Ficción – LALT https://latinamericanliteraturetoday.org/es/ Latin American Literature Today Thu, 26 Sep 2024 05:26:41 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7 Dejar caer https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/dejar-caer/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/dejar-caer/#respond Mon, 23 Sep 2024 14:03:49 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36411 El parto es una ruptura, un accidente. Me miro en el espejo y no reconozco a la que veo. Tiene diez kilos menos, una piel traslúcida que no se acomoda, una línea que la divide en dos. Tiene los ojos muertos. Estamos hinchadas, cortadas, mojadas. Mi cuerpo grita. Mis pezones son nervios quemados. Debajo de las tetas siento una red de hilos templados que arden y me recorren, casi ahorcándome. Los ovarios son dolores huecos como embudos, empiezan grandes y luego se intensifican y en el punto en que desaparecen.

El cuerpo es un dolor, es un dolor embudo. Mateo nació hace seis días. Estamos viviendo en el apartamento que tenía mi abuela Pilar cuando estaba viva: Andrés, mi mamá, el bebé, yo y un calor insoportable y húmedo que entra por las ventanas, se amaña en el cuerpo y sólo deja en paz a las baldosas. Sobrevivo siendo dos. Una madre fría con piernas desganadas que perdió mucha sangre y otra que le da órdenes: Me voy a parar, voy a coger el balde y lo voy a llevar a la cocina y lo voy a llenar de agua caliente. Voy a cargar al bebé y voy a caminar diez pasos. Voy a sentarme al lado de la cuna, lo voy a secar y voy a meterle la cabeza por dentro de la piyama. Una que es cuerpo y no puede, y una que es voz y nos manda.

Son las nueve. Ya bañé y vestí al bebé, lo puse en el bouncer en la sala. Desde antier tengo puesta la misma piyama de botones. Era de Pilar, comprada en Madrid, vieja pero bonita y cómoda. Camino por el apartamento cargando unas tetas grandes y acaloradas. Llego al patio de ropas. Pongo el balde en la poceta y tiro la piyama sucia de Mateo a la lavadora. El sudor sale de la parte de abajo de mis tetas y baja en gotas por los caminos de mi barriga hasta llegar a unos calzones de algodón blanco. Los verbos “bañar”, “recoger”, “caminar”, “extender” se escriben rápido, pero cada uno exige una orden de la Susana que manda a la Susana que no es capaz. Es agotador.

Me quedo en el patio de ropas recostada en la lavadora. Oigo un ruido y presiento que el bebé va a empezar a llorar. Que no llore que no llore que no llore, rezo-recito. Siento las piernas anestesiadas. Mi mamá llega de la cocina con un pocillo.

–Susi, ¿cómo vas hoy?

–Bien, ma.

El bebé llora. Camino hasta el sofá que está al lado del bouncer, pero no lo cargo. Cierro los ojos. Mi mamá tampoco lo carga.

–¿Ya desayunaste? ¿Quieres un cafecito? ¿Te paso a Mateo?

–Bueno.

Mi mamá desamarra al bebé y me lo pasa, y después me trae un termo de agua y un café con leche. Lo pego a mi teta. El pezón me duele otra vez como si fuera un nervio quemado, pero mientras alimento no siento hilos recorriéndome ni ahorcándome. Cierro los ojos, le toco el pelo, lo huelo. Huele a manzanilla y a quirófano. Te quiero mucho, Materile, te quiero mucho, le digo sin hablar. Abro los ojos. Miro la pared amarilla de la sala y veo una imperfección que se me parece al borde derecho del mapa de Colombia. Resiste, Susi, resiste, concéntrate en algo, contemos. Es el único momento, a pesar del dolor, que me siento conectada con algo. Con una mano sostengo a Mateo y con la otra me tomo el café con leche. Está hirviendo y me imagino que me recorre por dentro y me calienta las piernas. Es que tengo calor y frío. Afuera hace un calor insoportable, y adentro los músculos y huesos se sienten fríos y abandonados.

–Que ahora van a venir Merce y Cecilia a almorzar. ¿O mejor les digo que no, Susi?

–Sí, mejor diles que no.

Después de un rato cambio a Mateo de lado.

–¿Quieres acompañarme a mercar?

–¿No teníamos que llevar a Mateo donde el pediatra?

–Lo llevamos y mercamos en el Carulla a la venida.

–Bueno, me cambio y vamos.

Le dejo el bebé a mi mamá para que le saque los gases. Me pongo unos pantalones azul clarito de American Apparel y una camiseta rosada. Estoy flaca, no me reconozco. Falta un cuarto para las once. Cojo el Maxi Cosi, metemos al bebé y lo amarramos. Voy a cargar al bebé y voy a caminar. Camino hasta el ascensor. Pesa mucho, pesan mucho mis piernas. Enganchamos el Maxi Cosi en la silla de atrás y cerramos las puertas, me monto adelante. Cogemos la avenida del Poblado. Siento que tiemblo del frío, me arrepiento de no haber llevado suéter. Mi mamá me pregunta si me deja en el ascensor o si parqueamos juntas. Mejor juntas, le digo. Cuando sacamos el Maxi Cosi del carro, Mateo empieza a llorar durísimo. Nos montamos en el ascensor así, con un bebé a los gritos. Hay dos mujeres y un chico que parece de quince. Marcamos el piso diez.

–Eso debe ser que el niño tiene calor.

–Cárguelo.

–O tiene hambre.

–Sáquelo, qué pecao, necesita a la mamá.

Viejas metidas no soy capaz ustedes qué van a saber no sé qué hacer no soy capaz cállense. Blanqueo los ojos, las miro con rabia y nos bajamos del ascensor. Mateo llora a los gritos, llegamos al consultorio, lo desamarramos y yo ensayo alimentarlo pero no se pega. Llora diez minutos mientras nos atienden, llora mientras mi mamá lo carga por el corredor, llora cuando el pediatra lo coge y le dice que es un mono grandulón, llora mientras lo pesan, llora mientras lo miden, llora cuando el pediatra me dice que tiene temperamento y mientras hablamos de la alimentada y de mi debilidad. Llora cuando ensayo volver a alimentarlo. Llora cuando el pediatra me pregunta si ya fui donde el ginecólogo otra vez y le digo que sí, que ya no tengo anemia pero que siento como si todavía tuviera. Llora mientras nos explica que hay bebés que lloran más, que está bien de peso, de talla. Llora en el corredor mientras pago, yo lloro cuando por fin logro alimentarlo en una salita antes de montarnos al carro.

–No llore mientras amamanta que eso no le conviene al bebé –me dice otra vieja metida.

Mi mamá me da la mano. Esta vez el dolor no cede, es un dolor embudo de veinte minutos. La aprieto. Mateo se adormila, lo metemos en el Maxi Cosi, mi mamá lo carga hasta el carro. No hablamos nada en el trayecto de vuelta, tampoco mercamos. Cuando abrimos la puerta del apartamento, huele a que está Rosalinda. Viene lunes, miércoles y viernes a ayudarnos.

–Uy, Rosalí, huele demasiado bueno.

Saca unas cebollas del legumbrero.

–Niña, deje al niño ahí y se sienta y me acompaña si quiere mientras termino de hacer el hogao.

–Voy.

Arrimo una silla. Ella se sienta en un banco de madera como si fuera un murito de esos que tienen las cocinas cuando quedan en patios de fincas viejas, y conversamos como cuando trabajaba en la finca de Arboletes y yo tenía quince años. Mateo se empieza a despertar. Volteo a mirar, mi mamá lo pone sobre sus piernas y oigo “Materile, Materile, Materile rile ro”. Le está jugando con la muñeca de pepas negras y blancas. Rosalinda corta cebollas blancas sobre una coca plástica sin mirar. Me acuerdo de Pilar, que tres años atrás, cuando nació el primer bebé de esta familia, cortaba en una casa en Galicia cebollas moradas sobre una coca plástica sin mirar. Mi ropa es distinta, el clima es distinto, los colores, las caras de Rosalinda y de Pilar son distintas. El tamaño de sus familias y de sus cuchillos es distinto. La de Rosalinda grande, la de Pilar diminuta. El cuchillo de Rosalinda grande de mango blanco y el de Pilar, pequeño de mango negro. Las cocas son distintas: la de hoy es blanca e inmensa –la cebolla apenas se ve en el fondo– y la de Pilar era azul clara y pequeña. Y, aun así, las escenas se parecen, lo que miro es casi idéntico: señoras de casi setenta años cortando cebolla sin mirar. Saben al tacto hasta dónde hundir el cuchillo, dónde termina la verdura y dónde empieza la palma, y paran ahí. Medio conversando conmigo, medio tatareando una canción de cuna. Rosalinda tarareando “Tu ma mi te da la teta y tu pa pi te da ga lleta”. Pilar cantando “Duér me te ni ño duér me te tú que vie nelvi vi y te co me rá”. ¿Por qué cortan cebolla de la misma forma? ¿Por qué tatarean mientras lo hacen? Me pongo a pensar que hay cosas que deben venir de muy lejos, en lo bella y casi poética que es esa red de cuadros transparentes semiblancos, semimorados que hacen las dos con sus manos. En lo bella casi poética que es la vida corta de los cuadros que son arrancados y caen al vacío segundos después de ser creados. Y que nadie ve.

–Niña, ¿sabe si doña Mercedes al fin sí viene a almorzar?

–Que no van a venir.

–Ah, ¿vienen por la noche?

–Como que no.

–No vienen hoy, dejanos comida en el microondas sólo para nosotras dos –grita mi mamá.

Tu papi te da galleta y tu mami te da la teta. Los cuadros que caen al vacío segundos después de ser creados. Los cuchillos. El tamaño de las familias.

Rosalinda termina, nos paramos. Echa a una paila con aceite la cebolla, el tomate y la cebolla junca que tenía picados sobre una tabla, una manito de sal, un tris de comino y una cucharada de salsa de tomate. Con la cuchara de palo revuelve, abandona, revuelve. La cocina huele rico y Mateo está tranquilo, es una tajada delgada de felicidad. El almuerzo es sopa de arroz, carne molida, plátano maduro, arepa y aguacate. Mi mamá y yo nos sentamos a comer en una mesa redonda con cinco sillas. Quiero comer, pero cuando tengo la comida en la boca quiero vomitar. Así deben sentirse los viejos cuando ya no tienen hambre. Pienso que Pilar estaría sentada a mi izquierda si viviera aún. Antes de morirse me decía que daría lo que fuera por tener hambre. Voy a comer, tengo que comer, una cucharada. Mateo se inquieta y mi mamá lo carga sentadito. Un mordisco, un trago de jugo. Corto el aguacate en dos, le saco la pepa con el cuchillo, con la cuchara le quito la cáscara, lo parto en cuadritos y le echo sal. En la boca es grasa salada que no sabe a nada más. Le echo hogao a la arepa. Un tris de carne molida a la sopa. Otra cucharada.

–Susi, tienes que comer más.

Miro a mi mamá, ella sabe que no tengo hambre. Miro el reloj, son las dos. Cojo a Mateo y lo cargo. Otro mordisco, otro trago, otra cucharada, más aguacate. Termino de comer. Cuando me paro, empieza a quejarse.

Se lo doy a Rosalinda mientras voy al baño a hacer pipí.

–Eso debe ser que tiene hambre.

–Hambre no, comió cuando estábamos donde el pediatra.

–Entonces sueño.

–No creo. Pasámelo, Rosalí, que yo lo duermo.

Voy a caminar y a cargarlo. Voy a ser capaz de dormirlo rápido.

–Vení, Rosalí –le digo mientras cojo a Mateo de sus brazos.

El bebé sigue quejándose. Lo arrullo. Le tatareo la canción que cantaba Pilar cuando cocinaba, pero cambio “vivi” por “coco”, acá se canta “coco”. Camino hacia los cuartos y tatareo y lloro de cansancio. Duenmmete nnño duernnmetetu amntes quevengael cu rru cu cú. En mi cabeza voy escribiendo lo que me pasa. Dejo de tatarear y empiezo a caminar como un payaso con pasos amplios y lentos.

Ptan ptan el niño se calma. Ptan ptan el niño llora. Regreso a la cocina.

–Niña, quítele esa muda que de más que lo que tiene es calor.

Cambio el ritmo. Muevo las manos hacia arriba y hacia abajo en movimientos cortos sacudiendo el bulto. Caen gotas de sudor. El niño se calma. Me siento en la mecedora blanca. Soy una madre fría con las piernas heladas. Ya no canto la letra de la canción sino que canto la la la con el mismo ritmo. Lalalalala lalalala lalalalala lalalala. Me acuerdo del libro de Kim Thuy en el que dice que “la” significa cosas distintas dependiendo de cómo se pronuncie en vietnamita: “la” es “gritar”, “ser”, “extranjero”, “desmayarse”, “fresco”. Lalalalala lalalala lalalalala lalalala. Gritar, ser, desmayarse. Siento que me desmayo. Mis pies flotan libres en el aire caliente y el bebé vuelve a dormir. Miro la imperfección de la pared amarilla otra vez. Miro los ojos cerrados del bebé. Pienso en lo bella casi poética que es la vida corta de los cuadros que son arrancados y caen al vacío segundos después de ser creados. Le digo con mis ojos: No te voy a dejar caer. Me duele, me duele todo el cuerpo pero no es culpa tuya, no es. Y me quedo dormida.

Mateo se despierta, llora, siento la red de hilos templados que arden y me recorren, lo pego a mi teta. Deben ser las tres o las cuatro. Tengo sangre en los pezones. Estiro las dos piernas y los pies y voy contando los dedos y moviéndolos mientras los cuento. El dolor cede. No tiene tanta hambre, lo cargo y le saco los gases y después lo pongo en el bouncer. No hace nada. Saco la muñeca con pepas negras y blancas y un cascabel tortuga. Materile, Materile, Materile rile ro. No me quiero parar. Las piernas están pesadas. No me quiero parar, va a llorar. Que no llore que no llore que no llore. Mi mamá se sienta al lado y le arregla las medias. Le tomo una foto con el celular, tiene una camiseta de rayas azules y blancas y un pantalón azul, la subo a Instagram. Mateo de rayas, escribo, borro. Mateo marinero, escribo, borro. Materile, escribo. Que no llore. Me recuesto en el sofá. Me voy a parar. Me tomo toda el agua del termo. Me voy a parar. Uno, dos, tres.

–Doña Olga, Susi, ahí les dejé comida.

–Gracias.

–Gracias.

Me voy a parar. Me paro. Veo el reloj, seis y cinco. Hay dos platos alineados con la comida servida. Es solomito, puré y alverjas.

–Susi, ¿eres capaz de quedarte sola?

–Sí, ma.

No má no má no má. No me siento capaz, me da miedo pero le digo que sí, y ella coge las llaves y se va a mercar. Me da mucho miedo quedarme sola con Mateo. Los verbos “bañar”, “vestir”, “recoger”, “caminar”, “cargar”, “extender” se escriben rápido, pero cada uno exige una orden de la Susana que manda. Acuesto a Mateo ya empiyamado al lado mío en el sofá y me pongo a ver televisión con el plato de comida en las piernas. Me voy a parar, lo voy a cargar, lo voy a alimentar. Dejo el plato sin tocar en el poyo de la cocina, camino hasta mi cuarto, me acuesto en la cama y siento que los pezones me arden. Lo alimento a oscuras, el dolor no cede pero no lloro, lo acuesto en el moisés.

Vuelvo a mirar mi imagen en el espejo del baño. Tiene los ojos muertos. Oigo que Mateo se reacomoda. Va a llorar, se va a despertar. No se despierta. Estamos cansadas. Cierro los ojos y rezo-recito Que no se despierte que no se despierte. Me imagino que tengo fuerzas para caminar, abrir la ventana, pararme en el muro de la terraza y tirarme. Me imagino que caigo y que toco el piso y que el piso no es cemento sino agua. Me hundo y es una piscina de azulejos oscuros y ya mis piernas no pesan. Oigo que abren la puerta de la casa. Abro los ojos, la miro y le digo: “Tranquila Susi, no te voy a dejar caer”.

Este relato se publica con autorización de editorial Planeta y fue incluido en el proyecto Cuerpos (Seix Barral, 2019). Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción por cualquier medio sin previa autorización de editorial Planeta.

 

 

Foto: Tommaso Pecchioli, Unsplash.
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Un fragmento de Las olas son las mismas https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/un-fragmento-de-las-olas-son-las-mismas/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/un-fragmento-de-las-olas-son-las-mismas/#respond Mon, 23 Sep 2024 14:02:24 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36401 Los finales son pérdidas,
cortes, marcas en un territorio;
trazan una frontera, dividen.
Esconden y escinden la experiencia.
Pero al mismo tiempo,
 en nuestra convicción más íntima,
 todo continúa. 

Ricardo Piglia


Golpe de vista y mi propia silueta contra el azul, la tarde se degrada en el cielo. Iba a escribir sobre la velocidad, pero una obstinada bandada de estorninos escapando del invierno me distrajo o se convirtió en el texto y ya no hubo más que esa migración. Desde los dormideros hacia la siguiente temporada se dibuja una flecha y sobre mi cabeza se formula una tormenta, nombre con que el viento arrastra a la nieve. Los fenómenos climáticos me silencian. Golpe de vista al cielo y la tarde se clausura. El dorado cede. Las olas insisten en señalar ese límite donde la ciudad empieza y termina simultáneamente. El plumaje de los estorninos es bronce púrpura y yo, envuelta en un abrigo largo, sigo mirando cómo las nubes reducen la claridad del cielo. Estoy sola aquí. Se apagan las estrellas y ahora se encienden las ampolletas que cuelgan sobre los postes del muelle. El agua choca con insistencia contra los pilones de madera. 

Hace diez años viajé a París. También era invierno, también estaba frente a un borde, también estaba sola cuando vi una escena que se quedó conmigo, que todavía está en mi memoria. Dos muchachos caminando juntos. Se alejaban del río y de mí. Imaginé que se habían conocido esa misma tarde, mientras uno iba tomando apuntes de su investigación en el metro. Ese se llamaría Aurelien, sería un estudiante de ciencias y traería entre sus manos un cuaderno. Golpe de vista al suelo. El otro se llamaría Maxime. El agua encuentra una forma de seguir su curso por entre las rocas. Estallidos subterráneos. Golpe de vista al abismo, pensamiento humano y cara de ángel. El vagón atravesaba un túnel, los rieles metálicos generaban una impresión sedante de continuidad. La orilla está pronunciándose, las olas son siempre las mismas. Aurelien cerró la tapa del cuaderno porque no quería que Maxime viera lo que estaba escrito ahí. Le había empezado a molestar la insistencia de su mirada, pero ese exceso de pasado en los ojos lo tranquilizó. Su tristeza nivelaba lo hermoso que era. Macizo, ancho y determinado. Parecía inofensivo. Tenía la piel cubierta de lo que antes habían sido espinillas. Maxime, sin dejar de mirarlo, le propuso que se bajaran e hizo un gesto con los dedos como dibujando un arco en el aire. Entonces, de súbito, Aurelien consideró abandonar el compromiso que tenía esa noche con su papá. Un rapto al exterior en medio de la concatenación de palabras y frases que no se estaban diciendo. Tucu-tún, tucu-tún. Dejaron atrás la estación y atravesaron el viento subterráneo, juntos.

Suspiro prolongado de extrañeza al salir a la calle. Ah, el agua empapa la superficie de las piedras, pero su centro permanece seco, oscuro, un misterio. Afuera lloviznaba y la vereda reflejaba la catedral invertida, el puente parecía rodeado de un halo de muerte. Era una noche gélida de diciembre. El río también estaba ahí. Atraído por ese espejo que se movía, Aurelien, que todavía tenía el cuaderno entre sus manos, se inclinó hacia la baranda y nuevo paréntesis. Los sistemas de suspensión están compuestos por un elemento flexible y otro de amortiguación que neutraliza las oscilaciones de lo suspendido. Igual que nosotros, dijo Maxime señalando a las dos figuras reflejadas que la superficie del agua distorsionaba. Qué frío, dijo Aurelien y volviéndose hacia el Sena pensó ¿Qué hago aquí? Nubarrones púrpuras despeinaban el horizonte sobre los techos de París. Se subió el cuello de la chaqueta. Esa noche de invierno él tenía una cita con su papá, pero el río, el río era un continuo iridiscente. Por ahí se había deslizado también la mirada de otros hombres que antes que ellos salieron a caminar de noche. El muchacho del cuaderno vio al otro botar el tabaco al suelo y manipular con poca destreza el papel. Le dieron ganas de enrolar a él, pero luego tuvo la impresión de que entre las palmas de ese chico se abría un portal. Golpe de vista al juego de hilos con los dedos que pasan de una figura a la siguiente: triángulo y poliedro. Nueva estructura suspendida. El pelo corto, claro y los ojos circulados por sombras profundas. 

Puede ser, todo es raro. El clima, el silencio. No sabía cuánto tiempo dejar pasar antes de que se volviera incómodo. Aurelien pestañeó. Le extrañaba lo serio que era ese muchacho que tenía delante, lo determinado. Lo vio lanzar una bocanada a lo alto. Con los dedos fueron pasándose el cigarrillo, sus yemas prometían otro roce, mayor. Pasó un minuto y no se rieron. Golpe de vista al interior y pozo profundo. Piedras que no encuentran un final. No es que el muchacho del cuaderno quisiera hacer de la noche un drama, pero le resultó tranquilizador el abandono a las imposturas. Se estiró. Pasó otro minuto y diez. Maxime seguía quieto, entregado a contemplar el río. Aunque no supieran qué decirse, estaban cómodos con la novedad de ese silencio. El viento era gélido. Maxime tosió y le preguntó qué hacía. Aurelien le contó que investigaba los números de Haicheng. ¿Hai-qué? El único terremoto que se ha podido predecir en la historia.

Tenemos que ir a conocer ese lugar, dijo Maxime. Por primera vez en la noche el muchacho del cuaderno se rio, de puro entusiasmo. ¿A China?, preguntó en serio. Viaje a donde la luz no alcanza a tocar las huellas de la luz anterior. Fueron unas serpientes las que lo predijeron, las que primero supieron que ocurriría un desastre. Con el cigarro en la boca le dijo bueno, vamos. Vamos a China. Y le contó que más de dos mil personas murieron en ese terremoto. El muelle desde donde ahora veo atardecer y hacerse tarde (que no es lo mismo) parece ejercer algún tipo de resistencia a las olas. A mí la melancolía tampoco me dejaba avanzar. Estuve mucho tiempo quieta, sin moverme. Sobre el agua hay espuma reventando y figuras que desaparecen apenas terminan de formularse. Vamos a Haicheng, dijo el muchacho del cuaderno, el otro levantó las cejas y aspiró humo. ¿Serpientes? Miraron a puntos opuestos del cielo. 

Pienso en una historia que se vaya borrando. Una posta de relevos en que cada frase reemplaza a la siguiente y al final sólo queda legible la última línea. A la tormenta que ahora se avecina sobre la ciudad en que vivo, la empuja una fuerza antigua. Golpe de vista al siglo en que los hombres tallaron las piedras de esa catedral junto al puente francés: ellos evitaban el vacío. En mi historia ocurriría lo contrario, los blancos perfilados por la caligrafía se irían acumulando hacia el final. Las rocas permanecen inalterables. Golpe de vista al puente, cara de ángel agotado y los dedos temblando. Hace demasiado frío, vámonos, dijo el muchacho del cuaderno. Filo de luz entre las nubes que ilumina repentinamente el cielo. Constante avance de ese avión que ignora la tormenta. Las olas insisten en derramarse sobre las piedras, se hace tarde. Pronostico un viaje a China, dijo Maxime riéndose. Al otro le gustó que su risa fuera así, terrible. Que su piel pareciera erosionada, que fuera aparentemente inmune al frío.

Los muelles son extensiones temporales del borde, los puentes son pausas y las olas son las mismas. Iba a escribir sobre lo simultáneo. Sobre las cosas dobles como los puentes o la orilla. Sobre lo que empieza y termina al mismo tiempo, pero el arrastre del viento rompe la lisura de la superficie y se genera el desplazamiento del agua. Iba a escribir sobre la semejanza, pero estos dos muchachos, tan hermosos y tan distintos. Los vi alejándose del Sena, diez años atrás. Los vi de espaldas, en sus abrigos. Me sentí tan sola cuando los perdí de vista. El resto es pura ficción. Ahora enfrento a la tormenta que estalla. Ahora sé que cuando se genera una ola las partículas de agua no retornan nunca al mismo punto donde estaban, sino que vuelven a otro, ligeramente distinto. Completamente desconocido.

Existe un cuaderno de tapa negra gastada por el roce, de cincuenta páginas empastadas manualmente, donde está registrado el viaje que dos franceses realizaron a Valparaíso para el cambio de milenio. En las primeras páginas se encuentran los dos boletos de avión (asientos económicos en la fila J con los nombres completos de Aurelien y Maxime), un mapa desplegable del puerto y algunas anotaciones breves. En la solapa está pegado el comprobante del retiro del equipaje: cada uno llevaba consigo una sola mochila.

Juan es un estudiante chileno que vive en Nueva York y ahora está buscando algo que leer en el octavo piso de la biblioteca de la universidad. Pasa su mirada por los anaqueles descartando el nombre de los autores latinoamericanos y los títulos de sus obras hasta que de pronto, siente como si una linterna se moviera dentro suyo y alumbrara algo que él no quiere ver. Con curiosidad repara en el único de todos los libros en la estantería que no está encuadernado con una cubierta plástica como el resto. Esa diferencia le parece una seña. Se acerca, pasa su dedo por el lomo negro y lo saca. Así el cuaderno de los franceses cae en manos de un aspirante a escritor, quien lo ojea y nota que sus páginas están completamente escritas a mano. En sus tapas no hay adherida una ficha bibliográfica ni un timbre que indique que ese cuaderno pertenece la colección de la biblioteca.

Alguien podría haberlo dejado ahí accidental o intencionalmente. Juan pasa su mano por los apuntes y rápidamente descubre que el cuaderno está escrito en francés, idioma que no sabe hablar pero que puede leer. También nota que le faltaban las últimas páginas. Entonces lo cierra, lo guarda en su mochila y sale al pasillo rogando que no vaya a tener escondido un sensor que se active cuando cruce las barreras de seguridad de la biblioteca.

Una vez en la calle recupera la respiración, saca el cuaderno de su mochila y piensa que hay dos formas de abordarlo: como un relato inconcluso o uno que todavía se está escribiendo. La distancia entre esas posibilidades es, a sus ojos, similar al vértigo que separa a un fenómeno climático del pronóstico que lo predice. Hace algunas horas, Juan leyó en AccuWeather que nevaría en Nueva York, pero ahora, al asomarse por la ventana del vagón del metro que cruza el puente de Williamsburg hacia Brooklyn, sólo descubre un inalterable cielo púrpura. 

Que el clima se desentienda del presagio que hacen de él los meteorólogos es, para Juan, a la vez decepcionante y tranquilizador. Apoyado contra el vidrio se pregunta cómo se verá esa secuencia de fachadas que se extiende al otro lado del río, cuando la tormenta estalle y el barrio donde vive quede enmudecido por el blanco.

En la página once de la bitácora de viaje Juan se entera de que los franceses llegaron a Valparaíso el último domingo de 1999. También está escrito que lo primero que vieron al bajarse del terminal de buses fue una poza de sangre fresca en el pavimento. En un comienzo escribe Maxime y luego Aurelien. Aunque sus caligrafías son semejantes (a primera vista podría parecer que la bitácora fue escrita por una sola mano), con el paso de las páginas comienzan a aparecer distingos entre las observaciones de uno y otro. Maxime constató su encuentro con la poza de sangre con una frase sin adjetivos, mientras que Aurelien anotó que al verla sintió asco, luego miedo y después pensó en el cuerpo que la había perdido. 

El manuscrito de la mano de Aurelien termina diciendo: 

La muerte no me asusta. (La página lleva el número once, escrito con lápiz de tinta azul junto a la firma “A” en el borde inferior)

Maxime pensaba que la bitácora era una oportunidad de registrar el cambio de milenio, pero también lo que parecía ser el fin de su relación con Aurelien. Fue él quien insistió en llevar un registro del término. Para Aurelien, en cambio, el cuaderno era una distracción, un juego. Durante los días que pasaron en Valparaíso ambos depositaron ahí, alternadamente, apuntes y ocasionales dibujos sobre sus paseos. Con esas pistas Juan se armó una primera idea de ellos: qué miraban, qué preferían. Pero también hay (realizadas al margen) algunas notas sobre lo que no eran capaces de decirse. Esas entradas son chispazos.

La bitácora se sucede linealmente hasta que en la página cincuenta el registro termina abruptamente. El ensayo se interrumpe. El juego se acaba.
Al cuaderno le falta su cierre.
Al comenzar el nuevo milenio, los franceses dejaron de tomar apuntes.
O decidieron esconder esas páginas.
Lo cierto es que actualmente la bitácora es incapaz de narrar su propio final. O por lo menos eso cree Juan cuando ve los primeros copos arrastrados por el viento estrellarse contra el vidrio de la cocina. 

Con la plata de una beca estatal Juan arrienda un pequeño departamento en el sexto piso de un viejo edificio de Williamsburg, frente a la estación de Marcy de la línea JMZ. Es un departamento de una pieza con dos ventanas desde las que se ven los neones de la Funeraria Ortiz y el principio del puente que lleva a Manhattan. Ese departamento es la casa de su soledad. Ahí come wantanes y arrollados primavera que compra por pocos dólares en un local de Havemeyer. Ahí fuma. Ahí revisa su horóscopo y el pronóstico del tiempo a diario. Ahí lee y relee las novelas de Z que se ha traído desde Chile y vuelve a ver películas noventeras en Netflix. Ahí se asoma a mirar las estrellas y a dibujar líneas imaginarias entre ellas. Pocas veces escribe. Es la primera vez que Juan ve nevar y no quiere que termine.

 

ARIES 

Los vidrios están escarchados. La naturaleza existe aún si no la percibes. Cuando Mercurio cayó en tu casilla, tú caíste en cuenta de algo sobre tu propia forma de ser también, ¿qué es eso que te incomoda en el fondo? Este retroceso planetario propicia reflexiones sobre el movimiento y sobre las identidades ocultas. Mercurio se une al Sol en una alianza poderosa. En las resquebraduras del cielo, las furiosas locomotoras huyen. Mirar hacia dentro es como encender la luz en una pieza oscura, pero también es como encontrarse con algo insospechado en un lugar común.

 

Fragmento del libro Las olas son las mismas (Los Libros de la Mujer Rota, 2021; Paripé Books, 2022)

 

 

Foto: Isaiah B, Unsplash.
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Cabeza quemada https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/cabeza-quemada/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/09/cabeza-quemada/#respond Mon, 23 Sep 2024 14:01:39 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=36393 Para mi madre,
que rehízo el mundo para nosotras una y otra vez.

  

Esa noche mezclábamos Coca Cola con Sprite en vasos de rombos de cristal para imitar a los viejos, que tomaban whisky. Brindamos. Los primos y las primas chocamos los vasos y tomamos hasta el fondo, creando una borrachera imaginaria que nos hacía sentir burbujas en la nuca, como las cosquillas, que solo están en la mente. Eso decía, La Parienta, que también nos trajo un día un test para saber si éramos niños índigo. 

¿Cómo le dices a tus abuelos?

  • Abuelo/abuela
  • Abuelita/abuelito
  • Tito y tita
  • Nono nona

 

Pero éramos niños peor que comunes. Nos lastimábamos la nariz por meternos los dedos y nos comíamos la mantequilla por cucharadas. 

Esa noche había mucho whisky. También bailamos, solo las nenas, que adorábamos a Britney y a Selena por igual y habíamos aprendido a anudarnos la camiseta para mostrar el ombligo. Luego vino la lloradera. Aquí no hay cumbia sin dolor. Antes de la media noche, la abuela arrojó el whisky por la alcantarilla, gritando: ¡sois unos porfiados! Los tíos y el abuelo se enfuriaron, pero estaban tan chumados que tampoco pudieron hacer mucho.

En eso llegó La Parienta, se bajó de su Fiat punto rojo y dijo que era hora. ¿De qué? Nadie lo supo. Pero a La Parienta todos le hacíamos caso porque era estudiada y siempre prestaba dinero. A los chicos nos repartió luces de bengala y a los grandes les metió billetes en los bolsillos. En minutos nos tuvo a todos dentro de casa y nos contó cómo se iba a acabar todo. 

Ha llegado el fin de los tiempos. Tranquilos, cariños míos. Yo me encargo de lo que queda.

***

Quién sabe hace cuánto tiempo fue eso. Era fin de año y mientras los vecinos saltaban la chamiza y las cenizas de sus monigotes de año viejo, nosotros mirábamos las chispas de las bengalas, con nuestro whisky de mentira y la aureola del fuego nos crecía por dentro, mientras La Parienta tapiaba las ventanas con periódicos amarillos y manchados y fundas de basura y apagó la música para siempre. Se detendrán todos los relojes, amores, calladitos y calladitas. 

Aquella noche se terminó con el abuelo dormido en su poltrona y la abuela quitándole los ropajes y las pelucas a los santos y a las vírgenes. Cabecitas calvas. Cuerpos de tela, con manos talladas bellísimas. Sin partes pudendas. Como la abuela nos imaginaba a todas. Mi madre lloraba en su antiguo dormitorio mientras La Parienta afirmaba que habíamos sobrevivido al fin del mundo. Ya estará en la tierra el gran Rey de espanto, decía, antes, después Marte reinará con buena dicha. Y movía su cuerpo pequeño y cuadrado dentro de una bata negra por la casa como un fantasma chato. 

El día llegó. Casi escuchamos cantar a las urracas. Aunque no pudimos ver nada. Ni a los perros comiendo los restos de la basura del fin del milenio, ni las cenizas de los viejos con máscaras medio quemadas de políticos, deportistas y famosos, porque con el día empezó para nosotros otra era: la era del Hombre Nuevo. 

El Hombre Nuevo tiene un pelo que da envidia. Y trae la muerte. Así ha sido durante la eternidad. Cada guerra crea un solo hombre, que se esconde en las sombras como un salvador, pero luego se estropea. El Hombre Nuevo suele ser muy alto y se está matando de a poco en algún cuarto sin luz y cuando alguien entra ahí apenas siente las moscas que le acompañan y el hedor de Hombre Nuevo, que es como oler a dios mismo: una mezcla de shampoo barato y caca de borrego. 

Primero murieron las plantas, sin luz natural. Solo sobrevivieron las begonias. Hoy en día las comemos, las machacamos por completo y tragamos una papilla verde que nos ayuda a criar lo que sea que llevamos dentro. Las paredes se llenaron de moho, La Parienta reemplazó las fundas y los periódicos por estacas y cuando nos dimos cuenta, ya estábamos haciendo pis y caca en bolsas que La Parienta hacía desaparecer. El cabello nos creció más abajo de la cintura y nos crecieron los pechos. Ahí fue cuando las cosas empezaron a torcerse. Hay que prepararse para salir al nuevo mundo, decía ella con su bata negra hecha jirones, que se rehusaba a quitarse. ¿Cuándo lo veremos? ¿Cuándo veremos el mundo?, le preguntábamos. Calladitas, nos decía, antes hay que crear vida. Como las coles y los nabos. Hay que rebrotar. 

Así que aquí estamos criando al Hombre Nuevo, pero nuestros fetos no han sobrevivido porque es sabido que la unión entre parientes cercanos está destinada al fracaso. En esta familia se hereda un pelo sedoso y brillante, grueso y negrísimo; pero también la tendencia a sudar demasiado y a tener los nervios como paja chamuscada. Por las noches temblamos y tenemos pesadillas y cualquier sobresalto nos puede volver tarumbas. 

Pero eso a nadie le importa. 

Un día la Juli estuvo a punto de dar a luz y el vientre se le desinfló, soltó por abajo un polvo roñoso. Tampoco lloró porque estamos acostumbradas. No es nuestra culpa. Quién quiere tener al hijo de su padre, de su hermano, de su primo. No queremos salvar la especie. Ni siquiera sé si podría diferenciar una col de un nabo. 

Hace tiempo que todas en esta casa alucinamos. La Parienta trata de impedirlo. Nos sumerge en tinas de agua tibia y entonces nos calcina las neuronas. Es por su bien, dice, calladitas. Shhh. Es como un electroshock casero. Permanecemos flotando en el agua, con todita la piel arrugada. Cuando activa la corriente emitimos entre todas un gemido largo y luego nuestros cuerpos se agarrotan y sé que más allá, aunque no las pueda ver, están las demás, la Juli, la Renata, la Maribí, la Catita, niñasmujeres contorsionadas con cabellos largos bellísimos, que serpentean como culebras viperinas. 

No sabemos cómo salir del agua. 

Lo peor es que tampoco nos estamos hundiendo. 

Antes venía el gato a consolarnos. Billy, Billy, Billy. Cuando La Parienta nos sacaba envueltas en toallas, Billy nos lamía las piernas y se le erizaban los pelos por la electricidad. Pero a él no le importaba. Billy murió, de viejo o de pena o quién sabe y con todo calcinado por dentro, sus entrañas en ceniza. La Parienta no nos dejó ver su cuerpo. Nos dijo que amaneció tieso como un poste, que olía a orines y que tuvo que deshacerse de él. Por las noches solíamos meter a Billy a dormir entre nosotras, nos lamía la nariz si entraban ellos. Nos advertía. A veces creo que está encerrado en alguno de los cuartos de esta casa. Billy, Billy, Billy. Como mamá y el abuelo, que fueron los primeros en ser castigados. Querían revelarse y salir. Dijeron que afuera el mundo seguía como siempre, que creían haber escuchado cantar a las urracas. Calladitos, dijo La Parienta. Coles y nabos. Ahora gimen detrás de las puertas y por las noches las rasgan. La abuela solo calla y sigue con su vida. Viste y desviste santos y vírgenes. Les acaricia las manos y les reza plegarias purísimas. Luego nos mira y nos llama: sucias, perezosas, porfiadas. Los primos, los padres, los tíos viven, en cambio, a sus anchas. La Parienta nos obliga a darles de comer, como a grandes bebés gordos y una vez al mes alguno nos visita en los cuartos. No importa si gritamos o lloramos. Hace tiempo que preferimos el silencio. Nos dejamos hacer imaginando que todo el horror lo olvidaremos en las tinas de agua electrificada. 

Anhelamos convertirnos en culebras de agua, en medusas y huir por el desagüe hasta llegar al mar que ya no recordamos cómo se ve, ni cómo suena. ¿Era como cascabeles?, pregunta siempre la Catita. Era como oír a la virgen meando, le digo. Y todas nos reímos. 

Lo que me quita el sueño es que esta vez he sentido la patada. Estoy segura de que el Hombre Nuevo está en mí, en mi vientre. El feto se ha formado ya. Si mi vientre no se desinfla como el de la Juli, nacerá de mí un homúnculo destinado a acabar con todo. Cuando me ha pateado he sentido el horror, un piecito bien formado, musculoso y violento. No me patea para que sepa que está vivo, quiere salir de mí cuanto antes, me patea con odio hasta que me duelen las tripas. 

La Parienta no puede enterarse jamás. 

La Maribí me ayuda a fajarme cada día y parece que no estoy tan panzona. El tío el otro día me dijo que debería comer menos o mirándolo bien incluso ayunar un poco. Te fortalece el espíritu, también dijo. No pasa nada si engordas un poco, dijo, pero piensa en nosotros. No es bonito verte así, fofa, y pensar en lo otro

La Parienta me miró feo. 

La abuela dijo: te has puesto bienparqueadita, porfiada. 

Da igual, La Parienta siempre nos mira mal. Si comemos mucho, si comemos poco, si somos unas ingratas, si es que no hemos parido ni un solo crío. Cuando dejamos de sangrar, los primeros meses, cuando algo empieza a crecernos dentro, nos acusa, porque cree que conspiramos con nuestra actitud de niñas malcriadas, cree que podemos impedir que los fetos crezcan. Cree que nuestro pensamiento infantil, mágico, todopoderoso puede más que la leche podrida que nos inyectan los hombres de esta familia. Líquido mugroso que nos preña y hace que nos veamos cada vez más viejitas. Si alguien llega a abrir esta casa verá unos cuantos bebés gigantes y gordos, con los cachetes sonrosados y un ejército de viejas serviles, pequeñas y arrugadas con barrigas huecas que han parido solo polvo y mal, sosteniendo esta humanidad inmunda. No han de culparnos, no hemos tenido más opción que someternos. 

Cuando llega el Hombre Nuevo, el mundo se somete para luego hundirse bajo sus pies, hacer de sus huesos alfombra, de sus recuerdos ceniza calcinada en tinas de agua pura. 

El Hombre Nuevo que llevo en el vientre no puede nacer. 

A pesar de las tinas de electricidad, no he quedado del todo tonta. A la Catita le fue peor, desde hace unos meses es incapaz de decir su propio nombre y también le cuestan las palabras que empiezan con A. Mor, dice, maranto, marillo, raña, brázame con fuerza. Quién sabe cómo funcione la electricidad en nuestros cerebros, si calcinan vías completas, si queman pergaminos y libros enteros que hemos ido escribiendo en la más zopenca infancia, si nos borran recuerdos o solo la escritura de esos recuerdos en las paredes grises de nuestra masa cerebral y si algún día nos encontraremos imaginando otra vida que sea la nuestra, convertida en fantasía llena de mariposas cuyas alas se tornan ceniza con tan solo pestañear. 

Me pregunto si hay algo que yo haya olvidado. A veces hago listas, de nombres, de frutas, de plantas del bosque alto, de plantas de bosque primigenio, de todo aquello que conocía cuando estaba fuera de esta casa. Creo que las listas están completas, cuando las leo, reconozco lo que he escrito. La que escribo ahora dice: 

Bosque nublado:

  • Flor de malva
  • Niebla
  • Riñón 
  • Liebre
  • Llama

 

No he podido seguir escribiendo porque ha entrado La Parienta para una inspección. Lo hace cada tanto, ni siquiera sabría decir si pasan días o meses. El tiempo se ha convertido en unas rayitas en la pared de las cosas que importan: el cumpleaños de los varoncitos, la fiesta de Santo Domingo Savio, patrono de las preñadas. No se dice preñadas, grita La Parienta, no somos animales. Nosotros no tenemos fechas en la pared, más que la del último sangrado. Y La Parienta no nos deja verlas. Al principio llevábamos los cálculos. Teníamos nuestro propio sistema. Arañazos en las piernas, mechones de pelo que cortábamos en cada regla. Pero La Parienta se ha vuelto más lista con el tiempo. Además, padres, tíos, hermanos y primos entran más de lo que deberían a nuestros cuartos y a veces confundimos ese con el otro sangrado. Porque son bestias. Poco les importa rasgarnos. Tampoco les importa quiénes somos, a veces alguno me llama Juli o Maribí. Yo apago la luz, aunque les moleste, me tapo con las cobijas o me quito los lentes. Hace tanto que debía cambiarlos. Veo muy poco.  Contornos de La Parienta. Sombras de hombres. Las manchas de los calzones que tenemos que lavar. De pequeña odiaba los lentes, sentía que era como tener una prótesis de ojos. Hoy agradezco perder la vista y a veces, por las noches, tomo un poquito del alcohol que tiene La Parienta para curar heridas. 

Mi sueño ahora es vivir en las tinieblas. 

Al pedirme que me quite la faja La Parienta se ha dado cuenta de lo que le he estado ocultando. Me ha azotado y yo no he gemido ni siquiera. Quiero que el dolor me llene al punto de llegar al Hombre Nuevo que llevo dentro, que lo contamine y siendo él pequeño no lo deje resistir. Pero sé que eso no pasará. Mi cuerpo lo quiere y no lo quiere. Mi cuerpo lo cuida y lo aborrece. Mi cuerpo a veces quiere vivir, correr por un bosque virgen y saltar en los charcos. Mi cuerpo quiere atrapar saltamontes y metérselos en el pupo y que salten hacia dentro y se multipliquen. Quiero ser capaz de huir de esta casa y tocar el bosque, quiero oler la hierba y escuchar a las urracas y vivir ahí en una cueva oscura, llena de pelos y gimiendo, oscura comiendo coles y nabos, nabos y coles.

No sé cuándo perdí el conocimiento, pero al despertar me dice la Catita que he roto aguas tan pronto como La Parienta me ha puesto la mano en el vientre. Brázame fuerte, dice, quí estoy. 

Me levanto de la cama, hay sangre por todos lados. 

No quiero preguntar si el bebé está muerto. 

No quiero que me digan que el bebé está vivo. 

Pero cuando menos espero escucho su llanto. La Parienta, con su vestido negro fantasmal, lo acuna por toda la casa. Los tíos, primos, padres, hermanos, miran al bebé como si tuviesen alma. ¡Qué rosadito!, dicen. ¡Se parece a vos!, gritan y se señalan unos a otros. Luego aplauden y abren botellas de cerveza que La Parienta ha guardado solo para este día. 

Camino como puedo y voy hasta ellos. Miro al niño, que es en verdad rosadito y arrugado. Que es como los santos y las vírgenes de la abuela. Que huele a coles y nabos. 

El Hombre Nuevo ha nacido de mí. 

Con cuidado y en silencio voy a las tinas. La Parienta ni se fija. Está tan afanada con el bebé, tan contenta de haber traído un niño al fin del mundo, que ni siquiera nos ha dado el potaje verde por la mañana. Cuando entro en la tina siento que mi cuerpo se ensancha, el agua me llena, llena el hueco donde estuvo el feto, llena el útero lastimado y desinflado, llena mis ojos de agua nueva y ojalá enceguecedora. Sé que la manija para activar la electricidad está lejos, pero sé también que solo tengo que meter aquí el cable que le da potencia. Un solo toque y arderé. Tomo el cable y lo lanzo. 

Un, dos, tres. 

Cabeza quemada.

Huelo el bosque chamuscado. Escucho el crepitar del fuego por todas partes. Mariposas de ceniza. Cantan las urracas, ladran los perros, pero no sé en dónde están. Quizás están en todas partes. Oigo cascabeles. La virgen meando. Una puerta que se abre: ¡el nuevo mundo! A lo lejos, una vocecita me susurra guanta, brázame fuerte y un grito: ha de ser porfiada. 

 

 

Foto: Joshua Fuller, Unsplash.
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Muerte con campanas  https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/muerte-con-campanas/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/muerte-con-campanas/#respond Sat, 08 Jun 2024 19:03:28 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=35253 El golpe de un objeto contundente se escuchó en la escalera. A través de la mirilla, la vecina vio subir a una mujer embutida en un vestido amarillo. Eufórica, todo en ella parecía brincar: las carnes copiosas, los ricitos negros, la boca redondita y cursi pintada de rojo; Betty Boop tropical aplastando bajo el brazo una cartera. Detrás, un cortejo de tipos sudorosos arrastraba una cama Reina Ana y un dosel. 

–¡Ya falta poco! ¡Es aquí, en el fondo! –animó Olinda sin poder ocultar la desesperación. Cada vez que las patas cabriolé se atascaban en el estrecho pasillo pensaba en el barniz y daba un respingo. Con mucho esfuerzo lograron subirla, pasarla por la puerta de un apartamento con techos altos y un balcón que, abierto de par en par, le daba paso al verano habanero. A lo lejos, la Virgen de la Iglesia del Carmen se recortaba contra un cielo blanco, toda la ciudad una postal del deterioro. Cuando depositaron la cama en el cuarto –una tarea difícil considerando el poquísimo espacio que dejaban el escaparate y la cómoda, también Reina Ana– , Olinda juntó las palmas en éxtasis con un desbarajuste de pulseras. Luego instalaron el dosel y ella, además de pagarles generosamente, hizo café para confirmar su agradecimiento. Uno de los hombres paseó la mirada por el apartamento. 

–¡Oye, pero esto parece un museo! –exclamó pasmado. Ciertamente, era un lugar particular, un capriccio entre el humo de guaguas. 

Cuando conoció a Armando, una tarde en Coppelia, él leía una edición de Papá Goriot con letras doradas impresas en el lomo. Ese hombre tenía que ser especial. Casarse con él –cuya promisoria carrera como ingeniero agrónomo auguraba un puesto en un ministerio– confirmaba el destino de gran señora que había intuido para sí misma. Tendrían hijos a los que educaría para que se convirtieran en personas importantes. Pero no hubo puesto ni futuro encumbrado, tampoco hijos. Armando terminó en una fábrica de camisas, robándose los cortes de tela para revenderlos en la calle y ella, como dependienta de una tiendita anodina en Centro Habana. 

Para compensar, convirtió la casa en un imperio kitsch. Norton, un pichón de jamaiquino que conocía La Habana al dedillo y sabía de antigüedades, hacía las veces de dealer. Muebles de caoba, tapeticos de crochet y pastorcitas de porcelana convivían con vajillas de Bavaria y un viejo, pero todavía activo, reloj de campana. Como único detalle de modernidad, un retrato de Camilo y un almanaque con beldades en tanga. Fue Norton quien le consiguió la cama, una viejita en Lawton la vendía por trescientos pesos. Ahora podía pasar cualquier cosa, redoblarse los apagones y arreciar el hambre, pero ella dormía en una Reina Ana, su forma de rebelión y resistencia, lo único que no podrían quitarle. 

Los hombres se fueron. Se quedó sola, felizmente entregada a la contemplación de platos y porcelanas. La luz empezaba a disolverse y Armando llegaría pronto. Lo esperó en el sofá, con pose de maja vestida y cara de cumpleaños. 

–¡Te tengo una sorpresa!

–¿Hoy quitan la luz?

–No, hoy no toca. ¡Oye! ¿Tú me oíste? Te tengo una sorpresa.

–Sí, mi china, disculpa. Es que estoy muerto –respondió con desánimo mientras guardaba la bicicleta–. El día fue malísimo, el inspector apareció de repente. 

Para disimular los cortes faltantes tuvieron que poner las telas grandes encima. Si los cogían, los metían presos y, además, estaba el calor: un vapor espeso que engrasaba la piel y el alma. Los ventiladores chinos de la fábrica no eran suficientes para espantar el verano aplastante de la isla. La fatiga, apuntalada por el hambre y las horas de pedaleo en bicicleta, hacía que los trabajadores se desvanecieran con frecuencia. Toda la isla un sopor, un puñado de moscas sobre la rueda inmóvil del destino. 

–A ver, enséñame tu sorpresa. 

–¡Cierra los ojos! –Olinda lo cogió de la mano y lo guio hasta el cuarto–. ¡Ahora, ábrelos! 

–Ah… está bonita.

–¿Bonita? ¿Eso es todo lo que vas a decir?

–No, no. Está bella, como todo lo tuyo –Empezó a besuquearle el cuello–. Ahí vamos a dormir como reyes, a hacer de todo, como reyes. Ahora dame la toalla, que voy a bañarme. 

Su entusiasmo sonaba falso. Olinda escuchó el agua reventar contra los azulejos, mientras servía un plato de arroz con frijoles y se preparaba para ver Día y noche, lo mismo que probablemente hacían todas las familias cubanas a esa hora si tenían electricidad. En ese capítulo se resolvería un crimen por arma de fuego ocurrido en la parada de una guagua, pero lo que más le importaba a Olinda era la subtrama del posible quiebre conyugal de Pablo y Elia. Finalmente, ella le había dicho que ayudarla a fregar los platos nada tenía que ver con la verdadera solidaridad de un matrimonio. 

Armando salió del baño y se sentó a comer. Bajo la luz del comedor, su rostro se veía amarillento. No habló, los únicos sonidos eran el ruido de la cuchara contra el plato y las voces apagadas del televisor. Olinda lo miraba con el ceño fruncido. 

–¿Y qué te pasa a ti?

–Ya te dije, estoy cansado…

–Tú me disculpas, Armando, pero yo sé cuándo pasa algo y cuándo estás cansado. ¿Qué te pasa?
Armando soltó la cuchara y se agarró la cabeza con las manos.

–Oli, tengo algo que decirte…

Ella se mareó. ¿Y ahora qué?

–Deja el misterio, dispara.

–¿Tú te acuerdas de Rafelito, el chamaquito que trabaja conmigo? 

–Sí, claro. 

–Bueno, está como Alberto el militar, que salió en la procesión… 

–¿Qué? 

–Echando un bote a la mar… Se va, Oli, se va. Está construyendo una balsa. ¡Algo mejor que una balsa! Lo tiene todo planeado y yo me voy con él. ¡Nos vamos! 

–Termina de comer, dale, que ya empieza Día y noche

–¿Tú me estás oyendo? Nos vamos. No aguanto más, no puedo con esto. 

En la televisión empezó a sonar la intro de Día y noche. Olinda se levantó y empezó a amontonar los platos. Armando la siguió con la mirada. En la cocina, explotó. 

–¿Y de verdad tú crees que eso es así? ¿Irse y ya? ¿Cómo sabes tú que Rafelito no es tremendo chivatón? ¿Tú sabes cuántos años son si nos cogen? ¿Tú tienes idea de la cantidad de gente que se ha muerto en el mar? Además, ¿quién carajo te dijo que yo quiero irme en una balsa? ¡Es que tú no puedes estar hablando en serio! 

–¡Pero es en serio! ¡Ven, siéntate!

–¡No me da la gana!

–¡Que te sientes, cojones!

Se le salieron las lágrimas. No soportaba que le gritaran y Armando no le gritaba ni le decía malas palabras. Esa ira repentina la asustó, le pareció un ave de mal agüero. Temblorosa, se sentó junto a él. Sabía que no estaba mintiendo porque él mismo había visto los planos de la balsa, también la desesperación de la mamá. 

–Una angustia así no puede fingirse. Además, ya conozco el plan, yo mismo estoy ayudando a organizarlo. 

Se irían en abril del año siguiente. Saldrían de Santa Clara, donde vivía el tío de Rafelito y, si tenían suerte, llegarían a los islotes de Key West. Ese tío, que había sido pescador toda la vida, había trazado una ruta; en las cercanías de Bahamas podrían descansar un rato. La embarcación sería segura, flotaría sobre tubos de acero. También le añadirían un motor de tractor ruso y una vela. Por supuesto, tendría remos, por si falla el motor. 

–Acuérdate de que Rafelito estudió en la CUJAE y le mete a la ingeniería. ¡Mima, lo que vamos a meter es la Kontiki!

–Pero… Armando, ¡faltan nueve meses! ¿Qué hago con la casa y con los muebles? –Olinda sollozó–. ¡Me hubieras dicho antes y no me hubiera matao pa’ comprar la cama! 

–Podemos vender las cosas. Va a hacer falta dinero pa’ construir el barco. Lo que sobre, nos lo llevamos. 

Empezó a llorar. Esas vajillas y butacones eran su patrimonio. ¿Cómo creía él, cómo osaba pensar que podía deshacerse de su patrimonio? 

–¿Qué patrimonio, Olinda? ¿Platos de porcelana para qué? ¿Para llenarlos de arroz con frijoles? ¡No me jodas, chica! 

Se levantó ofendida y se metió en el cuarto. Si hubiera podido gritar, lo hubiese hecho tan alto que solo los perros hubiesen escuchado. ¿Quedaban perros en La Habana? Se tapó completa, se hundió en el abismo de las patas cabriolé. 

Los meses siguientes fueron un vértigo. A punta de los bienes de su mujer, Armando se convirtió en el socio capitalista de la empresa. La Habana se había vuelto una buena plaza para el mercado de antigüedades, muchas familias conservaban reliquias familiares –no por conciencia patrimonial o sentimental, sino porque no quedaba otro remedio– y se vendían bien a coleccionistas y marchantes que, disfrazados de turistas cualesquiera, las compraban a precios ridículos. Primero se fueron las joyas que Olinda heredó de su abuela: el anillo de oro con circones, el prendedor de plata, las perlas (se negó a desprenderse de su anillo de compromiso, de oro blanco. Si la balsa se hundía, el anillo se hundía con ella. Si se la comían los tiburones, se tragarían también el anillo). Después siguieron los muebles. Norton, sin preguntar demasiado, se encargó de conseguir los mejores tratos. Con el dinero que les dieron por los butacones, compraron dos tubos de acero. Se los vendió un guajiro que trabajaba en La Antillana y tuvieron que buscarlos, de noche, en un camioncito destartalado que daba tumbos por las calles de El Cotorro. El otro par lo resolvieron con un socio que, a su vez, tenía otro socio que trabajaba en la construcción. 

En Santa Clara, la nueva Kontiki avanzaba de acuerdo con lo planeado. ¡Con eficiencia revolucionaria, compañero!, bromeaban Armando y Rafelito. Lo más difícil fue el motor. Un tipo que trabajaba en la UBPC de Arroyo Naranjo pedía doscientos dólares. Llorosa, Olinda se despidió de su juego de comedor. Ese día no quiso comer, ni siquiera ver Día y noche. En vano, Armando intentó consolarla: le habló de muebles, de todos los estilos, que comprarían al llegar a Miami; de lámparas Tiffany regateadas a judíos en Nueva York, de esmeraldas y diamantes corte Asscher. Pero no se trataba de los muebles, sino de su vida, arrasada finalmente por la mediocridad. 

Siguieron las figuritas de porcelana, los platos y las fuentes. La coqueta la vendieron para comprar las lonas y hacer la vela. El apartamento fue quedándose vacío, desnudas las paredes. El imperio de Olinda se convirtió en un erial y esa misma desolación arrasó con ella, descuidados los rizos, la boca sin pintura siempre colgando. Faltaban dos meses para la partida y Armando pasaba casi todo el tiempo en Santa Clara. Cuando volvía, solo hablaba de materiales y progresos, de rutas e islotes, de lo que harían y no harían al llegar a Miami. Vista desde afuera, la embarcación era un ripio absurdo, un ensamblaje de objetos disímiles que hubiese hecho la delicia de los surrealistas: el encuentro no del paraguas y la máquina de coser, sino de lonas de camión, tubos de metal y un motor ruso. Sin embargo, él estaba convencido de que era un tesoro de la ingeniería naval y el diseño aplicado. 

Un sábado apareció con la ropa sucia, ojeras moradas y aire de triunfo. Se hizo un vasito de agua con azúcar y se sentó en la mesita plástica con la que habían sustituido el antiguo juego de comedor. En la cocina, Olinda se empeñaba en una nueva receta de leche condensada hecha con leche en polvo. 

–¡Mima, tengo una buena noticia! ¡Ya está lista, ya casi no le falta nada! ¡Es hora de que empecemos a recoger! –El ruido rítmico y continuo del tenedor fue la única respuesta. 

Armando siguió con la lista de lo que debían resolver: ropa blanca para el día y negra para la noche, que retuviera calor. Le habían dicho que se volvía térmica si la forraban por dentro con periódico. ¡Que el Granma sirva para algo que no sea limpiarse el culo! También tenían que encerar las mochilitas donde llevarían los papeles importantes, para protegerlas del agua. A efectos de terminar la embarcación, lo único que faltaba era la base que iría sobre las tablas. 

Ella siguió batiendo, esperando que Armando terminara su monólogo, pero hubo después un largo silencio. Se limpió las manos en el delantal y salió. Armando no estaba en el comedor ni en la sala. Lo encontró en el cuarto, la mirada fija sobre la cama. 

–¡Ni se te ocurra! ¡La cama ni se te ocurra! –gritó ella y se abalanzó sobre él, que arrancaba las sábanas. Olinda las cogió e intentó ponerlas en su lugar, pero un empujón la lanzó contra la pared. Acurrucada en la esquina, lo vio desmontar todo y buscar un serrucho, vio los dientes morder la carne de la madera. Dos horas más tarde, los tablones se amontonaban desmembrados, las patas cabriolé desperdigadas y solas. Armando se fue y volvió con dos tipos. Entre todos, se llevaron las cosas. Una vez sola, se tiró sobre el colchón y lloró hasta quedarse dormida. Cuando despertó, había anochecido. Buscó a tientas el interruptor. No había luz. 

En la oscuridad, Centro Habana era una masa silenciosa, casi podía escucharse el mar. Se paró en el balcón y respiró profundo, el aire olía a basura y salitre. La Virgen del Carmen parecía un espectro, recortada contra el cielo pizarra. Una parejita pasó por la calle y sus risas reventaron la tristeza de una ciudad olvidada por los dioses. Recordó sus primeros años con Armando, cómo la hacía reír y, a sus pies, el vacío se hizo un llamado. Entonces lo sintió entrar, acercarse sigiloso, abrazarla por la espalda. 

–Perdóname, china –dijo en susurros–. Tú sabes que no soy así, pero es que me vuelvo loco, este país me vuelve loco. ¿De qué nos valen los muebles lindos, las cosas lindas, si no podemos comer, decidir, hablar? 

–Es gracioso, ¿no? Una cama Reina Ana –Olinda se dio la vuelta. Había en su rostro una ajada resignación–. Supongo que, al final, eso también es esta isla: un mueble de estilo convertido en una balsa. 

Esa semana terminaron de recoger, se irían unos días antes para Santa Clara. Apenas se despidieron de familiares y amigos, a los vecinos les dijeron que Armando había sido transferido a provincia. El día de la partida, él bajó primero y Olinda se quedó en la entrada, miró su casa por última vez. ¿Qué le esperaba? La imagen del mar, un mar como un desierto de agua, le dio escalofríos. ¿Llegarían? ¿Daría la talla aquella embarcación, su cama Reina Ana? En la sala, solo quedaban el reloj, Camilo y la beldad en tanga. Dijo adiós y cerró la puerta. Las agujas marcaron las once, las campanadas temblaron sobre el suelo vacío. 

 

 

Foto: Carlos Torres, Unsplash.
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Fue la noche de Miss Venezuela https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/fue-la-noche-de-miss-venezuela/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/fue-la-noche-de-miss-venezuela/#respond Sat, 08 Jun 2024 19:02:26 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=35259 Tú, Daniel, en la cuna durmiendo. Mi mami y mi abuelita, en el sofá comiendo pepitas de marañón y tomando soda blanca. Yo estoy parado frente al televisor, “muévete que no eres de vidrio”, pero no quiero perderme ningún detalle del traje de la Miss Venezuela (rosado claro, con pétalos amplios que se abren en sus senos y terminan en sus mejillas fluorescentes. Rosada envidia, con gran escote, sin mostrar mucha pierna).

“Jota Jota, siéntate y cálmate”, me grita mi abuelita, y mi mami me tira una pepita que aterriza en mi cabeza. Sin despegar mis ojos de la pantalla les explico, “si la veneca gana sería la segunda vez en tres años. Un gran honor para la Latinoamérica de fines del siglo XX”. Mi abuelita incrementa el volumen de sus demandas, mientras que la brasileña destruye su oportunidad de ser la nueva reina del universo con sus lágrimas y respuesta sosa. “Jota Jota, tu abuela te está hablando”, me reclama mi mami, y la veneca responde una sandez a su pregunta final, “paz en el mundo” y la corona ya no regresa al sur. Más pepitas rebotan en mi cabeza, ahora acompañadas por las dos chancletas de mi abuelita, y yo rezo porque la canadiense ponga carita de ciervo perdido cuando le hagan la pregunta final.

Y por fin termina la batalla. El viejito tiene en su mano un papelito con el nombre de la ganadora. “Deja la bulla”, me ordena mi mami. Pero por más que quiera, no puedo. Solo quedan tres y si la venezolana gana, se me saldrá el corazón por la nariz. Ahora quedan dos y agarradita de la mano de la canadiense, con el cabello gordo de tanto spray, la cara brillante de tanto estrógeno, “ganó, ganó, ganó la venezolana”. Me cubro la cara con las dos manos para recibir mis lágrimas, “ella respondió muy bien. Paz en el mundo. Excelente respuesta. ‘Guapérrima’, la venezolana”, pero mi mami y mi abuelita ya no están viendo la coronación. Ellas siguen mis saltos por toda la sala y me piden que me calme, “oye, te dije que dejaras la ahuevazón”. Como mis gritos solo suben de volumen, “primero en 1979 y ahora en 1981”, ellas comienzan a arrugar la frente. Yo les quiero pedir que me acompañen, que celebren conmigo, pero de mi boca solo sale “esa mujer tiene piel de bebé. La dama de rosa le regala otra corona a Latinoamérica. Es la segunda vez en tres años”. Mi abuelita finalmente cae en la cuenta de que mis saltos van para largo, me deja de mirar y golpea con su ceño a mi mami. Mi mami no aguanta el golpe, se para del sillón, se pone su bata rosada, y sale corriendo al teléfono a llamar a mi papi.

Mi papi no vino a verme hasta la semana siguiente porque estaba muy ocupado con todas sus empresas, y su esposa no le había pasado el mensaje.

“Pal psiquiatra. Lo llevamos al mejor de Panamá. Que pa’ eso toy pagando un carajal en seguro médico americano, coño”, concluyó mi papi cuando escuchó pacientemente los gimoteos de mi abuelita y mi mami.

Mi mami no encontró un psiquiatra, sino tres.

“Nosotras trabajamos en equipo”, clarificaron a la vez las tres “no somos psiquiatras. Practicamos psicología con especialización en desarrollo infantil” antes de comenzar la retahíla de preguntas, silencios pesados y suspiros interminables. Aburridas de las evasivas de mi papi y de mi mami, las tres me sacaron del consultorio, sin mucha ceremonia, con poca consideración a las caras de angustia de mi mami, y me llevaron al final del pasillo donde nos esperaba un cuarto vacío, sin ventanas y con lámparas de bombillos azules.

En coro, “nos esperas aquí hasta que regresemos”, salen, cierran la puerta y las luces se apagan pero no hay oscuridad. Sin luz azul, una de las paredes se transforma en un vidrio que vive y muere de pared a piso y deja ver el cuarto de al lado. Paradito, veo entrar a las tres chifladas al otro lado del vidrio, cada una con una pila de libros, cuadernos y lápices.

Las tres me miran, hacen gestos con sus manos en señal de saludo y me percato de que una de ellas tiene esmalte de uñas azul manganeso, una tendencia que murió hace más de tres temporadas. 

Se sientan en tres sillas de madera. Una al lado de la otra. 

Me miran. Sonríen. Hablan entre sí. Toman notas.

Me miran. Hablan entre sí. Fruncen el ceño.

Me miran. Yo las miro, una de ellas tiene zapatos blancos de tacones, supongo que para aprovechar el veranito de agosto. Las otras dos se atreven a venir al trabajo en sandalias de tela con correas de plástico que cubren el empeine. La del esmalte azul manganeso consulta uno de sus libros, las otras dos hablan entre sí. Asienten. La de los tacones comienza a llorar. Las otras dos la calman con abrazos. Ella asiente y se seca las lágrimas.

Me miran.

Yo las miro y concluyo que las tres necesitan una botella maxi de acondicionador de cabello con parafina.

Las luces se prenden, la pared de vidrio desaparece y el silencio me lleva a concluir que la mujer profesional de los ochenta descuida su compromiso básico con la sociedad al dejar de leer sus revistas de modas y cuidado personal. La moda, buena apariencia y estilo no son cuestión de buen gusto; son el lubricante que facilita la constante y dura fricción social.

Paradito en una esquina, veo a las tres psiquiatras psicólogas en coro haciéndole más preguntas a mi mami, “¿y usted por qué lo deja ver telenovelas? Los niños no tienen otro recurso que modelar comportamiento”. Cuando la cara de piedra de mi mami las derrota, deciden atacar a mi papi, “¿y cuándo fue la última vez que lo llevó al parque a jugar fútbol? ¿Han ido a la playa? ¿Solo ustedes dos? ¿Qué tipo de películas ve con su hijo? ¿Alguna vez lo ha llevado a clases de judo? ¿De boxeo? ¿De natación? Los niños no tienen otro recurso que modelar comportamiento”. La cara de piedra ahora viene en duplicado y una de las chifladas concluye en tono de parlamento de novela mexicana de 1:00 de la tarde, “no sé cómo decirles esto. Su hijo no nació con esta condición. Ustedes se la crearon”. Mi papi lanza un par de alaridos a la ganga de filisteas sartoriales para luego arremeter en contra de mi mami, “¿de qué cantina sacaste a estos chistes de mujeres? Agarra al niño. Del resto me encargo yo”.

Con mi papi a cargo de la misión, Daniel, en menos de dos días comenzaron la pila de exámenes médicos que eventualmente arrojaría la respuesta letal. Doctores, doctoras, enfermeras y un brujo con diploma enmarcado colgado de la pared me examinaron órganos y líquidos que yo ignoraba existían dentro de mí. Le tomó a ese combo de exploradores más de dos meses descubrir que tengo una condición que disfruta tanto de su poder degenerativo que se tilda de síndrome y se cura solo a punta de pildoritas combinadas con niveles de voluntad inalcanzables.

Primero, los exámenes rutinarios: los ojos, los oídos y el corazón. El internista recomendó, “hombres con cuadros como este tienden a excitarse mucho. Una dosis de por vida de digoxina. Le calmará el corazón”. Luego la cosa se complicó un poco. Me llevaron a un ortopeda que practica sin idoneidad por ser alemán y es que en Panamá se necesitan doctores panameños para pacientes panameños. Él insinuó que yo tenía problemas de balance debido a un sistema auditivo muy poco desarrollado y eso explicaba ese movimiento perturbador de caderas. Mi papi pidió una dosis de algo, lo que sea, para que yo encontrase el balance, y el alemán demostró la sabiduría de las leyes panameñas y dijo que eso no tenía remedio. Una endocrinóloga con oficinas en avenida Perú me agujereó todo el cuerpo y concluyó que a pesar de que los exámenes no mostraban nada anormal, lo mío era hormonal. ¿Dosis? Pastillitas de cinc y sancocho de pescado diario. Una enfermera con cabello color banano pegó en mi cabeza, brazos y piernas decenas de cables blancos, amarillos y verdes. Parece que mi cerebelo y médula espinal no son el problema. El iridólogo me preguntó si mi orina salía blanca y yo no supe qué responder porque yo me siento para orinar y ¿para qué fijarse en lo que se comerá el mar? “Orina sentado”, repitió el iridólogo como cotorra, yo asentí y mi papi hundió la cabeza entre sus manos. “Nada fatal”, fue la diagnosis homeopática. “Nada que zumo de mango con una clara de huevo diario no podrá remediar”.

Finalmente mi pediatra llamó a mi papi y le dijo que sus colegas y él se habían reunido y llegado a una conclusión. “La condición médica de Juan José es el resultado de un conjunto de enfermedades. Es un síndrome que está atacando su cuerpo”, le explicó el doctor Santos a mi papi, que luego se lo explicó a mi mami, que luego le explicó a mi abuelita. Mi mami le explicó a mi abuelita que perderé la habilidad de controlar mi cuerpo y muy pronto comenzaré a experimentar altos niveles de depresión. Muy, pero muy pronto, sufriré de algo llamado promiscuidad, “desde chiquito con esos problemas. El doctor Santos no sabía ni qué diagnosticar. Ahora mira tu pa’ eso”.

Lo peor, Daniel, es que este combo de enfermedades me comerá el cerebro antes que los gusanos. Mi mente seguirá prendida, pero procesando la información como le dé la gana, “sin compás moral”. Seré como un Atari al que le insertan un cartucho de Pac Man y te muestra Space Invaders. Mi cartucho de “cosas que hacer después de la medianoche” dejará de funcionar y en vez de dormir, se me encenderá el botoncito de “deambular sin rumbo por calles hediondas”. Mis controles que me recuerdan “aquí no se orina” y “se traga sin pensar” se estancarán y en vez de derecha, haré izquierda. Parece ser que antes de que se acabe el juego, perderé el sonido y la capacidad de distinguir colores, pero sin perder el sentido del olfato que será el único cartucho que me avisará que me cagué en mis pantalones. Resulta que el ataque de este síndrome es tan devastador que “estudios gringos dicen que le restan 20 años de vida a quien lo padezca”.

Al final, nada de eso importa, hermano mío. Mis niveles de depresión serán tan altos, Daniel, tan agudos y dolorosos, que la unidad central de procesamiento del Atari me ordenará ejecutar la única solución lógica a mi condición y me volaré los sesos con una pistolita de Space Invaders

 

 

Foto: Estúdio Bloom, Unsplash.
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Un fragmento de Estrógenos https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/un-fragmento-de-estrogenos/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/06/un-fragmento-de-estrogenos/#respond Sat, 08 Jun 2024 19:01:05 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=35248 1

–No voy a hacer lo mismo que mi abuela –me había dicho Cecilia. Le contesté que no la entendía y la verdad es que no la entendía. ¿Se agotó para siempre la necesidad de las mujeres de procrear? ¿A nadie le importa la continuidad? Tener un hijo para que no se extinga la especie, el nombre, el apellido. Tener un hijo para querer a alguien. ¿Tan absurdo es pensar en eso?

–Me importa un bledo la bandera del continuismo y tu deseo de que yo sea madre, Martín.

La semana pasada Cecilia estuvo bastante irritable. Desde que pasó a tener más responsabilidades en su trabajo todo la pone histérica. Apura los procesos naturales de las cosas, levanta los platos de la mesa antes de terminar de comer, golpea las puertas y deja caer los utensilios con total torpeza. Sin embargo, a la vez, está exultante. No exagero con el adjetivo. Cualquier cosa se le vuelve motivo de debate. Quiere “decidir” qué marca de endulzante vamos a comprar, qué vamos a hacer los fines de semana, qué deberíamos resolver con la fallida conexión de nuestro Nit. Mi intervención le resulta innecesaria y provisoria. Duda, me consulta, saca cuentas, pero al final resuelve sola; todo. Desde la marca de leche que vamos a consumir hasta el pantalón que yo tendría que usar para ir a la oficina. Me gusta verla debatirse entre las nimias cuestiones domésticas y sus grandes problemas laborales. A veces me quedo mirando cómo se enreda sola en las mil y una actividades que quiere llevar a cabo. Igual, aunque lo rechazo, hay algo de eso que me atrae. Y es que Cecilia se serena cuando decide y me facilita las cosas cuando avanza sola.

–¿Qué es lo que no entendés?

–Eso que decís de tu abuela.

–Lo hablamos mil veces, Martín.

–Igual no me parece.

Es verdad. Lo venimos hablando hace semanas. Pero también es cierto que nunca terminamos de ponernos de acuerdo. La abuela de Cecilia fue la última mujer de su familia en engendrar.

–Quiero preservarme –volvió a decir, como si yo fuera el obstáculo para cada uno de sus proyectos.

–¿Preservarte de qué? Y además… ¿Qué tiene que ver tu abuela con vos? Estamos hablando de tener un hijo, bah, del miedo de poner el cuerpo para tener un hijo. Lo de tu abuela pasó hace mucho tiempo. Ahora las cosas son más fáciles.

–Dejá, dejá. No podemos hablar. No nos vamos a entender nunca –se pone el abrigo de pana y da por terminada la conversación. Siempre hace lo mismo. Reprime las ganas de volverse contra mí, suspende lo que está haciendo o diciendo y se va enojada, resoplando con fuerza. 

Cecilia es hija de una pareja continuista. No conozco muy bien la interna familiar, pero sé que Hugo, su padre, aceptó someterse a varias pruebas de fecundación masculina en la etapa embrionaria de esas investigaciones y que luego de intentarlo varias veces consiguió cursar el primer trimestre de embarazo de la que fue su primera y única hija. La madre de Cecilia, que era actriz y bailarina de tap, llegó a niveles muy altos de popularidad después de inseminar a más de cinco varones antipatriarcales. Esa popularidad no fue muy buena para Cecilia, que tuvo que soportar cámaras y exposiciones de todo tipo. Sobre todo a partir de que Hugo, su padre, abogado especialista en derecho civil y penal, impulsó varias demandas que le valieron la tenencia de Cecilia, luego de tramitar el divorcio digital y volverse muy solicitado en los foros del Nit. Hugo consiguió que su esposa pague las cuotas por alimentos y educación de su hija y presentó el primer proyecto de ley que postuló la igualdad de género en el ámbito hogareño. Ese trasfondo de la historia personal enturbiaba nuestras charlas y alejaba a Cecilia del deseo de ser madre.

–¿Por qué no bajamos un cambio? –le digo intentando dar la conversación por terminada.

–No, ya fue –me responde cortante, y agarra las llaves de un manotazo.

–Pará un minuto. Estamos hablando. No seas calentona.

Aprovecho su distracción y le saco las llaves de la mano, como haciéndole un chiste. Ella reacciona mal y se violenta, me mira con odio. A mí me excita que se enoje.

–No, no. Ya fue, dame eso.

–No te hagas la dura.

–Martín, dame las llaves.

–Agarralas…

–Dejá de hacerte el gracioso.

–¿Qué pasa, te hice reír? Dale, vení acá, te estás riendo. Te hice reír.

–No me estoy riendo –dice intentando ocultar la mueca de su sonrisa y dejándose abrazar. Después me da un pico, como para sacarme de encima y aleja su boca de mi cara. Pero yo la retengo y apoyo mi mano sobre la de ella, que ahora sostiene las llaves apretándolas contra el sofá y arrastro dos dedos de mi otra mano sobre el cierre metálico de su pantalón de jean. Presiono con fuerza y en la misma maniobra le pongo un beso a esa boca elástica, que se resiste. Mientras tanto, mientras ella retrocede en su idea de seguir forcejeando para irse, le saco la remera y la beso. Entonces la veo encenderse, escucho que suelta las llaves que caen al piso y ella me empuja hacia atrás.

–Vos te lo buscaste –me dice–, ahora no te quejes.

Se suelta el pelo y apoya las dos rodillas sobre el piso, frente a mí, me desabrocha el cinturón, abre mi bragueta y tira de mi pantalón de vestir. No lo hace con cuidado. Me rasguña las piernas y me aprieta la pija con una mano. Yo hago cálculos a toda velocidad. No estoy seguro de que los días favorables a la fertilización hayan pasado. Igual no me opongo a las caricias y la dejo avanzar. Cecilia me chupa la pija girando la cabeza, mirándome a los ojos, haciéndose la que se atraganta. Yo aguanto todo lo que puedo y evito el pensamiento de esa trágica coincidencia en la que un óvulo pueda sentirse atraído por la fuerza del esperma hacia el cuerpo cavernoso de mi pene y entonces todo se active para la fertilización. En eso estoy, elucubrando, cuando no puedo más. Pierdo el control de mi cuerpo. Siento un temblor intenso y veo a Cecilia sentada encima mío, agitándose como un animal.

La dejo.

La disfruto.

Estático, debajo de ella, veo la forma en que goza o parece que goza. Aguanto durante unos minutos y después exploto. En ese momento ella corre hasta la repisa del baño y trae el aparato que le vendieron en uno de los laboratorios del Nit. Me doy cuenta recién cuando veo que ella mete un adminículo en el micro-orificio de mi pene que va perdiendo su erección. No siento más dolor que el que había imaginado. El dispositivo es una especie de micro jeringa donde un genetista introdujo los óvulos congelados de Cecilia. Ella sabe manipular el material. Tiene estudiadas todas las maniobras. 

Cuando íbamos al cine y la película nos aburría Cecilia me recitaba al oído los pasos a seguir para la fertilización. Siempre estuvo un poco obsesionada con el tema. Yo la escuchaba, pero después le decía que no, que conmigo no, que para poner en práctica esas ideas iba a tener que conseguirse otro tipo.

Quiero tener un hijo. Siempre quise. Sin embargo nunca imaginé que esa experiencia fuera a suceder adentro mío. Cecilia trabajó para convencerme como si supiera con certeza que este momento iba a llegar. Cuando empezamos a salir y hablábamos del tema, ella me miraba a los ojos y me hacía una sonrisita compradora, o juntaba los labios y me mostraba una especie de trompita de nena encaprichada que le hace puchero a su papá. Yo buscaba convencerla de que era mejor viajar a Euramérica, todavía sin hijos, o de que compráramos una casa, o un campo virtual para distendernos. De hecho una vez googleamos “campos” en la web y encontramos uno con vacas, y ovejas, y caballos virtuales, y hasta un tambo operativo. Pero, evidentemente, el momento de esas cuestiones había pasado sin que yo hubiera logrado convencerla. No me explico cómo, pero ahora estamos acá, sobre el sofá, yo tirado boca arriba, el cuello estirado y las manos de Cecilia metiendo el espéculo en mi pene.

–¿Ya está?

–No. Falta lo mejor.

Cecilia junta las dos manos sobre mi pene inyectado y vuelve a refregarlas con fuerza. En la revista Seres, habíamos leído que es importante reproducir la sensación placentera del acto sexual en el momento del encuentro del espermatozoide con el óvulo congelado. Sin embargo yo, más que placer, siento dolores y molestias. 

Cecilia me habla, se mueve delante mío, baila, se toca, cierra los ojos, se acaricia las piernas y las tetas y otra vez me tiene en su poder. Cuando entiende que estoy a punto de eyacular baja con vehemencia el émbolo de la jeringa que tiene entre los dedos, y termina de vaciarla adentro de mi glande. Un frío repentino ingresa a mi cuerpo y enseguida veo a Cecilia tirando del instrumento hacia atrás y pegando un grito de triunfo mientras lo arranca.

–Pará, loca– le digo. –¿Estás loca?

Pero ella grita de alegría. Apenas culmina la concepción asistida, Cecilia sale del sofá como un resorte y camina desnuda por el living hasta el baño, dando saltitos entre las baldosas. Después se ducha y se va a trabajar.

 

2

Leo la composición de la crema de afeitar y vuelvo a guardar el envase en el estante, debajo del lavatorio. Con los codos en las rodillas y la presión en la nuca, me quedo pensando en el alcance de los niños. “No dejar al alcance de los niños”. A la altura de nuestra repisa debe llegar cualquiera –pienso– hasta un bebé gateando. Imagino una manito empujando la puerta, asomando la cabeza, después el cuerpo breve y las rodillas robustas limpiando el piso. Me subo el pantalón, corro mi verga hacia la derecha y me cierro la bragueta. Nunca la empujo hacia atrás, o a la izquierda, por una cuestión de costumbre. A veces pienso que la ideología política tiene mucho que ver con la dirección en la que acostumbramos acomodar nuestra verga. Igual no da, me corrijo, no puede ser que ese óvulo haya prendido. Primero, porque no aplicamos el procedimiento en la fecha en la que el esperma es más apto para la fecundación, y segundo, porque no siento ningún síntoma extraño, como sugerían los genetistas que visitamos con Cecilia.

Ante la duda miro el prospecto del test. Un slogan sobre el packaging insiste en que “sólo un minuto alcanza”. De todos modos espero unos segundos más. Quiero estar completamente seguro. Observo la tira reactiva como quien mira el interior de un féretro. En el departamento no vuela una mosca. Leo en el dorso de la caja la palabra “absorbente” y la sigla “T.E.M”: Test de Embarazo Masculino. Me pregunto por qué la aclaración. Por qué segmentar los test según género cuando la modificación hormonal de la orina, en estos casos, es idéntica en hombres y mujeres.

Positivo.

Miro la tira reactiva sin darme cuenta y ya estaba la respuesta. De nuevo positivo –pienso– no puede ser. Mi respiración se agita y comienzo a sentir un calor repentino. Meto todo en una bolsa y la tiro en el tacho de basura. No lo hago en este baño sino en la calle, cuando salgo. Prefiero que Cecilia no se entere ahora. ¿Y si el test no cumplía con las condiciones de salubridad? ¿Y si estoy frente a una falla técnica y lleno a Cecilia de ilusiones falsas y hasta yo me creo el error de una concepción que no es? Quiero y no quiero que esté pasando lo que acabo de comprobar. Para algo llené mi cuerpo de estrógenos durante los últimos meses, me desdigo. Sin embargo una parte de mí se resiste a que realmente esté pasando lo que en apariencia está pasando.

De pronto brota de mi cuerpo una energía desconocida. Hacía tiempo que no me sentía así. Salgo de casa a paso ágil. Tal vez sólo se trate de la adrenalina del partido de tenis que pienso jugar en cuanto llegue al club, como si nada de todo esto estuviera pasando. Mi sistema nervioso se anticipa y le envía un roscazo de adrenalina a mis piernas, que ahora se mueven más rápido y más seguras. Tiene que ser eso, pienso, debe ser eso– pienso. Abombado como estoy entro a la farmacia de Gascón y Sarmiento para comprar un test de mejor calidad y descartar cualquier tipo de falla en el resultado. Mi teléfono me avisa que son las nueve. Me acerco a la caja y pago rápido. Pedro me está esperando en la cancha al aire libre donde jugamos dobles cada martes. Él no tolera la impuntualidad y yo no tolero perder. Me abruma no ganar. Me aburre y me desmotiva.

 

[…]

Le digo a Pedro que vaya yendo, que yo me ducho en el club y me rajo al laburo sin desayunar. Así le digo, “laburo”, como decía mi viejo que decía mi abuelo. Las reuniones a primera hora son bastante habituales, así que él toma como cierto lo que le estoy diciendo y me palmea el hombro para despedirse. Luego se enrosca la toalla al cuello y sale directo hacia el estacionamiento.

Cuando estoy en el baño del vestuario saco la caja con el nuevo test interactivo, pongo una gota de orina en el blíster y cargo el día y la hora como indica el prospecto. Los números se iluminan instantáneamente sobre la cinta reactiva. Miro la fecha y espero. No soy una persona ansiosa pero dos minutos con los ojos fijos en esa tira reactiva me ponen al borde de la desesperación. Los sitios del Nit aseguran que esta versión del test es más simple y no da error. Alguien golpea la puerta cuando estoy en medio del procedimiento. Digo que ya salgo y le vuelvo a pedir la hora a mi teléfono. Son las diez y cinco, dice la voz. Agarro el blíster y otra vez: “positivo”. Pateo la puerta del baño y salgo con violencia hacia el vestuario. El canoso que no sabe lo que es anudarse una toalla en la cintura me mira como queriendo decirme algo. Menos mal que no abre la boca. En este estado sería capaz de partirle la mandíbula de una trompada.

Agarro el bolso y salgo. De pasada me como el banco de madera del vestuario. Le doy de lleno con la rodilla operada y lanzo al aire un insulto interminable. El viejo me mira horrorizado, sigue con la toalla atada a la cintura y arrastra los pies cuando se mueve sobre sus ojotas.

Mejor vuelvo a casa, pienso. Agarro por Humahuaca y apenas doblo me acuerdo de Cecilia e imagino su cara de alivio cuando le diga:

–Quedé. Quedé yo, como querías, ¿estás contenta ahora?

Pero enseguida me reprocho por qué seré tan blando. Si yo prefería esperar. Esto podía haber sucedido más adelante, otro año, en otras circunstancias, ella también podría haber aflojado, pero no, insistió, insistió como hace siempre. Cuando llegue a la oficina y le diga a Carrezi seguro me saca la dirección y me relega al último círculo del infierno. Si la conoceré.

En el Bar Almagro hago una parada momentánea buscando serenarme. Dejo el bolso en el piso y me pido un café. Necesito bajar un cambio, pensar fríamente. Va a estar todo bien, me digo.

–Doble y sin azúcar.

Pienso otra vez si habré hecho bien o mal. Tal vez lo más conveniente sea abortar. ¿Se puede abortar un feto injertado? Pedro me contó hace un tiempo que cuando se embarazó no tuvo más opción que avanzar y dejar de lado algunas cosas: alcohol, café, coger. Bueno, coger no del todo –dijo–, salvo, los primeros meses y los últimos días.

Le hago una seña al mozo inclinando el dedo pulgar hacia abajo. El mozo me entiende, baja el mentón y encara su salida hacia la cocina. Cuando lo veo irse noto que tiene la cadera más ancha. Pienso si el mozo no estará también. El mozo que me atendió y el que está en el sector de las ventanas. Ese también parece más gordo, más ensanchado, más irritable. Me vuelvo a preguntar cómo debería seguir con esto. Llego a casa y me baño, pienso, no puedo dejar de darme órdenes. 

–Llegás a casa, te bañás, despertás a Cecilia y te vas a trabajar. Eso sí, no le digas nada.

Nunca fui una persona indecisa. Cuando compré el auto di menos vueltas que ahora. Lo vi, me gustó, me cerraba la guita y firmé. Esto debería ser igual, o similar. Al fin y al cabo todo el mundo lo pasó alguna vez. Guardo la tira reactiva en el portadocumentos y vuelvo a casa. Despierto a Cecilia y me meto en la ducha. Ella se levanta y se conecta. Escucho el Nit cuando estoy en la bañera. Al rato me avisa que está por hacer el pedido al supermercado. Cuando salgo, para evitar el contacto, le digo que estoy apurado, que tengo una reunión a primera y le doy un beso mientras voy.

–¿Pero te pido algo en el súper? –me pregunta levantando la voz para que pueda escucharla mientras me ve salir.

–Sí, crema de afeitar –le grito –. O mejor no, dejá. No me pidas nada.

En el estacionamiento saludo a Cosme y recibo en mi teléfono el ticket con la mensualidad de la cochera. Acepto el archivo y chequeo la fecha. El pago ya se debe haber debitado, pienso. Le agradezco al viejo con un gesto seco y subo al auto. La computadora de abordo se inicia sola. Enseguida escucho la pequeña alarma que me avisa que la conexión al Nit es buena. Activo el manos libres y con el dedo sobre el display ubico el buscador en la pantalla delgada del panel frontal.

–Parto peneano –digo en voz alta.

–La búsqueda no puede realizarse –me contesta la voz robótica y espaciada.

Lo digo de nuevo, deletreándolo.

–Par-to-pe-nea-no.

La ruedita del buscador gira en el display lo que yo tardo en doblar por Acuña de Figueroa y tomar Corrientes. Un listado se despliega en letras azules subrayadas.

Todas-las-verrugas-genitales-son-vph. 

Trastornos-sexuales-después-del-parto. 

El-uso-del-Viagra-en-el-embarazo.

Parto-y-cesárea-por-vía-peneana.

Salud-reproductiva-y-anticoncepción-masculina.

Abro el link. Una ventana emergente se despliega y me pregunta si quiero activar el altavoz del navegador.

Acepto. Trato de no distraerme. La primera imagen que aparece captura toda mi atención. Por las dudas pongo pausa y detengo el motor en el semáforo de Medrano. Avanzo cuando el resto hace lo mismo. A mitad de cuadra, de mano izquierda, estaciono frente a la perfumería que está enfrente del McDonald’s histórico. Apago el motor y vuelvo a poner el video en punta. Necesito mirar con atención. Hay una tela verde y un hombre acostado con sus piernas abiertas hacia la luz. Cinco personas lo asisten. La tensión es grande. Sin embargo todo está bajo control. Una mujer le dice al hombre cosas al oído. El tipo cierra los puños y clava los codos en la camilla. Los enfermeros le atan las manos a unas barandas laterales para que no se desconecte las vías. Luego la cámara, desde la perspectiva del parturiento, nos muestra lo que él ve. Sus propias piernas, una sábana tapándole la verga y la cara de la obstetra concentrada.

Sin que de la orden, un picture in picture aparece a la derecha de la pantalla y amplía el detalle de la asistencia: los dedos enguantados de la partera tirando del prepucio hacia atrás, el glande asomando, ensangrentado, y el pequeño cráneo saliendo por el orificio central, apenas visible debajo de la piel translúcida del feto.

Un bocinazo me trae a la realidad.

Vuelvo a poner el auto en marcha y avanzo por Corrientes a la velocidad máxima permitida. No tengo que comentar nada cuando llegue a la oficina. Suena el teléfono y es Cecilia. Como si supiera me pregunta qué me pasa.

–Nada, ¿qué me va a pasar?

–Dejaste la cafetera encendida.

–Sí, no desayuné en casa –le contesto, cortante.

–Pero encendiste la cafetera.

–Estoy apurado, después hablamos.

Como no le vuelvo a contestar en los siguientes diez segundos, la llamada se cancela. Suena un breve bip en el habitáculo delantero del auto.

En el trabajo me olvido de imprimir la planilla diaria de insumos para proveedores, experimento una especie de ansiedad y siento un hambre voraz a las once de la mañana. Me preparo un té y lo tomo de un trago en cuanto se entibia. Evito llamar al obstetra. Busco en la cartilla de la obra social un apellido que me transmita confianza en la columna de ginecología y obstetricia. Estoy a punto de preguntarle a la secretaria de Carrezi, quien la asistió en su primera experiencia, pero recuerdo a tiempo que lo mejor es guardar silencio. Lo mejor es no levantar sospechas y ubicar a un especialista cuanto antes. Reprimo la necesidad de resolver todo hoy mismo. La jornada laboral termina más tarde que nunca.

© 2016, Leticia Martin

 

 

Foto: Vítor de Matos, Unsplash.
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Larga distancia https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/larga-distancia/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/larga-distancia/#respond Tue, 26 Mar 2024 01:03:49 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=30835 En una semana Malena entra al Ejército, ¿te dije, mami? Ya no me acuerdo de lo que te digo y de lo que no. Estoy con insomnio hace unos días y eso que yo siempre fui de dormir bien. Sí, Ingrid, nunca tuviste ese problema, eso siempre me tenía preocupada por tu hermano, ¿por qué no le preguntás a él por las pastillas que toma y de paso le pegás un llamado? ¿Querés que te cuente la última vez que hablé con Gustavo lo que me dijo? Mami, por favor. ¿Y la nena cómo está con el asunto del Ejército? Y… ella está contenta, o eso me dice a mí, andá a saber, van los amigos, ve a los hermanos más grandes, qué sé yo. Cambiemos de tema porque me angustio. ¿Vos pudiste arreglar el televisor? Sí, vino Víctor, ya le tengo que hacer un monumento a ese hombre. Además vino Carolina, su esposa, y tenés que ver cómo me atiende, me dejó café hecho, son de otra calidad de gente ellos. ¿Es el mismo de siempre? No, es nuevo este, al anterior le hicieron un juicio acá los del consorcio, porque, la verdad, no estaba nunca, pero como había que pagarle una fortuna entonces se llegó a un acuerdo, qué sé yo, pero este Víctor es divino, creo que es de Perú o de Jujuy, no me acuerdo lo que me contó, pero viajan seguido. Mami, otra vez te lo digo, en serio, pensalo. Ya pasó un año desde lo de papi, y vos sabés que esto te lo vengo diciendo incluso desde que estaba vivo. Acá estamos nosotros, Jorge, los chicos. No es la primera vez que hablamos de esto, acá estarías mucho mejor, la calidad de vida, todo, mami. No es lo mismo que allá. Acá están muy avanzados con todo el tema de la diabetes, ya te lo dije, te tendrías que dejar de pinchar todos los días. Silvia, que es una vecina de mi edificio, también argentina, y que tiene la misma diabetes que vos, dice que le cambió la vida, dice que te ponen un cinturón a la altura del abdomen que te va dando insulina, es algo mágico, mami, acá estarías con nosotros, con Jorge, conmigo, te vamos a cuidar. No sabés los espacios verdes que hay, no tanto edificio, edificio, edificio. Pero, Ingrid, qué voy a hacer allá, por favor, ya soy grande para cambiar de país, acá tengo mi casa, mis cosas, las chicas del coro, todavía están Berta y Noemí, a Dios gracias. Allá no sabría el idioma, ¿cómo querés que me comunique con la gente? Ir a comprar suponte algo al almacén, Ingrid, o ir a la farmacia. Yo sé solo dos o tres palabras en hebreo que no me sirven ni para ir a comprar un caramelo al kiosco. Además, a esta altura de mi vida… yo ya no estoy para andar generando nuevos vínculos, ya ustedes se fueron hace mucho, yo acá estoy bien, tranquila, estoy cómoda, Ingrid. Pero, mami, estarías más tranquila, sin renegar todo el día como estás allá, además vos sola en esa casa tan grande, ¿pensaste qué vas a hacer con la casa? No es mala esa idea que te propuso Jorge la última vez que fuimos a Argentina, ¿te acordás?, que hablamos de venderla, mudarte a algo un poco más chico y poner esa plata en un pozo. ¡Qué pozo, Ingrid, qué pozo! Además acá está lleno de argentinos, mami. Mirá, la que te digo que tiene diabetes, Silvia, debe tener tu edad, más o menos, quizás un poco menos. Yo te digo… ella se vino a vivir acá en los setenta, ella era muy socialista, pero, pobrecita, sufrió una desgracia, bueno, para qué amargarnos con Silvia, lo que te quiero decir es que ella es divina y yo creo que se llevarían muy bien ustedes dos. Acá en nuestro barrio está lleno de argentinos, es más, le dicen La Villa Crespo, en serio, mami, y vos, que sos más sociable que yo, que llevo quince años acá, me vas a ganar en amistades. No sé de dónde sacás que yo reniego, Ingrid, te quiero ver a mi edad. Yo acá tengo mi rutina, hija. Acá viene dos veces por semana Tere que me atiende como una reina, me deja la comida preparada para toda la semana. Ay, ¿cómo anda Tere, mami, cómo está el marido? Ahí anda el marido, lo operaron, salió bien y ahora está con rayos, lo veo seguido porque vienen a atenderse al hospital que está acá sobre Las Heras, viste, dicen que es muy bueno. Tere está muy conforme con la atención y todo. Y sí, mami, los hospitales públicos en Argentina son buenos, ¿te acordás del doctor Pasternak, el pediatra de los chicos? Bueno, él era jefe de pediatría de un hospital público. Sí, claro, muy buen mozo era, me acuerdo, pero volviendo al tema, Ingrid, yo acá tengo todos los días alguna actividad: lunes cine-debate, martes me junto a merendar con Berta y Noemí, ahora nos mudamos de bar porque cerró La Infanta, ¿te dije? Ay, lo mal que nos pusimos, bueno, miércoles eutonía, jueves coro y viernes voy al templo. ¿Te enteraste lo que pasó con Dubitsky? ¿Roberto Dubitsky, el que era el presidente del templo? Sí, hija, ¿no te enteraste? No, mami, ¿cómo me voy a enterar? Bueno, quizás Andrea o Mariana te contaron, bueno, la cosa es que lo engancharon robando de una caja fuerte que había en una oficina ahí del templo y lógicamente le pidieron la renuncia. Qué cagada, mami, ¿qué necesidad de robar en un templo, no? Además a él no le falta, yo creo que debe ser de esas enfermedades que tenés compulsión por robar, viste. Puede ser, mami. La hija de Dubitsky vive en Israel, ¿vos no tenés contacto? Era un poco más chica que vos, creo. Ay, mami, no veo a todos los que eran del templo, solo a veces me cruzo con Maia Fresco, creo que era de la edad de Gustavo. Sí, era compañera del kinder de Gustavo, pero bueno, deberías pensar por qué es que no hiciste tanta vida social en estos quince años, no lo digo solo por la hija de Dubitsky. Mami, no te vayas por las ramas, antes de que empieces con esta telenovela del templo estábamos hablando de tu casa, ¿querés que te lo diga más claro? Porque parece que no lo entendés. Te caíste y casi te matás y yo no estoy tranquila estando vos sola ahí. Si estuviese Gustavo, al menos, que aunque no se ocupe de nada por lo menos sé que está para alguna emergencia, pero ahora ni eso. Imaginate si no estaba el portero justo en ese momento. Pero estaba, Ingrid, estaba. Sí, pero te podrías haber matado, mamá, ¿no te das cuenta de que si la caída hubiese sido una cuadra antes o una cuadra después no sé cómo terminaba esta historia? Ya te dije que gracias a Dios fue en la puerta de casa y no fue nada, ya me queda una semana con el yeso y punto, Ingrid. No hagas más historia de la que fue. Por suerte vinieron las chicas a casa y jugamos burako acá. Vino tu prima Elisa, ¿te conté? Yo la veo mejor desde lo del hijo, qué querés que te diga. Mami, no te vayas por las ramas con lo de Elisa. Estábamos hablando de tu caída, de que casi te matás. ¿Sabés el grito que pegué cuando me llamaron del sanatorio, mami? ¿Por qué mejor no hablamos de que no hiciste amistades en estos años, Ingrid? No importa, no importa. Suponte que yo digo bueno, está bien, me voy a Israel a los ochenta y tres años, ustedes no tienen lugar en su casa para que yo me quede. Seamos realistas, hija, apenas entran los chicos. Cada vez que vuelven del Ejército, Gastón y Santiago le usurpan a Malena la habitación y ella está a los gritos. Cuando íbamos a visitarlos con papi era un caos, Ingrid. Mami, eso no es un tema, vamos a ver cómo lo resolvemos. Quién te dice nos mudamos, ¿te conté que a Jorge por ahí le ofrecen un aumento? ¿Por ahí le ofrecen o le ofrecieron? Ay, mami, te estoy diciendo que es una posibilidad muy grande, que le dijo su jefe que está muy contento con su desempeño. Y sí, Ingrid, si trabaja dieciocho horas de las veinticuatro que tiene el día arriba de ese coche. ¿Duerme Jorge? Qué difícil hablar con vos, mami, qué difícil me la hacés. Te estoy contando que le van a aumentar el sueldo, que estamos pensando en mudarnos y vos tirando mierda. Ah, ¿están pensando en mudarse? Bueno, mami, es un poco el proyecto. Tenemos ganas de irnos a una zona un poco más céntrica. Pensá que, bueno, Jorge no tiene mucho problema porque como él va en auto ya agarra viajes desde acá, pero yo para ir al trabajo tengo una hora, hora y media de viaje todos los días y no siempre me siento en el colectivo, viste. Entonces estamos pensando en buscar un lugar más cerca del hospital. Eso sería muy bueno, Ingrid, tanto tiempo de viaje no es saludable. Acá todavía están tus libros, tu diván… Sí, ya sé, mami, te dije cincuenta veces que lo vendas, vale algo de plata ese diván. Ya está, Ingrid, a esta altura qué voy a andar vendiendo. Además, yo todavía tengo esperanzas de que ustedes vuelvan, qué querés que te diga. Ay, mami, quince años desde que nos fuimos. Sí, ya sé que quince años, Ingrid, ya sé que quince años, no me hagas acordar que no sé cómo pasó tanto tiempo. Ya un año desde lo de papi. Por eso, mami, no queremos que estés sola. Pero yo no me siento sola, Ingrid, terminala con eso. Además, bueno, suponte que efectivamente yo viajo y nos mudamos a una casa más grande. Los chicos van a estar todos en el Ejército, Jorge trabaja todo el día y vos prácticamente lo mismo. ¿Y los días que hacés jornada nocturna? Bueno, la idea es de a poco ir dejando la noche, lo que pasa es que se me hace difícil porque la jornada nocturna de limpieza en los hospitales acá la pagan el triple. Eso es algo increíble de acá, mami, eso allá no pasa, en Argentina te pagan dos mangos con cincuenta y estás en negro. Acá, mal que mal, estamos los dos en blanco y eso no se puede comparar. Sí, pero trabajás de noche limpiando pisos, Ingrid, sos una profesional recibida en la mejor universidad de nuestro país y del mundo, qué es lo increíble si vos me podés explicar porque yo no entiendo, Ingrid. Ya te lo expliqué mil veces, mami, acá la gente no se analiza como en Buenos Aires y los argentinos acá no tienen plata para pagarle a un psicoanalista. Dejá, mami, dejá… Pero, Ingrid, no te pongas así, qué querés que te diga, para estar sola por lo menos prefiero mi casa, mis cosas, mi idioma, mis amigas, el coro, el templo, no sé, Ingrid, todo. Ya ni siquiera van a estar los chicos, porque… ¿cuándo entraba Malena al Ejército? En una semana, mami, en una semana, me quiero morir, no quiero que se vaya, mami. Malena es muy chiquita, es muy frágil, no es como Gastón y Santiago, ellos no se hacen problema, pero a Male le costó mucho y eso que vino acá a los tres años, pero nunca se adaptó, no sé por qué. Hace una semana se brotó todo el cuerpo, mami. Y eso es por el estrés, ya no sé qué hacer, encima esta semana me tocó todo nocturno en el hospital y Jorge me decía que a la noche la escuchaba llorar desde su pieza, y a mí se me parte el corazón, mami. ¿Sabés lo que daría por estar en casa, yendo a merendar a La Infanta ese tostado de jamón y queso con un cortado, mitad y mitad, haciendo tiempo entre un paciente y otro? ¿Sabés lo que daría por seguir yendo al club y los sábados a la noche juntarnos con el grupo en una casa? ¿Te conté que se separaron Rubén y Pola? Sí, hijita, me contaste, que él la dejó por la profesora de tenis del club. Sí, terrible, mami, no sabés cómo está Pola, destruida, el otro día me tuvo una hora al teléfono. No te vayas por las ramas, Ingrid.

 

Cuento del libro Larga distancia (Buenos Aires: Concreto Editorial, 2020)

 

Foto: Giulia May, Unsplash.
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Un fragmento de El Mañana https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/un-fragmento-de-el-manana/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/un-fragmento-de-el-manana/#respond Tue, 26 Mar 2024 01:02:17 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=30829 ¿Por qué?

Meses y meses repitiéndome la misma pregunta inútil: ¿por qué nos metieron presas? ¿Qué hicimos, qué pensamos, qué dijimos de más, qué amenaza encarnamos sin siquiera darnos cuenta? El país estaba tranquilo y según parece sigue bien tranquilo, como si nada, como si nosotras no hubiésemos existido nunca. Dieciocho escritoras borradas de un plumazo. En arresto domiciliario. Una verdadera mierda.

Quizá logre entrever una respuesta si me pongo a escribir, a contar lo que pasó en el Mañana, lo que en estos meses de encierro me anduvo carcomiendo el seso en desesperado intento por contestarme la estúpida pregunta tan preñada.

La sola idea de escribir me da náuseas. Por culpa de la escritura las dieciocho estamos donde estamos. Pero. Escribir nos abre a una forma de entendimiento y las preguntas siempre fueron mi acicate. Llegó el momento de enfrentar la cosa, basta ya de tanta impotencia, de tanta frustración y furia.

No me queda otra.

Contarlo por escrito es lo único que puedo hacer para simular que mi vida está en mis manos aunque a cada paso me la vayan borrando.

Será una aventura más después de todo.

 

 

Domingo

Sé que hoy es domingo pero perdí noción de la fecha. Ellos sólo me marcan algunos días de la semana. Lunes, jueves y sábados: malditos. Ahora el aire se ha hecho cálido, huele a primavera. Entonces fue hace más de seis meses que nos tomaron por asalto, justo en medio del baile, en medio de la noche. No les resultó difícil. Íbamos navegando con dulzura, bogando casi, y el río apenas golpeaba los flancos del Mañana. Del barco llamado Mañana y también de nuestro mañana, nuestro futuro, porque del ayer ya habíamos dado buena cuenta a lo largo de cinco días de seminario flotante. Pero en el momento del asalto estábamos en pleno jolgorio y no había derecho, no había derecho, como bien le enrostró alguna de nosotras a alguno de ellos cuando se calmó el zafarrancho y pudimos percatarnos de lo que acababa de ocurrir. Si realmente tenían que hacerlo –si la orden era tan inquebrantable– podrían haber elegido otro momento, descolgándose por ejemplo durante alguna de las discusiones más pesadas.

Lo hicieron justo durante el baile, en lo mejor de nuestro cónclave que entre nosotras y con buena dosis de ironía llamamos el Pecona, Primer Encuentro Confidencial de Narradoras. Nos cayeron encima cuando las desavenencias ya habían sido limadas, cuando ya nos habíamos peleado con el lenguaje y habíamos jugado con él y nos habíamos revolcado y hasta chapoteado en las palabras como en tiempos preverbales, y para festejarlo bailábamos como locas meneando la cintura; si bailaba hasta Ofelia que está en silla de ruedas…

En una primerísima instancia los recibimos con alegría. ¡Hombres! nos entusiasmamos, ¡hombres!, como si fueran el maná descolgado del cielo. Todo lo contrario. Más bien descolgados del agua, de las mansas, espesas, hasta entonces amigas aguas del anchuroso río que nos atacó a traición y permitió a los esbirros acercarse sigilosos al barco en sus botes de goma, negros ellos y negros los botes. Negros de indumentaria, porque de piel eran cualquier cosa, tostaditos los más jóvenes y los otros del despreciable blancor de quienes tienen el mando. Pero cuando enfundados de negro irrumpieron de golpe en el salón comedor –habíamos desalojado las mesas para el sarao– nos parecieron divinos. Mejor dicho a muchas de nosotras algunos de ellos nos parecieron divinos. O al menos bienvenidos. Para el baile y para otros devaneos del cuerpo los hombres suelen ser bienvenidos. Al menos para muchas de nosotras, como Ofelia que fue la primera en atinar a acercárseles, silla y todo.

¡Voto a bríos! gritamos, y gritamos ¡al abordaje! en cuanto salimos de la sorpresa y creímos poder invertir los términos y abalanzarnos sobre quienes minutos antes y tan silenciosamente habían invadido nuestro barco. ¡Al abordaje! gritamos como queriendo dar vuelta el naipe, y ellos más que piratas parecían lo que eran, tropas de asalto. Adela, que hacía de disc-jockey, se pasó al heavy metal y por unos instantes fantaseamos con que los hombres de negro habían venido a revolearnos por los aires como en el rock’n roll de épocas pretéritas.

Revolearnos por los aires, sí, ésas eran sus intenciones, pero para nada relacionadas con algo placentero.

En un principio los invasores no supieron reaccionar ante nuestro despliegue de entusiasmo. Cuando hacemos fiestas hacemos fiestas, nosotras las narradoras. Ellos primero se detuvieron, sorprendidos, y después empezaron a avanzar en fila india, bien pegados a las paredes para acabar rodeándonos. No parecían feroces hasta que el jefe del pelotón se puso a escupir órdenes. Porque se trataba de un pelotón, no nos cupo duda, y si al principio recibimos sus efluvios de testosterona con risas fue porque nos agarraron con la guardia baja, en plena celebración de despedida y algo achispadas para colmo.

​​En el primer instante de desconcierto alguno de los más jóvenes hasta habría salido a bailar, desprevenido. Habría tomado a alguna de nosotras por la cintura y vaya una a saber el desenlace. Pero el jefe supo reaccionar a tiempo. El jefe. El mismo a quien al rato debimos tratar de Capitán, como si al barco le faltara capitán, o mejor dicho capitana, de eso ya hablaremos en cuanto nos dejen hablar –si nos dejan, si no nos cortan la lengua que buenas ganas tendrán, se les notó en los ojos.

Nos dieron vuelta la página. Borrón y cuenta nueva dijeron y fuimos nosotras las borradas. Dieciocho narradoras nacionales borradas del mapa literario de un plumazo.

Estoy tan furiosa que ni siquiera puedo contarlo como corresponde, carajo de mil carajos, y eso que lo vengo intentando desde que empezó mi encierro.

Es como si la desesperación y la impotencia se me hubieran ido evaporando con el tiempo. La furia en cambio no. La furia perdura: es un buen combustible para seguir adelante con estas anotaciones. La furia es inflamable, lo sé porque me quema las tripas, y si todas mis anotaciones acabarán siendo borradas al igual que nosotras, más les vale arder en una gran pira de furia y no a fuego lento como ellos pretenden, sofocándonos.

Ustedes son mujeres, a las mujeres no les interesa el intelecto; no piensen más, disfruten la soledad, hagan gimnasia, preocúpense por su apariencia. Más o menos eso nos dijeron, para sintetizar, aunque ellos carecen de todo poder de síntesis, son desbordados y feroces y. Ellos, quienes tienen ahora la manija, no son sólo hombres, ojo; me lo debo repetir a cada paso para no caer en fáciles dicotomías. Ellos son el poder, hombres y mujeres enfermos de poder, recordarlo siempre; ellos son la ley y es una ley de mierda que nos persigue sin motivo, sin dar explicaciones.

¿Por qué?

Nos plantaron droga en el Mañana, nos plantaron armas de todo calibre y de última generación. Nos acusaron de terroristas, de brujas, de lesbianas todas, y conspiradoras. Nos plantaron hasta una sarta de electrodos dizque para fabricar bombas. No plantaron más porque no cabía. Y lo hicieron con el mayor sigilo, mientras nosotras con gloriosa displicencia bailábamos en el comedor y en el castillo de proa, honrando al mascarón que cortaba las aguas del río con las tetas enhiestas. Bailábamos todas, hasta Ofelia en su silla, bailaba desde la capitana hasta la última grumete, un barco enteramente tripulado por mujeres, era para el festejo. En la madrugada llegaríamos a la ciudad de Corrientes, Nuestra Señora de las Siete Corrientes, era exultante, le bailábamos a eso, no a la Virgen de los Siete Dolores en la que nos habríamos de convertir las dieciocho narradoras al rato.

Los hombres tiraron escalas de cuerda a cubierta, treparon enfundados en mamelucos negros; hasta había algunos con trajes de neopreno. Y cuando pudieron desprenderse de nuestras exclamaciones iniciales, cuando lograron recuperar su identidad siniestra, empezaron a escupirnos calificativos rastreros, injuriosos desde su punto de vista. Y con enorme asco nos gritaron lesbianas, y brujas, y subversivas, terroristas, guerrilleras. Como si no hubiéramos entrado hace rato en el tercer milenio, como si ya los roles no fueran otros.

Alguna lesbiana había entre nosotras, por supuesto. Quizá habría alguna bruja nostalgiosa, para no hablar de transgresoras y vaya una a saber qué más. Terroristas o guerrilleras de la palabra, pero sólo eso. Formábamos un grupo ecléctico y estábamos contentas. Fue la última vez que estuvimos contentas.

Hasta habíamos encendido unas bengalas para agradecer al cielo la culminación del encuentro. ¡Balas trazadoras! declararon los esbirros en el somerísimo juicio que resultó ser una patraña total, una enorme mentira para calmar los ánimos de quienes no podían entender por qué eran perseguidas las escritoras más reconocidas del país.

Lo otro nunca salió a luz, nadie ni siquiera insinuó la verdadera razón del secuestro. ¿Qué tipo de amenaza se supone que representamos? Ni nosotras mismas entendimos. Sigo sin entender. Si sólo habíamos estado barajando propuestas, intentando abrir espacios de reflexión, ideas sueltas que se nos iban ocurriendo para ahondar en nuestro oficio. Jugando con el lenguaje, apropiándonoslo. Nada más. Nada menos, habrán decidido ellos a nuestras espaldas. Ahora tenemos todo el tiempo por delante para reflexionar a fondo –porque es lo único que podemos hacer aunque ​​nos lo prohíban: ¡No piensen!, nos conminaron y nos seguirán conminando no sabemos hasta cuándo. Tenemos todo el tiempo por delante, sí, pero es un tiempo asfixiado y la reflexión no sale. Si sólo pudiéramos comunicarnos entre nosotras al menos por algunos minutos, si estas palabras pudieran llegarle a alguna de las otras. Pero me consta que no le llegarán a nadie.

¿Y los familiares, no hacen nada, no protestan y presentan recursos de amparo y esas cosas?, me preguntaría algún interlocutor invisible. Imagino que quienes tienen familia estarán mejor, en arresto domiciliario pero acompañadas (aunque mejor… vaya una a saber, porque el encierro en compañía puede convertirse en un infierno sartreano, aunque espero eso sí que Ofelia tenga quien la asista). No sabría qué contestarle, por mi parte sólo me queda algún distante primo que ni se habrá enterado. ¿Y los organismos internacionales, no hacen nada? Algo estarán intentando, no cabe duda, pero muchos por acá deben de sentirse más cómodos con nuestras voces acalladas, y vaya una a saber de qué horrores los habrán convencido, cuántas mentiras e infundios les contaron. Sólo me han dejado un aparato que transmite música folklórica y clásica por partes iguales y de vez en cuando algún tango o cumbia bailantera pero no demasiados no sea cosa que. Hasta la coronilla estoy de Amor silvestre, qué tanto Amor silvestre; bueno, sí, qué sé yo, apago este simulacro de radio y quedo escuchando los ruidos de la calle, en sordina. Mi departamento da a los fondos y no tengo vecinos. Mala suerte la mía. Lo compré por eso mismo. No por la mala suerte, por la tranquilidad. Está en el piso 13, no soy supersticiosa, tiene una linda terraza llena de plantas que mira al cielo. Es éste un barrio tranquilo sobre la barranca. El vasto río no está cerca, cada día se aleja más a causa de los rellenos, pero de todos modos se lo puede atisbar a lo lejos.

 

 

Al principio de mi encierro me distraje tratando de tirar a las terrazas vecinas flechas armadas con hojas de los pocos libros que me dejaron –un intento desesperado, vandálico– pero se ve que nadie quiere involucrarse, seguro les lavaron el cerebro, y ahora las dieciocho narradoras del Encuentro somos anatema, estamos apestadas, somos subversivas; eso en cierta medida nos honraría si no tuviéramos que sufrir este arresto domiciliario inimaginable y perverso.

Suerte que estoy rodeada de objetos que amo. Pero hay días y sobre todo noches en que llego a detestarlos. En medio de alguno de mis ataques de furia reventé más de un cacharro contra la pared, y eso que eran recuerdos de viajes y algún recuerdo de esa familia mía tan exigua de la que no queda casi nadie. Más de una vez sentí el impulso de reventar todo o reventarme la cabeza o tirarme de la terraza. Hasta que un buen día, sospechándolo, instalaron una altísima alambrada, espesa, enjaulante, que me desespera. Y tuve que pagarla de mi propio bolsillo.

Recibo con puntualidad el alquiler del departamento del centro, comprado cuando me saqué el premio Astralba; lo digo por si alguien pregunta –pero ¿quién reputas santas se va a preocupar por mi destino?, y lo que es más, ¿quién va a leer estas anotaciones destinadas a los mil demonios en cuanto me decida a cliquear sobre Seleccionar Todo, Del?

Y después como tantas otras veces la pantalla quedará en blanco con cínica inocencia.

Debo conservar la calma.

Es lo único que tengo para enfrentarme con ellos.

Porque ya ni me nacen ideas, ni maneras de mirar el lenguaje a trasluz. ¿Dónde habrán ido a parar mis documentos? Mis archivos quemados o borrados. Las editoriales como si nunca hubiéramos existido; esta maldita información sí llegaron a soplarme los esbirros, los que nunca me suelen hablar. Me dijeron: a las editoriales ustedes les importan un soto, no significan cifras considerables, y además, además

y acá paro

y respiro hondo,

porque estuve a punto de hacer volar el escritorio de una patada de bronca para que reviente la vieja compu que tengo acá a mi alcance, un adefesio en blanco y negro ya obsoleto, especie de laptop de museo que usaba a fines de los 80. Desde un principio se llevaron mi luminosa joya de última generación, la que me comunicaba con el mundo y hasta me gratificaba el tacto. Con ella todo lo podía, podía también hablar y verles la cara a muchos de mis interlocutores, y ahora tengo este mamotreto mudo, insípido, inerte y ciego, frente al cual me encuentro y que unos segundos atrás estuve a punto de hacer estallar en mil pedazos electrónicos y ahora lo venero porque es lo único que me conecta con alguien. Me conecta conmigo; es mi intermediario, mi amigo.

Mi centro del lenguaje. Mi criatura.

La cancerbera me dijo que las otras integrantes del Encuentro están como yo, totalmente cortadas de toda información. Nadie nos impide escribir porque con algo hay que pasar el tiempo, pero los sábados viene la cancerbera, al menos yo la llamo cancerbera, y nos borra el disco rígido. No se nos permite ni impresora ni disquetera, ni papel ni lápiz ni nada equivalente; no tenemos forma de conservar el documento. Ya ni me importa, escribo para mí, sólo por principio me dirijo a ustedes que no están y nunca leerán esto; lo hago por necesidad de compañía, para no olvidar el diálogo. ¿Cuánto hace que no hablo con alguien? Ya ni tengo los libros de mis amigos, mi biblioteca ha sido expurgada, sólo me quedan los textos señeros de los malditos maestros, los maestros mansos, no los maestros malditos que tanto admiro.

Volviendo a lo cual contesto: familiares no tengo, casi, y los pocos lejanos que me quedan piensan que escribir contamina. Más vale ser administradores de empresa, como ellos. Ellos y ellas, seamos justas, siempre anduvimos luchando contra esta convención del plural eternamente masculino cuando nos discriminaba a nosotras, conviene ahora no olvidar la excepción a la regla y aceptar que muchas se quedaron de aquel lado.

¿Se entiende? ¡Y qué carajo me importa que se entienda!

Antes abominaba de los signos de exclamación, ahora abuso de ellos. !!!!!!!!!!! Ratatatatatatá. Es la única protesta que me está permitida, como una ametralladora.

Los puntos suspensivos antes evitados también me los apropio:… y más… y más… y más……… Al menos dejan espacio para alguna esperanza.

Preparamos el Encuentro con un año de antelación. Era nuestra oportunidad de juntarnos a puertas cerradas e intercambiar ideas y diseñar algún proyecto común y evaluar los triunfos. Porque triunfos hubo a lo largo de las últimas décadas, y son (¡eran!) muchos. Además la intención era divertirnos, compartir entre pares ese juego exultante y tantas veces frustrante del acto de narrar, el producir algo de la nada peleando contra las barreras de lo indecible y esas cosas.

El primer congreso a puertas cerradas de escritoras del país, sin críticos ni académicos ni siquiera público o propósito publicitario alguno. Sonaba interesante, a qué dudarlo. Seminal como dijo alguna. Asistirían por invitación no las más renombradas, no, sino las más jugadas. El comité organizador estaba formado por muchachas llenas de entusiasmo, algunas ya en su tercera novela, y necesitaban que el encuentro saliera lo mejor posible.

​​La propuesta parecía más que ambiciosa, hasta pretenciosa casi, pero la apoyé con ganas. Era una regia oportunidad para encontrarme a solas con mis pares y por fin concentrarnos en hablar de lo nuestro, es decir del lenguaje.

Sería el congreso más intenso y quizá el primero de esta envergadura (aunque envergadura no es la palabra que corresponde ¿no?, tratándose de mujeres). Y ahora estamos encerradas, silenciadas, tenemos la palabra prohibida, la escritura prohibida. Quizá también prohibido el pensamiento.

¿Fue el Mañana una caja de Pandora? En eso pretendieron convertirlo ellos, agentes de la represión, esbirros o lo que fuere porque vaya una a saber qué apelativo darle al enemigo.

Nuestra meta final era la ciudad de Corrientes donde muchas de nosotras desembarcaríamos para tomar el primer avión de regreso a la Capital donde nos esperaban obligaciones de todo tipo.

Seguirán esperando.

El arresto domiciliario de las que son madres es en familia, claro, pero tengo entendido que sufren aún más vigilancia que las solteras o que las divorciadas como yo. Cuando nos sacan a tomar aire debemos salir a la calle con chador, cosa que ya no llama la atención porque el chador se ha puesto de moda, cada vez más mujeres lo usan y no son escritoras, todo lo contrario, y los maridos y novios y amantes (pero me temo que quedan pocos de los últimos, la cosa se ha vuelto a más no poder conservadora, hay casamientos masivos según tengo entendido) las prefieren así, recatadas y propias.

A mí, más que los actos me importan las palabras con las cuales se designan esos actos, las marcas indelebles. El velo es de quita y pon, el adjetivo «veladas» nos cubre para siempre.

Nací rebelde, ¿y ahora qué?

Esto nos pasa por embarcarnos en el Mañana, una nave engañosa con nombre de doble filo. ¿Cómo traducirlo? La mañana de género femenino es esta que transcurre ahora, se nos va entre las manos y mañana vendrá otra, y vendrá un mañana neutro sin género específico que es sólo el día siguiente: mañana te espero, mañana por la mañana. En cambio el mañana lo tiene todo, tiene la promesa de un futuro mejor, “el mañana llegará y seremos otros” dice el poema, y nosotras acá siendo otras, sí, en un mañana lechoso hecho de nubarrones inciertos donde nos han clavado como mariposas con el alfiler de un nombre, el mismo del que se burlan los muy productivos anglófonos: Mañana, mañana, nos dicen en nuestra propia lengua, como sinónimo de promesa que no habrá de cumplirse jamás.

Adela Migone fue quien nos habló del barco, y nos pareció una idea brillante. Así se acababan las discusiones, porque unas queríamos que el congreso tuviera lugar en las montañas del norte, otras en los lagos del sur, muchas decían acá en la Capital, pero ninguna quería público. En eso estábamos todas de acuerdo: nada de público, sólo un encuentro a puertas cerradas por primera y casi seguro última vez, porque basta ya de separarnos de la masa de la literatura, basta de escritoras por un lado y escritores por el otro, esas discriminaciones.

Así surgió el barco llamado Mañana, flotando en medio de los sueños. Nos pareció perfecto con su mascarón de proa rescatado de otros tiempos, especie de sirena apuntando con sus tetas a un porvenir seguro, al mejor puerto. El Mañana tenía su propia capitana que reuniría –prometió– una tripulación del todo femenina. Lo estimamos un toque de humor y además una cierta forma de tranquilidad: ya sabemos qué poder de encantamiento ejercen los marineros sobre las blandas almas de algunas escritoras, aunque sean marineros de agua dulce y aunque la lenta travesía dure sólo cinco días con sus noches y aunque las tales escritoras tengan la cabeza en otra cosa. La cabeza sí, dijo una de nosotras, pero ¿y ​​el cuerpo?… y fue así como aceptamos por unanimidad eso de navegar tripuladas por mujeres. Navegar con rumbo fijo mientras nuestras ideas eran lanzadas al garete.

Debo irme a la cama, y como en tantas otras noches extrañaré a mi perra Sand. Las arrestadas que tienen gato de alguna forma se las estarán arreglando, pero yo tuve que regalar a Sand por intermedio del portero. El tipo cría canarios, espero que al menos con los animales tenga buena disposición. Me dolió en el alma desprenderme de Sand, pero ¿cómo sacarla a la vereda tres veces por día cuando a mí sólo me sacan a pasear dos veces por semana, cuando no llueve? Lunes y jueves. A las 6:30 de la madrugada, la hora de mis mejores sueños. Eso antes. Cuando podía soñar. Ahora intentaré dormir, ya no doy más. Mañana (retomando el vocablo) será otro día tan igual a mis días anteriores pero seguiré escribiendo, hasta el último aliento seguiré escribiendo, es decir hasta el próximo sábado cuando venga la cancerbera a borrármelo todo, y escribiré de nuevo y otra semana de nuevo y de nuevo y una marca quedará en esta pantalla que se torna totalmente gris y luminosa, se ríe de mí la pantalla, y yo la seguiré marcando como quien con agua escribe sobre la piedra y un día, un día la piedra aparece burilada. No tengo tanto tiempo. No tengo milenios y es como si los tuviera. El tiempo detenido es todo el tiempo.

 

 

Martes

NO SE ASUSTE
ESTOY AQUÍ PARA AYUDARLA
POR FAVOR NO SE ALARME
NO GRITE VINE A AYUDARLA
SOY ÓMER KATVANI DE ISRAEL
¿ME RECUERDA?

“Medusada” es la palabra que Elisa Algañaraz habría elegido de haber podido expresar su horror, su desconcierto. Era martes, nadie vendría a molestarla, había logrado por fin dormir con ganas después del insomnio de las noches anteriores y a las ocho de la mañana se sentía fresca, dispuesta a zambullirse de nuevo en la escritura sin prestarle atención a sus patéticas circunstancias. Encendió no sin cierta animación la vieja laptop y antes siquiera de entrar en el obsoleto WordStar, el único programa del que disponía, se encontró con semejante mensaje y lo leyó de nuevo:

NO SE ASUSTE
ESTOY AQUÍ PARA AYUDARLA
POR FAVOR NO SE ALARME
NO GRITE VINE A AYUDARLA
SOY ÓMER KATVANI DE ISRAEL
¿ME RECUERDA?

Apretó todas las teclas posibles sin resultado alguno y poco a poco cayó presa de una parálisis que le empezó a avanzar desde la punta de los dedos hasta anegarla por completo. Medusada, entonces, como quien ha visto sin querer la atroz cabeza de serpientes y se ha convertido en piedra. No grite, decía la advertencia, como si hubiera podido gritar o reaccionar en forma alguna ante tamaña intrusión del más allá.

 

Fragmento del libro El Mañana, de Luisa Valenzuela (Interzona, 2020)

 

Foto: Utsman Media, Unsplash.
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Los tíos https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/los-tios/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2024/03/los-tios/#respond Tue, 26 Mar 2024 01:01:02 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=30821 Ya nadie nos invita. El teléfono no suena, no llegan mensajes ni llamadas. Pasan los viernes, sábados y domingos y la urgencia se instala.

Gloria hace como que no le afecta. Simula un interés enorme por ir al cine, a la última exposición de algún museo, a conocer tal o cual restaurante, mientras nuestros amigos de siempre se reúnen en una plaza o parque de diversiones.

Y ven a sus niños jugar.

 

 

Fueron llegando a destiempo. Ellos, los hijos. Para algunos, muy jóvenes y en modalidad sorpresa. Y ahí fuimos los demás a cuidar guaguas mientras ellos estudiaban para el examen de grado o los acompañamos a presentaciones de fin de curso, como una familia de mentira. Para otros, tarde, casi muy tarde, con tratamientos carísimos y tests y termómetros. Con pérdidas que todos lloramos en algún bar, mientras decíamos eso de quizás fue para mejor, tal vez para la próxima. Y luego las celebraciones y los brindis cuando por fin aparecía esa raya azul y pasaban los tres meses y mira cómo va creciendo esa panza.

Fuimos a bautizos y cumpleaños. Nos volvimos expertos en comprar juguetes apropiados y adivinar la talla exacta para cada momento de sus vidas. Y, al principio, todo estuvo bien con eso. Los padres, nuestros amigos, parecían esperarnos con paciencia. Decían “¿Y ustedes no se animan?”, sobre todo cuando nos veían jugando de lo más entretenidos con alguno de sus niños. Y Gloria sonreía como siempre y yo mentía como nunca.

Y, por un tiempo, todos esperaron con nosotros. En vano, claro. Para nosotros nunca llegaron.

En realidad, nunca nos molestamos en salir a buscarlos.

Y entonces nos quedamos solos.

 

 

Despierto con la luz de una pantalla en mi cara. Del otro lado están la mano y el brazo de mi mujer.

–Mira –me pide, y hay en sus ojos una chispa que no he visto en años.

Recibo su teléfono y leo.

Mommy Time!

Quiero reírme, pero la expresión de Gloria me confirma que va en serio.

Reviso la página con cuidado. Sin levantar la vista de las fotografías y descripciones. Luego, de los precios. Es una locura, pero también es cierto que nuestra situación es desesperada.

Así que decidimos hacer la prueba.

A nuestros amigos les decimos que es una forma de ensayar y todos se ponen felices. Nos invitan de inmediato a la plaza escogida para este domingo.

 

 

Gloria espera junto a la puerta hasta que suena el timbre. Se levanta de un salto y se arregla arrugas imaginarias en su vestido. Del otro lado está Gaspar, con una chaqueta que lo hace parecer un adulto en miniatura y un libro bajo el brazo. Junto a él está Sara, la encargada del servicio. Ella también lleva algo en la mano: una tablet en la que aparece un contrato que Gloria firma con el dedo, sin leerlo.

–Gaspar, estos son tus padres hoy. Se llaman Gloria y Tomás.

El niño nos mira hacia arriba, pero no sonríe. En un gesto algo ridículo se saca su gorro.

–Vengo a buscarlo a las siete. Por favor, no me hagan esperar.

Son sus últimas palabras antes de cerrar la puerta.

Gaspar se sienta, confiado, en la sala.

–¿Tienes hambre? ¿Quieres algo? –le pregunta, nerviosa, mi mujer.

–No, gracias. Acabo de almorzar –responde el niño, que investiga nuestros cuadros y muebles, quizás buscando libros–. Entiendo que vamos a ir a la plaza –continúa.

Su forma de hablar es tan rebuscada que, por un momento, pienso que puede tratarse de un robot.

Gloria, con una mirada fulminante, me suplica que le hable.

–Así es –digo yo, también más formal de lo que acostumbro–. ¿Te gustan los juegos?

El niño me observa como si le hubiese preguntado si le gustaba comer gusanos. Empiezo a pensar en inventar una jaqueca para quedarme en la casa.

–¿Cómo debo dirigirme a ustedes? –nos pregunta entonces.

Con Gloria nos miramos, incómodos.

–¿Por sus nombres? ¿O mamá y papá?

Me molesta la solemnidad en su voz. Como si nos tuviera pena. Como si viniera aquí a darnos una lección.

No me atrevo a contestarle. Después de todo, fue Gloria la de la idea.

Y entonces ella responde, para mi máximo alivio:

–Por nuestros nombres, Gaspar. Por nuestros nombres está bien.

 

 

Ya en la plaza, Los Padres nos reciben con una euforia exagerada. Toman a Gaspar de la mano, le ofrecen un helado (él responde que no come azúcar), lo acercan a sus hijos, que lo vigilan, curiosos, desde resbalines y columpios. “¡Miren qué lindo!”, gritan, y le desordenan el pelo o lo besan, al pasar, en una de sus mejillas.

Con Gloria nos sentamos en una banca. Lo miramos también.

Sólo que este niño no juega. Se queda de pie en medio del foso de arena sin saber qué hacer. Como si hubiese reprobado la prueba introductoria de experiencias infantiles. Lo veo apretar el libro bajo el brazo como si fuera un salvavidas, lo único que lo mantuviera a flote en medio del mar. En su cara no hay lugar para la inocencia. Gaspar está lleno de una calma solemne, una calma que parece desentonar con los gritos de los demás niños. Esos que llevan todas sus vidas llamándonos «tíos».

 

Una vez Lauri, la hija de Clara y Cristián, cuando era bien chica, había mirado a Gloria, extrañada. Luego de un rato, le había preguntado:

–¿Y tú de quién eres mamá?

Mi mujer, al principio, no le dio importancia. Sonrió como siempre y respondió:

–De nadie, Lauri. No soy mamá de nadie.

La niña quedó aún más perpleja.

–Y entonces –dijo con una timidez rara–, ¿entonces qué eres?

Me gustaría poder decir que Gloria volvió a sonreír o que a mí se me ocurrió algo inteligente para salvar la situación. Pero lo cierto es que me quedé de pie en una esquina, sosteniendo una copa de vino, como un espectador incómodo. Lauri demoró tres segundos en volver a concentrarse en sus juguetes. Gloria, en cambio, se trizó. Sólo un poco, casi imperceptiblemente. Durante el almuerzo se preocupó de ayudar a servir helado a los más chicos e incluso acompañó a uno de nuestros sobrinos de mentira a ver dibujos animados. Sin embargo, esa noche, cuando llegamos a la casa, por fin solos y juntos, hizo la pregunta, nerviosa:

–¿Estamos seguros?

No necesitaba especificar nada más. Yo sabía exactamente de qué me estaba hablando.

Pero me extrañó ese plural.

De pronto, sentí una responsabilidad en la que jamás había reparado. Yo sí estaba seguro. Yo sí nos quería a nosotros, a este «nosotros» donde no cabía nadie más. O, al menos, nadie que no implicara cambios enormes en la realidad que habíamos construido con los años. A las levantadas tarde, a ser dueños de nuestro tiempo, a la fascinación de Gloria por su trabajo. La verdad, no me la podía imaginar desvelándose para ir a dar leche o sin dormir por culpa de un resfrío de nuestro eventual hijo. Pero ella había hablado de nosotros y ese “nosotros” se había sentido, por primera vez, distinto. Ese “nosotros”, que parecía pregunta, incluso duda, escondía en verdad una invitación.

No sé si le dije que sí. No sé si dije nada. Gloria estaba exhausta y fue a la cocina a hacerse una taza de té. Yo me quedé dormido. A la mañana siguiente el mundo era distinto. Y, en los siguientes «nosotros», sólo volvió a oírse el ruido de unas puertas bien cerradas.

 

 

No lo disfrutamos. Ni Gloria ni yo. Menos Gaspar. Sí, es un niño educado, hace preguntas siempre pertinentes (adultas en extremo, pero pertinentes); sin embargo, ya en el auto, volvemos a casa en silencio. Un silencio que todos parecemos agradecer. El niño, a ratos, hojea su libro y quisiera advertirle que se va a marear, que lo deje para después, pero no me sale nada.

La supervisora llega puntual a buscarlo y Gloria sube las escaleras. Otra puerta se cierra.

El agua corre para llenar la tina.

Allí la encuentro. Su cuerpo se ve deforme bajo el agua y hay unas cuantas burbujas tristes alrededor de su espalda y flotando sobre sus pechos. Se ve vieja. Más vieja de lo que es. Triste. Pienso que la experiencia ha sido muy fuerte para ella, que fue un error, que tal vez podríamos buscar algún destino de viaje divertido, salir unos días, escaparnos, pero Gloria abre la boca y pregunta lo impensable:

–¿Podemos volver a tratar?

No alcanzo a responder y agrega:

–Una niña, ahora.

 

 

Se llama Amalia y esta vez la tenemos sólo para nosotros. Nada de paseos al parque ni de compromisos con amigos. Tal vez por eso, Gloria sí se atreve a pedirle que nos diga papá y mamá. “Sólo si no es muy raro”, agrega, como disculpándose. La niña, debo reconocerlo, es adorable. No habla mucho pero, cuando lo hace, sí parece una niña. Se emociona cuando la llevamos a una heladería y le decimos que puede pedir lo que quiera. Y más aún cuando vamos con ella a una tienda de juguetes. “Uno sólo”, le decimos, pensando que será un problema. Pero Amalia, luego de pensárselo mucho, camina por los pasillos, confiadísima y directo a una muñeca cuyo pelo cambia de color. Es más cara de lo que nos gustaría, pero Amalia pregunta con su voz perfecta:

–¿Puede ser esta, papá?

No me emociono, no me dan ganas de llorar. Pero algo se desajusta en mí, algo que Gloria no alcanza a ver.

Abro mi billetera y pago. Amalia me abraza las piernas.

Por el rabillo del ojo descubro a mi mujer sacándonos una foto con el teléfono. Está prohibido hacerlo. Es una de las reglas del contrato. Pero Amalia está muy concentrada en su muñeca nueva y yo me hago el que no vio nada.

 

 

La semana pasa tranquila. Gloria está de mejor humor que nunca y tiramos casi todos los días. Por la mañana y con el desayuno. También en la ducha, incómodos y entre risas. Parecemos los de antes. Los de tanto tiempo antes. En un momento me viene el pánico y pienso que Gloria ha dejado de cuidarse. Que esto es una trampa. Pero no: ahí están sus pastillas, ahí está la alarma en el teléfono, ahí está ella tomándoselas todos los días. Siempre puntual.

Pero cuando llego el viernes a casa, escucho gritos.

Al abrir la puerta, veo a Amalia jugando con mi mujer. Corren como locas, suben y bajan escaleras. Pasan a mi lado, sin verme. Por la noche pedimos una pizza –Amalia la elige– y vemos una película todos en el sofá, la niña muy bien sentada entre los dos. A ratos nos mira y sonríe.

Sara llega puntual a recogerla y nos da las buenas noches. Amalia también. Pero, camino al auto de la compañía, no se da vuelta a mirarnos.

Ni una sola vez.

 

 

Durante un par de días todo parece volver a la normalidad. Gloria trabaja hasta tarde y llega a contarme, entre sonrisas, de un nuevo proyecto, de una casa en el sur, de un bono de fin de año. En mi consulta los pacientes me recomiendan a amigos y la vida parece sonreírnos con su abundancia. Vamos a probar el último restaurante de moda, compramos un nuevo televisor para la sala e incluso una consola de videojuegos. A ratos descubro a Gloria mirando la foto de Amalia en el teléfono, con ilusión pero sin pena.

Ya pronto viene el cumpleaños de Teo, que está anotado, junto al de todos nuestros sobrinos falsos, en el calendario de la cocina. Su madre nos llama para invitarnos. Para pedirnos que llevemos hielo –siempre falta– y comentar, como al pasar, que quizás podríamos probar el servicio una vez más.

–¿No sería entretenido? –pregunta, en un tono más agudo de lo normal.

Su voz flota por la cocina, en altavoz, como un fantasma. Gloria saca su teléfono y empieza a buscar la aplicación de Mommy Time!

 Me gustaría decir que me molesta la idea, pero no es así. Es más, agradezco la sugerencia. Tengo ganas de ver a Amalia. De comprarle el auto de juguete que es parte del set de su muñeca y que vi el otro día en el supermercado. De enseñarle todos esos chistes malos que mi papá me contaba cuando chico. Pero el rostro de Gloria se nubla. Toca la pantalla una y otra vez, hace scroll y revisa todo el catálogo de la compañía.

–¿No hay disponibilidad, acaso? –le pregunto.

Pero Gloria no me responde. Se lleva el teléfono a la oreja y sale a hablar a la terraza.

La veo gesticular. Temblar un poco. Afuera ya va haciendo frío, pero no me atrevo a llevarle una chaqueta. Llega el pedido de comida china y le abro la puerta al repartidor. Reviso los contenidos de la bolsa y le pago con billetes nuevos, recién sacados del cajero.

Cuando cierro, Gloria está de regreso en la cocina y en su cara hay una mueca que no he visto nunca.

–Podemos invitarla otro día, amor. No importa si no puede acompañarnos esta vez.

Entonces me cuenta.

Que los padres de Amalia –sus padres “de verdad”, recalcale pidieron que dejara de trabajar. Que se sentían incómodos.

Lo dice y sus ojos están tristes; lo dice mientras simula un interés exagerado en el contenido de la boleta.

 

 

De a poco vamos dejando de recibir llamadas e invitaciones. Un par de domingos llegamos a la plaza, solos, y nuestros amigos no logran ocultar su decepción. Más de alguno se atreve a preguntar si acaso no nos convencimos con la experiencia, si vamos a volver a intentarlo; otros recomiendan tratamientos de fertilidad o que congelemos óvulos, no vaya a ser que luego nos arrepintamos. Son conversaciones tensas, de esas que se hacen con al menos uno de los participantes mirando al suelo; e-mails sin asunto, con sólo un link a una clínica y un “Saludos” al final.

“Saludos cordiales”.

 

 

Gloria habla cada vez menos. Hay algo de ella que ya no está o que no logra volver. A veces llega tarde a la casa y como cerrada por dentro. Le pregunto si quiere que llamemos a Sara. Si le gustaría llevar a otra niña a ver el show de las princesas Disney que visitará la ciudad el próximo mes.

Pero no dice nada.

 

 

Tomo su teléfono mientras lava los platos.

Ya no aparece la foto de Amalia como salvapantallas.

Ni el ícono de la compañía, con sus letras color verde brillante.

Entonces es mi turno de preguntar:

–¿Estamos seguros?

Y ella no lo piensa ni un segundo y responde.

 

Cuento del libro Una música futura, de María José Navia (Editorial Kindberg, 2020)

 

Foto: Vanessa Bucceri, Unsplash.
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Un fragmento de Debimos ser felices https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2023/12/un-fragmento-de-debimos-ser-felices/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2023/12/un-fragmento-de-debimos-ser-felices/#respond Fri, 01 Dec 2023 14:03:31 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=28534 Antes de que yo naciera, mi madre ya había escrito una nota de suicidio. La tarde en que la leí, estábamos en su casa y yo tenía más de veinte años. Ella miraba un documental sobre los fenicios. Yo revisaba una libreta que acababa de encontrar en una caja de madera, donde había cartas y documentos viejos. La libreta, que era de su época de estudiante de literatura, tenía anotaciones de sus clases, números de teléfonos, poemas de amor. En las últimas hojas, encontré la nota. La leí en silencio y algo confundida, le dije:

Mamá, mirá lo que encontré.

***

Mediante gestos, yo alimentaba osos de peluche y muñecos brillantes, articulados. Con crayones azules pintaba las hojas blancas. Mecía animales de tela, muñecas de plástico negro. Entonces no podía imaginarme quién era, de verdad, mi madre. Para mí, ella se parecía a cualquier otra: llevaba el pelo corto, preparaba caramelos con jugo de limón y azúcar, pronunciaba suavemente el nombre de ciertas plantas. Con sus labios finos me decía: este es el color rojo, este es el número cuatro. Me decía: esto es un barco de papel, una langosta, una semilla, un dado, una cicatriz.

***

Si la historia tuviera un comienzo, podría ser este: mi abuela se casó con Amantino el 20 de julio de 1946. Al día siguiente se mudaron a un rancho de adobe con techo de chapa, ubicado en un campo de Buena Unión, al norte del departamento de Rivera. Vivían a cuarenta kilómetros de Brasil y a más de cuatrocientos de Montevideo. Mi abuela quedó a cargo de la casa, él de la tierra y los animales. Ella tenía veintitrés años cuando se casó con Amantino, su primo hermano.

***

Un año después nació mi madre. Dos años después, Braulio, y el tercer hijo, Ernesto, llegó al quinto año. El día del casamiento, llovía. Mi abuela siempre repitió que esa lluvia, la que caía mientras se casaba con el único hombre de su vida, había sido un mal augurio.

***

Sobre el verde que rodeaba el rancho había:

Naranjos, nísperos y manzanos para cosechar.
Sandías, zapallos y papas para comerciar.
Gallinas, cerdos y vacas para cuidar y matar.

***

Mi madre tuvo una yegua que llamó Cumparsita. Le puso un nombre tanguero porque nació un 2 de febrero, como Julio Sosa. Tenía el pelaje castaño y una mancha blanca que le empezaba encima de los ojos y terminaba en la nariz, como si le estuviera cayendo un chorro de leche desde la frente. Era indómita: si se ponía nerviosa amagaba a tirarse contra los alambrados. Mi madre se le acercaba y le susurraba tranquila, tranquila, y le hacía el mismo ruido, imagino, que me hace a mí cuando quiere silencio, como si de su boca estuviera cayendo agua.

***

Cuando el sol desaparecía, el trabajo acababa y la lámpara de queroseno doraba el piso de tierra, los muebles de madera de pino, el cristalero con copas distintas. A la hora de la cena, los niños comían acodados sobre el mantel de hule los guisos de mi abuela. No era necesario hablar. Amantino prendía la radio para tapar el silencio de la noche y suavizar los ladridos de Cuidado, el perro que deambulaba afuera.

***

El paisaje era tan vasto que empequeñecía las cosas de adentro. Con el tiempo hasta el rancho se achicó. El peso de las chapas del techo lo fue aplastando, hundiendo a los cinco cada vez más dentro de la tierra.

***

Suelo recordar a mi madre sentada: de piernas cruzadas, hablando por teléfono en el sofá; un poco encorvada, cosiéndole rodilleras a mis pantalones; frente a la tele mirando novelas brasileras, noticias a las ocho de la noche; concentrada, anotando en los márgenes de sus libros; acomodada frente a mí, con los ojos fijos en el damero, comiéndome una ficha y después riéndose.

***

Para Amantino sus hijos nunca tuvieron nombre.

Ernesto era el rengo.
Braulio, el pajero.
Mi madre, la loca.

***

Ernesto cojeó a partir de los cinco años, desde que tuvo polio y se le deformó la columna.

Braulio, a los seis, sufrió sus primeras convulsiones de epilepsia.

Mi madre, a los diecisiete, creyó por primera vez que vivir no valía la pena.

***

Mamá… mamá, susurro.

Ella está quieta, acurrucada en la cama. Sospecho que tiene los ojos cerrados. Volvió hace poco de dar clases, me saludó con un beso y me preguntó cómo estaba. Almorzó tallarines sin calentar y se acostó en la cama de dos plazas a dormir la siesta. Mientras tanto, juego a lo de siempre: que soy veterinaria y curo a Zulú, a Bresler, a Mimi y al resto de mis perros de peluche. Con mucho cuidado, les doy remedios y leche, los peino y los pongo a descansar en el sillón del living.

Cuando termino de curarlos a todos, me acerco al umbral del cuarto. Mi madre es un bulto sobre la cama, al costado de una cartera entreabierta. La llamo, pero no contesta. Desde donde estoy, distingo el borde de su agenda y la bolsita blanca donde guarda las tizas y el borrador.

Mamá… mamá, susurro, pero ella no responde.

***

Tres veces viví en la misma calle de Montevideo. A los pocos días de haber nacido, me llevaron a un apartamento de dos cuartos en Magallanes y Mercedes, donde cada madrugada escuchaba las sirenas del cuartel de bomberos. Tres veces viví en Magallanes, que baja hacia el sur, donde muere la tierra frente al mar herrumbrado. Tres veces viví, como si fueran distintas, bajo la sombra de sus plátanos y sus luces de sodio que apenas alumbraban la noche.

***

Amantino dormía con un revólver bajo la almohada, un Smith and Wesson calibre 38. Lo utilizó en ciertas ocasiones: para afinar la puntería tirando contra un par de latas, para enseñarle a mi madre cómo disparar, para apuntarlo, un día, contra la frente de mi abuela.

***

Cuando Ernesto tenía doce años, mi abuela lo llevó a Montevideo, al Hospital de Clínicas, para tratar de enderezarlo. Lo devolvieron al rancho de Buena Unión con el cuerpo enyesado: durante los seis meses siguientes, intentó calmar los picores que sentía bajo el yeso rascándose con agujas de tejer. El procedimiento no sirvió de mucho: al poco tiempo, volvió a doblarse. Años antes, le habían operado los ojos negros, estrábicos, pero tampoco había servido. Amantino no siempre le decía el rengo, a veces lo llamaba el bizco.

***

En las noches, mi madre va hasta mi cama y me acaricia la cabeza. En un susurro, como si apenas quisiera que la escuchara, me canta:

Había una vez un lobito bueno,
al que maltrataban todos los corderos.
Había también un príncipe malo,
una bruja hermosa y un pirata honrado.

Pasa su mano sobre mi oreja y siento un ruido casi marino, como una ola que vuelve a mis oídos una y otra vez.

Todas esas cosas había una vez
cuando yo soñaba un mundo al revés.

***

Un mediodía, mi abuela picaba cebolla, mientras Cuidado, el cusco marrón de patas cortas, daba vueltas por la cocina. Mi madre llevaba a Ernesto y Braulio de la mano. Mi abuela le había encargado cuidar a Amantino, porque durante la mañana había dicho:

Hoy me mato.

Mi madre, de ocho años, lo persiguió por el comedor, lo vigiló a la altura de su cintura, estuvo detrás de él cuando entró al galpón del fondo, sacó una cuerda de entre las herramientas, caminó hasta un árbol y la enganchó a la rama. Entonces, mi madre apretó la mano de sus hermanos y con la vista fija en su padre, empezó a aullar:

¡Mamá, mamá, mamá!

***

La ciudad de Rivera le debe su nombre a un genocida. En abril de 1831 el coronel Bernabé Rivera citó a decenas de charrúas en el corazón del país, a orillas del arroyo Salsipuedes. Siguiendo las instrucciones de su tío, el primer presidente de Uruguay, les dijo que quería convocarlos para recuperar ganado al sur de Brasil, pero una vez allí, los asesinó con la ayuda de una tropa de más de mil hombres. A las mujeres y niños los vendieron como esclavos en Montevideo. A los charrúas que escaparon, Rivera los persiguió durante meses hasta que lo tomaron como rehén en una batalla. Se dice que le cortaron la nariz, que le arrancaron las venas del brazo derecho y que con ellas envolvieron la lanza del primero que lo había herido. Después, hundieron su cara en un pozo con agua.

***

En la cara de mi madre todo era suave: su nariz era chica, puntiaguda, y sus cejas imperceptibles. Sus labios eran finos y rectos, y había cierta belleza en eso, en que su boca fuera como una ranura, como un buzón donde uno pudiera dejar mensajes. De niña veía sus brazos cargar kilos de arroz y fideos, botellas de agua mineral y macetas con malvones desde la feria. Por ese entonces, aún tenía la barriga suave debajo de los vestidos y de las blusas floreadas que compraba en tiendas de segunda mano.

***

A mi madre le gustaba perseguir gallinas y serpientes, pescar mojarritas en el arroyo, esconderse entre las plantas de hinojo, canturrear tangos frente al espejo de mi abuela. Le gustaba, sobre todo, aparecer en el comedor cuando estaban todos, tomar un sorbo de agua y empezar a tambalearse de un lado a otro, chocándose contra las paredes como si estuviera borracha, mientras sus hermanos se morían de la risa. Incluso Amantino se reía del descaro con que balbuceaba frases sin sentido, con que revoleaba los ojos y caía desplomada sobre una silla.

***

Por las sonrisas de mis padres, por el entusiasmo con el que se acercan, sé que detrás de su espalda esconden mi regalo de cumpleaños. Sin decir nada, me ponen en las manos una caja de sandalias Azaleia. Me desilusiono un poco porque son sandalias y porque no están envueltas en papel de regalo, pero cuando abro la caja se levanta hacia mí una cabeza con una nariz como dos pinchazos y unos ojos negros y chiquitos que son de tortuga pero parecen de pájaro.

***

En realidad, mi abuela quedó embarazada cuatro veces.

Poco después de que nació mi madre –una niña rubia, de ojos verdes– y antes de Braulio, entibió a otro hijo adentro de su vientre. Mi madre tenía doce años cuando escuchó, por única vez, hablar sobre ese aborto. Mi abuela se lo contó como solo puede contarse algo así: sin dar detalles.

El resumen es este: mi madre tiene dos hermanos, otro que no nació y dos más –un hombre, una mujer– que no conoció nunca.

***

Mi padre remoja una camiseta blanca en un balde con agua y cloro. Encaramado a la escalera, protegiéndose las manos con guantes de goma, limpia los hongos del techo. Las ventanas están abiertas y los muebles despegados de las paredes, como si una fuerza los hubiera atraído hacia el centro del living. El espejo grande está apoyado en el piso y por primera vez refleja mis piernas flacas, mi pantalón verde manchado de mermelada. Podría irme a mi cuarto, protegerme de este olor fuerte, casi picante, y del frío del invierno, pero me quedo mirando la estela blanca que queda detrás del trapo, el movimiento que borra los lunares del techo.

Creo que todas las paredes del mundo son como las de mi casa, que todos los padres, a veces, se suben a una escalera para blanquearlas. No sé todavía que hay algo en este apartamento, en esta ciudad, que hace que todo se eche a perder más rápido: el azúcar, las galletas, las paredes, los huesos, los pulmones.

***

El juego era sencillo: cada uno salía por turnos a disparar al campo, mientras el resto esperaba adentro del rancho. El blanco lo elegía cada jugador: podía ser un palo, una lata o la fruta de un árbol. Esa vez, Amantino fue el primero en salir. Llevaba un reloj en la muñeca, un pantalón oscuro, una camisa a rayas y por debajo dos camisetas que, a pesar del calor, usaba para verse más fornido. Odiaba parecer un hombre flaco. Con pasos firmes y su revólver cargado, enfiló hacia atrás de la casa, mientras Braulio y mi madre, los otros jugadores, lo miraban desde la ventana. Amantino apuntó hacia lo alto y disparó. Una manzana se despedazó en el aire.

***

Después salió mi madre con una escopeta de aire comprimido. Llevaba el pelo corto, un jean gastado y un soutien rosado –uno de los primeros que usaba– que se traslucía debajo de su camiseta blanca. Se alejó de la casa, mirando hacia todos lados. Se fijó en un árbol y apuntó con firmeza, imitando la postura de su padre. Inmóvil, con la mirada afilada, sintió el peso del arma, la adrenalina antes del disparo. Apretó el gatillo. De una rama se desplomó un benteveo. Mi madre siguió petrificada, como si aún no hubiera disparado. Luego dio la vuelta hacia la casa y caminó sin mirar atrás, dándole la espalda al pecho amarillo del pájaro que apuntaba al cielo.

***

Solo una calle. Eso es lo que separa Rivera de la ciudad brasilera Santana do Livramento. Para llegar desde Montevideo hay que viajar seis horas hacia el norte y pasar frente a su cementerio, frente a sus paredones altos, algo azulados durante la noche. Si uno se adentra por la calle Anollés, por sus hileras de casas sin antejardín, de techos bajos y rectos, verá en una esquina una casa color salmón con celosías blancas, rozada por la sombra de una acacia.

La casa tiene pisos de madera que crujen al pisarlos, un reloj cucú, frascos de vidrio con especias, un televisor a todo volumen que destella programas brasileros y una cotorra verde, con un ala cortada, que da pasos cortos en un patio minúsculo. En esa, la casa de la calle Anollés, la que está casi cayéndose del país, es donde mi abuela vivió sola por primera vez.

***

Una madrugada, Amantino llamó a mi madre desde su cuarto. Ella, medio dormida, sobresaltada, caminó hasta la cama donde estaba acostado junto a mi abuela. Él la hizo sentarse a su lado y le contó sin preámbulos que ella tenía dos hermanos, dos hijos que tuvo antes de casarse. Le habló de la carta. Le dijo que ellos le habían escrito pidiendo que los reconociera, pero que él los ignoró, porque sus verdaderos hijos eran ellos. El rengo, el pajero, la loca.

No hay que andar desparramando el apellido, le dijo, y nunca más volvió a hablar del tema.

***

No me doy cuenta si es cielo o mar. Sostengo una pieza de puzzle celeste, le doy vueltas en mi mano, le paso el dedo por los bordes. A veces interrumpo a mi madre, que mira el informativo a mi lado, para preguntarle si las piezas irán por encima o por debajo de los barcos.

Un niño de siete años está desaparecido desde ayer en el norte de Montevideo. Levanto la vista hacia la televisión. Un policía dice que no hay pistas, pero están rastrillando la zona junto a familiares y vecinos. La madre del niño llora. Tiene el pelo largo, los ojos hinchados, y una camiseta vieja a rayas rojas y blancas. Dice hacia la cámara: necesito encontrarlo, por favor. Es muy chiquito, por favor.

Sigo dando vueltas la pieza en mi mano. Ya no quiero preguntarle a mi madre dónde va. Ella sigue mirando la televisión, ahora con la boca más caída y cansada. Trato de encajar la pieza en el mar. No puedo. Intento más allá y tampoco. Pruebo más arriba y el cielo se ensancha.

***

Se acercaba la tormenta. Las nubes, como un algodón sucio, cubrían todo el cielo. Braulio galopaba sobre el lomo negro de Cambá, a contramano de un viento que castigaba a los árboles. A sus once años no conocía el mar, pero se imaginaba que debía sonar así: como el viento azotando en oleadas las altas hojas. De pronto, sintió un gusto metálico. Se tiró del caballo, sabiendo lo que venía, y se retorció con la espalda contra la maleza y los ojos blancos apuntando hacia el cielo blanco. Cuando volvió en sí, Cambá seguía quieto a su lado. Durante la mitad de su vida había sufrido de ataques de epilepsia que lo habían derribado sobre el piso o la maleza, que habían obligado a mi abuela a arrodillarse y destrabarle la lengua con los dedos. Tres años después, Braulio se curó. A causa de la edad, según los médicos, y por la gracia de Dios, según mi abuela.

***

En los veranos, cuando visito la casa de Anollés, me mandan a dormir sola en el cuarto más chico, que da hacia la calle y tiene un retrato grande colgado en la pared, un retrato en blanco y negro de un anciano: un pariente lejano, decrépito, que para mostrarlo erguido en la foto lo ataron al respaldo de una silla.

El silencio absoluto de la noche se raja por el ruido potente, horizontal, de una moto que pasa. A la misma altura de mi cama, antes de cerrar los ojos, veo una muñeca antigua, enorme, de ojos duros y perversos.

***

Amantino no sabía de dónde diablos había salido ese crucifijo que colgaba sobre su cama de matrimonio y que durante las noches de insomnio lo obligaba a cruzar la mirada con Jesús. Mientras daba vueltas en calzoncillos, alumbrado por la lámpara de queroseno, repasaba en su mente las órdenes que al otro día daría a Braulio y a los peones. En algún momento mi abuela despertaba y le extendía una mano. En ella anidaba, como a un animalito, una pastilla blanca. Él la tragaba sin agua, con un golpe hacia atrás de la cabeza. Después se recostaba sobre la almohada, sobre el arma corta que había debajo, y dormía hasta el mediodía.

A Amantino le perturbaba que Jesús inclinara su cara agónica hacia él. Siempre creyó que eran de mal augurio tres cosas: los tangos de Gardel, que no dejaba que nadie escuchara; los sombreros blancos, que nunca usaba; y ese crucifijo que nunca se atrevió a descolgar.

***

A los diecisiete años, mi madre sintió por primera vez en su vida unas ganas brutales y distintas de llorar. Lloró en su cama, sin poder levantarse, sin entender por qué lloraba.

***

En la casa de Anollés me paso las tardes masticando caramelos brasileros. Las pocas palabras que sé en portugués las aprendí de sus envoltorios: abacaxi, morango, pêssego. Suelo rasparme el paladar con esos dulces baratos mientras las manos de las señoras —mi madre, mi abuela, mis tías— preparan postres almibarados, tejen, cosen, pintan servilletas, repasadores y pañuelos de tela.

Al mediodía, almorzamos los animales que Braulio trae de Buena Unión y el sabor de la carne asada se mezcla, a intervalos, con buches azucarados de guaraná. A la hora de la siesta, detrás de las cortinas cerradas, la luz del sol se desparrama y la ciudad se vuelve demasiado blanca para mis ojos. Durante la tarde, se reavivan los colores y a mí me sorprende el perfume de mis primos, el olor a pelo limpio de los niños recién bañados.

***

El hombre mayor que la trataba suavemente le recetó a mi madre los primeros medicamentos y le dijo algo que la marcó para siempre: que su angustia, así como las enfermedades de sus hermanos, había sido causada por el incesto de sus padres. En el fondo, le dijo, era eso: un castigo que se había autoimpuesto de forma inconsciente.

Cuando me lo contó, décadas después, me pareció una idea curiosa, pero con los años noté que se había convertido en una especie de defensa y de destino, y me pareció tremendamente estúpida. Ella decía que el tema era difícil de dejar atrás y en eso sí tenía razón: sus apellidos idénticos la habían obligado a dar explicaciones durante toda su vida.

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Desplegamos los vasos y los platos sobre la cama de dos plazas. A veces, mi madre no se levanta de la siesta y con mi padre vamos al cuarto para cenar con ella. Yo escribo progresiones de números para la escuela, de dos en dos, de tres en tres, hasta que llegan las empanadas fritas de atún que los tres devoramos mientras en la tele pasan series alemanas como El viejo, series inglesas de Agatha Christie, documentales sobre ciervos y cebras que mueren despedazados bajo el peso de manadas de leones, mientras yo pregunto: mamá, papá, por qué los que filman se quedan quietos, por qué no los salvan, por qué, díganme, dejan morir así a esos pobres animalitos.

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De niña, mi madre quería ser domadora de caballos o cantante de tangos, pero a los diecisiete años decidió estudiar literatura. Para su cumpleaños de quince, una tía le había regalado Antígona y a ella le había impresionado la lealtad a su hermano muerto, su destino de sepultada viva. Desde entonces, aunque no las entendía del todo, había releído varias tragedias griegas.

A mi abuela y a Amantino les extrañó su decisión, e incluso los decepcionó un poco, pero no le dijeron nada. Al año siguiente, mi madre viajó sola a Montevideo. Como apenas podían enviarle dinero, se instaló en un pensionado de un colegio de monjas donde trabajaba como recepcionista de ocho a dos de la tarde.

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Ernesto se convirtió en médico.
Braulio, un hombre de campo.
Mi madre, en profesora de literatura.

Ernesto llegó a ser director del Hospital de Minas de Corrales, una villa minera de Rivera conocida como la capital del oro.

Braulio, durante toda su vida, se estropeó las manos cortando madera, sandías y zapallos, enterrándolas en la tierra y en el pelaje de los animales.

Mi madre, en liceos de Montevideo, les habló a los adolescentes sobre Shakespeare y Baudelaire, sobre Líber Falco y Lautréamont, y durante décadas acumuló libros y, encima de ellos, polvo y marcadores fluorescentes.

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Mi madre me acaba de llamar para que vea, a través de la puerta de vidrio, el gato que cayó de la azotea. Está en el centro de nuestra terraza, lamiéndose el cuerpo grisáceo entre las flores rosadas, impecables, de nuestros malvones. Es uno de los primeros gatos que veo de cerca y me sorprende su ojo entrecerrado, lastimado, como si hubieran querido arrancárselo. Lo vigilo durante minutos, por detrás de la mancha de vaho que voy dejando sobre la puerta.

Salgamos, dice mi madre.

Cuando nos acercamos el gato desconfía, pero no se mueve. Yo también desconfío. Ella toma mi mano minúscula y me hace pasarla por su pelaje.

¿Ves? Así se acaricia a un animal, me dice.

El gato tensa el cuerpo, gira la cabeza, me mira con una sola pupila vertical.

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Una mañana, mi abuela saludó con la mano a un militar que pasó a caballo frente al rancho. Amantino, fuera de sí, fue a su cuarto, sacó la Smith & Wesson de abajo de su almohada y la apretó contra la frente tibia de mi abuela. Desde hacía tiempo él creía que, de tanto verlo pasar, ella se había enamorado de ese hombre uniformado, serio pero amable, que le devolvía el saludo con un gesto. Esa misma tarde, mi abuela huyó del rancho. En un par de minutos guardó, casi sin mirar, algunos vestidos, dos pares de zapatos, un perfume, las medallitas. A los sesenta años resumió su vida en una valija. Con ella viajó hasta la calle Soriano, en Montevideo, donde vivía mi madre. Nunca más pisó el rancho. Nunca más volvió con Amantino.

***

Ahora mi madre, ensimismada, sostiene una foto en su mano: aparece junto a mi abuela, sentada sobre un tronco en las orillas de la playa. Yo soy una niña de dos años, con el pelo húmedo y un short amarillo, que corre hacia ellas. Mi abuela me mira. Mi madre, vestida con una malla azul salpicada por las olas, parece que sonríe a la cámara.

Después, como si acabara de descubrir algo muy triste, me dice:

“Debimos ser felices.”

 

De la novela inédita Debimos ser felices

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Foto: Romina Mosquera, Unsplash.
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