permite escribirle.

Tuxtla es un lugar increíble; estoy casi de acuerdo con usted en que Chiapas no existe. Fíjese: su capital cuenta con un palacio de la cultura, varios museos arqueológicos, una universidad, un mapa en relieve del estado, un parque zoológico bien nutrido, el jardín botánico más importante de la República, una sociedad de amigos de las orquídeas, etc. Con esto te formas una idea muy favorable de los que es; si quieres conservarla, no vengas. Encontrarías un lugar sin calles pavimentadas, sin drenajes, sin casas, con un solo y méndigo cine y con un Hotel Jardín completamente antológico, como la revista América. 

Por ejemplo: ten dan una habitación con 2 camas y sólo una toalla. Si reclamas te regañan por bañarte demasiado. O pintan todas las puertas y no avisan. Y cuando te llenas de pintura y te enojas te dicen que eres el décimo a quien eso le sucede. Sólo les preocupa la estadística. Y si en la noche quieres descansar y dormir no puedes, porque en el patio hay marimba y baile. Y si protestas te dicen que pareces viejo, que no sabes divertirte. Es delicioso. Grrrrrr.

Hemos ido al cine. Vimos Fierecilla con Rosita Arenas y Flor de sangre con Esther Fernández. No lograron consolarme de no haber logrado ver La marquesa del barrio

Y usted, ¿qué ha hecho? ¿Cuándo me va a escribir? Ya sabe dónde: a La Concordia. Tengo una absoluta necesidad de tener noticias tuyas. No se ponga menesteroso, por favor. 

¿Siempre se va a Acapulco? Cuéntame, dígame todo.

Y ahora, mi vida, buenas noches. Quisiera estar cerca de usted, besarlo. ¿Sabe que me gusta mucho más ahora que antes de irme? ¿Por qué dice que no? ¿No se está proyectando? No, por favor, no. Yo necesito gustarle tanto como usted a mí. Me hace mucha falta. Ya no quiero pelear con usted; y aunque pelee no importa. Yo lo amo, por encima de todo lo que digamos usted o yo, las palabras no tienen ninguna fuerza. El amor tiene su propia certidumbre. 

Escríbame pronto. Ámeme también un poco. 

Rosario 

 

 

Chapatengo, 15 de diciembre, 1950

Mi querido Ricardo:

La primera carta legible, desde que nos separamos. Para decirle que estoy triste y que estoy triste y ¿qué más? Hay muchas otras cosas más; pero yo quiero tener carta suya, una carta larga, larga, que diga muchas cosas, que explique. Naturalmente no me la va usted a escribir. Y así me impedirá usted una hermosa y larga y explícita carta de respuesta. Pero, ¿qué quiere usted? Ha insistido tanto en que cese mi monólogo, que ahora exijo un diálogo. Precisamente cuando no hay interlocutor.

Pero basta de alusiones vagas y sibilinas. Seamos abstractos y objetivos. Hice el viaje con felicidad. De Tuxtla a la Concordia en avión; ningún movimiento imprevisto, ninguna traicionera bolsa de aire; abajo un río, inmóvil. Y árboles microscópicos y animales que deberían estar allí pero que era imposible distinguir. Luego el forzoso aterrizaje. La Concordia, ancha, con sus paredes encaladas, con sus calles arenosas. El cielo azul, implacablemente azul. Y de pronto, disparada en contra suya, una palmera. Estuvimos allí algunas horas, en la única casa donde dan posada al peregrino. Dormitando, caminando sin ton ni son para desperezarse. Jugamos damas chinas, primero con mi hermano. Le gané. Luego con el dueño de la casa. Le gané. Por último con un señor que tenía unas chistosísimas teorías que estarían muy bien si las aplicara al ajedrez, pero que en damas son un fracaso. Le gané. Y me dio mucho gusto porque era presumido y furioso. Pero estoy alarmada. Esta racha de suerte en el juego. ¡Campeona de damas chinas? Era lo único que me faltaba ser. 

Salimos de allí al atardecer. Me dieron el único caballo que sé montar. Me gustaría que tuviera un nombre romántico o legendario. Pero se llama modesta y ridículamente: Barril. Camina bien. Es “de andar”, como dicen aquí. Nos cogió la noche en el camino. Tardó un poco en salir la luna; mientras tanto, el caballo iba tropezándose con todo, y cayendo. Sospecho que es más miope que yo. Yo venía cantado para asustar al miedo y para hacerme la ilusión de que no me cansaba. No me cansé. Pero en cuanto tuve a mi alcance una cama me abalancé a ella y quedé dormida.

No traje libros. Mi hermano ha mandado los que tenía a Comitán. El radio está descompuesto. No hay absolutamente nada qué hacer. Se despierta uno temprano porque las gallinas y los cerdos y las vacas cascarean, gruñen, mugen, conjugan todos esos verbos que uno nunca sabe exactamente a quién corresponden. Tomo una taza de café con pan y se queda otro rato en la cama hasta que sube el sol. Luego se arregla el cuarto, se repara algún desperfecto sucedido indefectiblemente en alguna parte durante el curso de la noche anterior, se almuerza y se entra en un túnel de varias horas vacías en las que no puedes siquiera ocupar la hamaca porque le da el sol. Hoy para entretenernos organizamos una diversión que nos tuvo ocupados toda la mañana: Raúl me rapó. Primero con tijeras; zas; afuera con los mechones de pelo; luego con otras tijeras más finas, cortarlo hasta dejarlo pequeñito. Por último con la máquina de afeitar. Me dejó la cabeza reluciente, pulida, lisa. Nos divertimos mucho. Y además así no puedo irme, aunque quiera, hasta que me crezca, aunque sea un centímetro, el pelo. A ver qué jueguito se nos ocurre mañana.

En la mañana vino a verme una muchachita que no conocía yo; me trajo de regalo unos huevos. Le pregunté quién era, desde cuándo estaba aquí. Hace poco. Pues hace apenas cuatro días que su mamá se juntó con uno de los vaqueros. Y lo dice tan tranquila. Debe estar muy acostumbrada. Me dio como un escalofrío cuando la oí. Hoy por primera vez tuve la tentación de decir malas palabras. Las que sé; las que estoy oyendo desde que llegué. Aquí es el único medio de expresión. Decir una mala palabra aquí es como abanicarse. Refresca. Y eso que ahora no hace calor; al contrario. Casi hay frío. Sobre todo de noche. Hay que ponerse miles de cobijas.

Toda la gente tiene paludismo.

Mis relaciones con Raúl, más cordiales que nunca; me siento muy bien, muy contenta a su lado. Tiene un paquete con todas las cartas que le he enviado. ¡Excepto las últimas dos: en la que le contaba que quería casarme y la respuesta a su respuesta a esta carta! Es curioso que no las conserve ¿no te parece? Está ahora mucho más asentado, más seguro de si mismo, más tranquilo que antes. Qué gusto me da. No creo que sea feliz. Pero no creo que sufra tanto como antes. Y pensar que hace dos años me desesperaba pensando que todo lo que se hiciera con él era ya inútil. Tiene ahora conciencia de su valor y su habilidad. En el rancho lo respetan y lo toman en serio y lo conocen. Y se siente todo importante. Me alegro mucho, mucho, en realidad. Me regaló hoy unos pañuelos de seda. Tienen su nombre marcado. Se los regaló a él una muchacha pero no había querido usarlos. Por otra parte me preguntaba si quería poner mi carta sabiendo que era para ti. Respiré. No le gustó mucho el regalo que le traje de España. Pero ni modo. De todos modos estamos contentos.

¿Ya leyó las obras completas de María Luisa Algarra? ¿Qué le parecieron? Cuéntame. Escríbame, por favor, que tengo una furiosa necesidad de noticias suyas. Déme una oportunidad para decirle muchas cosas. Dígame cómo se ha sentido, si no ha vuelto a ver a Cabrera; dígame si ha visto a Lolita, si han ido a entregar los encargos de Laura Beatriz, si se va usted de vacaciones a Acapulco, si tiene usted muchas posadas en perspectiva. Yo he decidido no darle más cuerda al reloj, no ver al calendario. Es el experimento más radical de soledad que haya intentado nunca. A ver qué sucede; si uno estalla, si se acostumbra, si escribe obras completas.

¿Se acuerda de mí a veces? ¿Cómo? Dígame. Otro día que esté menos literaria que hoy le enviaré una carta donde le diga cómo lo amo. Ahora nada más quiero que los sepa, así, escuetamente. Lo amo. 

Rosario

P.D.: Hoy le escribí a Lolita, a su mamá de Neto, a tía Elena, a tía Esperanza. A nadie más. 

 

 

Chapatengo, 22 de diciembre de 1951

Mi querido Ricardo:

Todos estos días he estado escribiéndote y rompiendo las cartas. Ninguna me ha parecido satisfactoria. Porque tengo algo importante qué decirte y no encuentro la manera adecuada. Porque temo no ser exacta y que me interpretes mal. Por eso quiero anticiparte que, diga lo diga, te amo. Pero se me ha presentado una cosa con una absoluta necesidad de ser dicha. Y no tengo más remedio que obedecerla. 

La vida está llena de sorpresas. ¿Te acuerdas en qué disposición de ánimo venía a Chapatengo? Esperaba encontrar aquí un ogro, una espina, un problema más que lo hacía intolerable, también sentimental. Recordaba con amargura y como queriendo huir, los episodios de mis viajes anteriores: el caballo que se encabritaba, las medicinas negadas, los ataques de rabia, etc. En suma, tenía yo mucho miedo porque ante una situación así no sé defenderme sino desapareciendo. Y vengo y me encuentro con un hermano equilibrado, maduro. Y en una conversación confidencial que tuvimos el domingo pasado, descubro que me conoce mejor que ninguna otra persona, que mide todo el alcance de mis defectos y, lo que es maravilloso, me acepta así y me quiere. Desde entonces la tensión terminó. Yo me siento completamente a mis anchas y me abandono completamente a él, sin ninguna suspicacia. Me siento muy, muy feliz. Pero no debo atribuirme ningún mérito de que nuestras relaciones vayan tan bien. Ha sido él, al través de todas nuestras dificultades, quien ha encontrado el hilo y ha desenredado la madeja. Yo hubiera continuado, durante años y años, manteniendo mi equivocada actitud. Que consistía, tú lo sabes muy bien, en hacer teatro. Porque siempre que estoy delante de otra persona, me coloco en su lugar, me miro como me imagino que me mirarían sus ojos y empiezo inmediatamente a actuar de acuerdo con esa mirada. En las relaciones superficiales con las personas a quienes no es tratar con mucha frecuencia ni muy íntimamente, esto no tiene mayor importancia. La farsa puede hacerse. Pero cuando las relaciones son de otra índole, la farsa, cualquiera que sea, es insostenible. Con mi hermano yo me había adjudicado un papel de lo más incómodo. Yo era la mujer fuerte. Mi corazón, una roca inconmovible. Mis convicciones, mis proyectos, claros y constantes. Y además yo era una amazona capaz de soportar ocho o diez horas a caballo sin mostrar el menor signo de fatiga, de asistir, sin pestañear, a las hierras (ese calor sofocante, esas nubes de polvo, esa cantidad de bichos picándolo a uno). Y además hábil para los negocios, capaz de sacar adelante el rancho. Cuando me pongo a ver esto, ahora, me da risa. ¿De dónde saqué una imagen tan estrafalaria? De Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, lo menos. Pero era un papel que me quedaba grande y me exigía un enorme esfuerzo. Todo el día tenía que estar cuidándome. Disimular que diez minutos después de subir al caballo quería apearme y sentarme a llorar de cansancio; que en las hierras me aburría como una ostra; que no entendía nada del precio, de la edad, del tamaño del ganado. Cuando era incapaz siquiera de distinguir un toro de un buey. Cuando jamás acababa de reconocer ni de identificar los potreros ni los corrales. Todo el tiempo tenía que estar sobre mí, vigilándome. Pero yo sabía que a pesar de todo mi teatro no podía resultar muy convincente, que por todos lados asomaba su oreja de falsedad. Por eso me irritaba (mejor dicho, me alarmaba) tanto que mi hermano me dijera que era miope. Imagínate a una amazona miope. Es completamente heterodoxo. Pero no quería darme por vencida y continuaba en la raya. Pero el esfuerzo que hacía en ocultarme me exigía pequeñas y constantes venganzas. Total, nuestra relación era un desastre. Ahora él, sin herirme, me muestra lo que soy. Un ser débil, sin ninguna madurez en ningún sentido, voluble, inconstante porque no sabe lo que quiere ni lo que debe ni lo que puede hacer. Que en un rancho debe estarse muy sentada en su casa mientras los hombres hacen las tareas de los hombres. Y que tiene derecho a dormir si quiere dormir, a escribir si lo necesita y a no entender nada del campo aunque se lo expliquen siempre. Y me lo dice, no para reprochármelo, sino para que no nos importe y nos portemos naturalmente y nos sintamos a gusto. Fíjate que felicidad. Ir al río y no meterme a una parte determinada porque me da miedo; ir al corral un rato a ver que vacunen a los becerros, pero en el momento en el que me aburro regresar a la casa. Tenderme en la hamaca y estarme horas sin hacer nada, simplemente pensando escribir sin necesidad de andar escondiéndome, levantarme tarde, oír radio hasta que me canso, utilizar su máquina siempre que es necesario, leer sus revistas sin pedir permiso, jugar damas y ganarle y no ponerme ofensivamente alegre ni tontamente culpable y perder y no considerarlo ofensa personal. ¿Qué soy miope? Bueno. Nunca me había sentido con nadie tan bien. Comparo esta relación con todas las otras que mantengo. ¿Por qué son tan problemáticas y yo siento su raíz frágil y tan susceptible de romperse? Porque estoy, en todas, desempeñando un papel, haciendo un esfuerzo que me exige tomarme, naturalmente, pequeñas venganzas muy molestas para todos. ¿Por qué lo hago? Por mi afán de agradar, porque creo que nadie va a aceptarme tal como soy. Mi intención es buena pero los resultados no pueden ser peores. Porque no engaño a nadie y sólo logro sentirme y hacer sentir a los demás sobre ascuas. Y estoy tratando siempre de encontrar una salida decorosa a situaciones cuya base es la angustia de esta pregunta: si se dan cuenta de cómo soy en realidad ¿qué sucederá? Y no debo esperar que todas y cada una de las personas con quienes mantengo relaciones difíciles se pongan a hacer investigaciones por su cuenta para averiguar cómo soy, y que una vez averiguado suceda el milagro de que se sientan muy tiernas y me digan que no importa, que de todos modos me aman. Por eso me he decidido a ir yo personalmente y, por más trabajo que me cueste, por más humillante y doloroso que me parezca, por más que este gesto me acobarde, desenmascararme. 

La primera máscara de la que era necesario despojarme (porque ésa modifica las demás) era la que me había fabricado para aparecer ante Wilberto. Desde hacía tres años yo me asomaba a él como a un espejo para contemplar una imagen que me halagaba profundamente: yo era un ser excepcional, completamente desligado de la tierra, presta a escuchar el primer llamado para emprender el vuelo. y dejaba que todos creyeran (y aun me esforzaba en creer yo también) que el rostro que yo les mostraba era el de un ser que padecía un amor puro, desinteresado, constante y, ay, imposible. Esto me daba un gran prestigio romántico. Pero si ese ser de fabricación casera y ese amor hubieran sido auténticos, alguna vez se hubieran manifestado en actos y no en simples cartas (que pueden confundirse con una simple predilección por cultivar determinado estilo literario) y de vez en cuando alguna precipitada y fugaz entrevista. Pero a la hora de los cocolazos ¿qué ha sucedido? Nada. Cualquier cosa que impidiera que nuestro romántico romance se realizara. Y antes yo me quedaba toda llena de remordimientos por mis negativas. Pero ahora estoy segura de que Wilberto tiene tanto miedo como yo de que alguna vez demos un paso serio en nuestros coqueteos. Pero como ahora estoy decidida a ser gente seria y a tirar por la borda toda clase de cadáveres, no importa cuál sea su antigüedad, me armé de valor (debería decir que me armé también de un bisturí) y le escribí a Wilberto una larga, muy larga carta, pintándole, desde mi punto de vista, nuestra situación. No sé qué pensará. Supongo que va a tener una muy desagradable sorpresa. Procuré no herirlo pero implacablemente verídica. Cuando la reciba sabrá que no tiene sentido volver a poner entre la palabra matrimonio. Amistad, sí. Le tengo mucho afecto. Y me ha dolido mucho destruirme ante sus ojos de manera tan inexorable. Pero era necesario, era necesario. Sólo comportándome así puedo aspirar a no despreciarme tanto.

Y ahora es preciso, Ricardo, que me despoje ante ti de otra máscara. Yo no sé cómo me ves tú. (¿Cómo iba yo a saberlo? Necesitaría fijarme en ti, en lo que piensas, en lo que quieres. Y eso jamás lo he hecho.) Yo sé que me veo, colocándome en tu lugar y al través de tus ojos, como una mujer tan femenina, tan tierna, tan dulce, tan leal, tan fiel, tan discreta y tan enamorada. 

¿De qué novela rosa he sacado este engendro? Lo ignoro. Lo único que puedo asegurarte (no te digo nada nuevo, te has dado perfectamente bien cuenta) es que yo no soy así. Yo soy de muy otro modo y te lo digo no con un orgullo y retador levantamiento de hombros que equivalga a un: “y qué”. Sino con humildad, pero con mis muy fundadas sospechas que no puedo cambiar. 

Vayamos por partes, procedamos con orden. Tan femenina…bueno, ni tanto. Puede que yo lo sea (no tengo especial interés en negarlo), puede que yo lo sea hasta mucho, pero junto a eso y tanto como eso, soy una ser asexuado que cree, nada más, y con cierta ferocidad y encarnizamiento, en su vocación. Y que esa vocación no es maternal ni amorosa sino desconsoladoramente literaria. Y que hasta ahora siempre que ambos aspectos han entrado en el conflicto el primero ha quedado completamente knocked out. Tan tierna… bueno, se me va a conceder esto habrá de ser con la salvedad de que sólo a ratos. La mayor parte del tiempo, dura y sarcástica. Tan dulce… ¿de veras? Tan leal. Hasta donde la lealtad está combatible con una morbosamente aguda sentido de la crítica y con la discrepancia casi total de opiniones. Tan fiel. Físicamente sí, de manera irreprochable. Estoy intacta. Nadie me ha tocado más que tú. Pero no olvidemos que he tenido sueños (no los pude evitar ¿cómo hubiera podido?), escribo cartas, las recibo emocionada. Tan discreta. Pero a veces tengo una necesidad tan grande de hacer confidencias. Y Lolita está tan cerca y es mi amiga más íntima. (Pero tampoco soy muy exigente para escoger auditorio. Cuando necesito desahogarme, esto es siempre que tengo algún remordimiento y tengo siempre muchos remordimientos, me despepito ante el primero que se me pone enfrente, soy completamente incapaz de guardar ningún secreto.) Y tan enamorada…Lo admito los días en que nos llevamos bien. Lo dudo o lo niego el resto del tiempo.

Yo sé que una gente así no puede satisfacer como novia, está muy lejos de lo que se necesita, de lo que se desea, de lo que se quiere. Sobre todo para ti, que más necesidad de amar, tienes necesidad de que te amen. Por eso he tratado de ser de otro modo, por lo menos de aparecer. Antes de irme esto me resultaba más o menos fácil y posible. No porque yo te quisiera entonces más que ahora (al contrario), no porque fuera más hábil, sino porque tú eras menos exigente. Yo veía, de manera inmediata, que mis tentativas tenían éxito y esto me alentaba a continuar. Pero ahora, haga lo que haga, ya no logro nada. Tú siempre te das cuenta de mis fallas. Y si sólo fuera tu lucidez, a la que tanto temo. Es también tu enervamiento, tu desesperación. Me reprochas mi egoísmo, mi falta de atención, mi empedernida dureza. Yo te juro que trato de destruirlos, de evitarlos. Inútil. Y entonces me siento como una pared a la que estuvieran golpeando para sacarle una sangre que no tiene. Me parece horrible comprobar a cada instante que carezco hasta de la más elemental generosidad, que todo mi alrededor es una barrera en la que no penetran ni tu voz ni tus actos. Yo te invento para mantenerte a distancia, no te veo, no te escucho. Y en vez de admitir este hecho tan evidente y de desatarme en interjecciones contra mí, me vuelvo, con una lógica muy femenina, en contra tuya. Empiezo a hacerte reproches para justificar de alguna manera mis fallas. Que según tú se reducen a una sola: no te amo lo suficiente. 

Pero lo peor es que dentro de toda esta monstruosidad que soy, te amo. Pero un amor que si yo pudiera describírtelo te parecería un insulto por su mezquindad y por lo diferente que es el amor que tú quieres tener, necesitas tener. Yo me avergüenzo de amar así (soy tan orgullosa que me creo obligada a hacerlo todo a la perfección) y empiezo a hacer una serie de gestos que son los que hacen otras personas cuando se enamoran. Pero tu observación no se escapa que detrás de esta gesticulación hay otra cosa a quien si se dejara en libertad se expresaría de otro modo.

No es que yo me esté escatimando. Todo lo que soy capaz de amar, te amo. Todo lo que una persona puede gustarme, me gustas. Tengo toda la voluntad de que nos llevemos bien. Pero si esto no te basta, será inútilmente doloroso que estemos forcejeando e hiriéndonos. Mírame bien, piénsalo bien. Y sin confiar en lo que puedo cambiar con el trato, la costumbre y los buenos consejos que me des, considera si te resulto o no satisfactoria. Si no, prefiero que me lo digas ahora. (En ese caso mi estancia en Chiapas se prolongarías indefinidamente.) Si me aceptas yo vuelvo toda feliz y tratamos de llevar adelante las cosas.

¿Cómo has seguido? ¿Continuaste inyectándote? ¿Te vas por fin a Acapulco? ¿Se fue Emilio a Europa? ¿Qué pasó con lo de Morelia? Estoy llena de preguntas. Tu respuesta debe ser universal.

Te envío grandes cantidades de felicitaciones de navidad y de año nuevo. Y todo, todo mi amor. 

Rosario

P.D.: Dile a Jorge que ya tengo la letra de “Modesta Ayala”. Que luego se la mando. Ahora estoy muy cansada. 

A Archie y Lucinda los he soñado dos veces. Mi pelo ha crecido un cuarto de centímetro. Estoy escribiendo teatro ¡en verso!

 

 

Chapatengo, 10 de enero de 1952

Mi querido Ricardo:

Realmente creo que no había necesidad de escribir esta carta. Bastaba haber prolongado el silencio. Pero las situaciones equívocas me enervan y prefiero terminar de una vez por todas con ésta. 

No quiero hacer un recuento de mis méritos, pero quiero decirte que hice todo lo que estuvo a mi alcance por prolongar un amor que no te preocupaste jamás de cuidar. No te negaré que cuando vine de México ya estaba yo muy decepcionada. Sin embargo, por lealtad, te escribí todavía algunas cartas y no te mostré cómo establa ya de mal las cosas en mí sino hasta cuando estuve segura de que no iba a utilizar mi libertad para casarme con otro, porque esto me parecía muy mal hecho, tratándose de quien se tratara, yo no podía hacerlo. En todo el tiempo que he estado aquí no he recibido ningún letra tuya. Debo interpretar tu silencio, ahora si inapelablemente, como una falta total de interés y amor. Y como yo ya no encuentro estas dos cosas donde siempre las encontré antes, en mí, no sé en realidad qué jueguito jugamos. 

Tampoco quiero echarte la culpa de nada. El afecto que siento por ti es mucho más semejante a la amistad que el amor. Y así es como te lo ofrezco. Pero como dudo mucho que te interese algo que tienes de sobra en muchas parte, no insisto.

Te suplico que le entregues a Lolita, si no lo has entregado a su dueña, las obras de María Luisa Algarra, así como también las cartas que me dirigieron a España y que tienes en tu poder. 

Saluda mucho a tu mamá, de mi parte. Dile que recibí su cartita tan amable y que la contestaré con mucho gusto. Y como no sé cómo despedirme de ti, no me despido, más que diciendo adiós. 

Rosario 
Título original: Cartas a Ricardo, de Rosario Castellanos, pp. 169-179 y 181
D.R. © Gabriel Guerra Castellanos

 

Foto: Rosario Castellanos, escritora mexicana, 1925-1974.
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El almohadón de plumas https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2022/06/el-almohadon-de-plumas/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2022/06/el-almohadon-de-plumas/#respond Thu, 09 Jun 2022 21:03:08 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/2022/06/el-almohadon-de-plumas/ Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

—Pst… —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio… poco hay que hacer…

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho  —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

 

Del libro Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917
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