Victoria de Stefano – LALT https://latinamericanliteraturetoday.org/es/ Latin American Literature Today Mon, 04 Nov 2024 02:10:37 +0000 es-ES hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7 Iniciación y culminación de la obra de Sergio Chejfec por Victoria de Stefano https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2022/09/iniciacion-y-culminacion-de-la-obra-de-sergio-chejfec-por-victoria-de-stefano/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2022/09/iniciacion-y-culminacion-de-la-obra-de-sergio-chejfec-por-victoria-de-stefano/#respond Tue, 20 Sep 2022 07:15:23 +0000 https://latinamericanliteraturetoday.org/?p=17665  

Movimientos u operaciones del autor diversamente combinados: leer, observar, relacionar todo con su propio pensamiento, y escribir.
Novalis, La enciclopedia (Notas y fragmentos)

El primer libro que leí de Sergio Chejfec fue Lenta biografía, apenas terminado comencé a leerlo de principio a fin. Esa segunda, placentera, apremiante lectura, presumo que se debió a cuánto me habían impresionado, intrigado y conmovido los cursos y recursos utilizados por el narrador para la puesta en escena de los esforzados intentos de recuperación de los detalles ínfimos del fondo de la memoria de los judíos argentinos, escapados de Rusia antes (no olvidemos los pogromos de la Rusia zarista), durante y después de los acosos y persecuciones de la Segunda Guerra y del antisemitismo de Stalin. Habiendo perdido, junto a su locus natal, a los de su sangre, carecían de puntos de referencia, apoyos evocadores, padres, madres, hermanos, testimonios, a los que acudir a fin de refrescar (al tanteo como única y solemne opción) briznas de recuerdos, desesperanzados, desolados y con toda probabilidad definitivamente perdidos. Terminada la segunda lectura, más atenta, cuidadosa, pero no menos apasionante, por la simple razón de que los escritores aprendemos de los escritores, tuve la sensación de haber estado leyendo un relato, una crónica, una dramatización escenificada como derivación de alguno de esos escritos kafkianos autentificados por la pureza, sobriedad y autonomía procedimental de su bella, melancólica, escéptica y, a ratos, tajante prosa. 

Hace unos días, leyendo El evangelio histriónico (obra inédita, 2019) de Luis Moreno Villamediana, tuve la reconfirmación [de lo que percibí] en esa ocasión y en lecturas posteriores de todos los libros de Sergio: que este trazaba una vía activa como continuidad de autores y temas literarios real e idealmente preexistentes, incluso en los ensayos críticos, que pueden considerarse otros relatos, como, por ejemplo, el sorprendente por afinado y original ensayo, si es que esto es un ensayo tal como dicta el encasillamiento de los géneros, Sobre Gianuzzi, caracterizado por la sutileza y recto saber libre de énfasis con que Sergio se interna en la biografía del  gran poeta argentino Joaquín Giannuzzi en relación con lo que de más propio tiene esa poesía. Del mismo modo que los ensayos, sus relatos y narraciones, en un sentido inverso, debido a su proclividad y orientación teórico-reflexiva, transgreden sin embates, más bien con afabilidad y cortesía, las pautas acotadas del canon narrativo.

Al referirse a la forma en que Chejfec y Alan Pauls recurren a los puntos suspensivos entre corchetes en su El evangelio histriónico, L. M.V. advierte que “tal uso convierte trozos enteros en addenda, en comentarios laterales claramente presentes, en la realidad de ese texto, como retrospección: alguien ha abierto un manuscrito hasta entonces cerrado y se ha dedicado a prolongar la narración” (el subrayado es mío). Ese manuscrito, a la manera goethiana, L.M.V. lo llama Ur-text, texto primordial, texto originario, aquel que precede, antecede y hará las veces de prototipo exploratorio de todos los que irán apareciendo más tarde… Pensemos en El punto vacilante, Baroni: un viaje (que es además de ficción un tratado de estética) Teoría del ascensor (que alterna la ficción con una poética), el extraordinario Últimas noticias de la escritura, la variada recopilación de ensayos y escritos, bajo el titulo El visitante, en la que Chejfec se propone inquirir y elucidar su poética.

Así, pues, la lectura de El evangelio histriónico de Luis Moreno Villamediana me corroboró que mi inicial aproximación a la obra de Sergio, formada por unos veinte libros, según mis cálculos, no estaba del todo descaminada. De ahí en adelante todo lo que Chejfec escribe irá avanzando, y muchos lectores no incautos no tardarán en descubrirlo, en dirección a una suerte de superposición y prolongación de un texto ideal como acto performativo de la escritura en función, a su vez, de una acción realizativa del habla. Esa primera y desafiante lectura me produjo la sensación de estar leyendo algo que provenía y continuaba la sobria, distante, digresiva, ralentizada prosodia de Kafka en relación con su entorno, ambos consubstanciados el uno en el otro, como verso y reverso del mismo emblema.

Sergio Chejfec es uno de los pocos novelistas filósofos, afirma Luis Chitarroni. Y es justamente esa condición de novelista filósofo [lo que resalta], aunque preferiría llamarlo escritor filosófico, pensante, meditativo, indagador, razonador, más bien que novelista, porque en un sentido estricto no creo que lo sea. Del mismo modo que El proceso, El castillo, por su sobrecogedora singularidad y consubstanciación con lo real, a pesar de ser como son sin duda ficciones, se me hace muy cuesta arriba llamarlos novelas. 

En el caso de Sergio, el esquema se rompe por la cantidad de géneros literarios que abarca, combina, entrelaza y transgrede, ruptura reconocible en el humor calmo, circunspecto del observador moroso, en razón de su necesidad de hacerse actual y presente desde lo que le aporta su experiencia. Precisamente por eso, su paradigma de narrar se presenta sesgado, irresoluto, inseguro, fluctuante, conjetural al ser abordado por situaciones y gestos desconocidos, ambiguos, confusos, enigmáticos, apenas discernibles. La atención, el estado de alerta que le exige todo lo que viene a su encuentro en las coordenadas espacio-temporales de sus recorridos y trayectos urbanos, pensemos en Mis dos mundos, es aquello que le confiere a su escritura un carácter de indagación, de puesta a prueba de su estremecedora relación con la extrañeza y extranjería de aquellos seres que van apareciendo a su paso y de los que quisiera, pregunta tras pregunta, dilucidar siempre más de sus dolientes vidas.

Por añadidura, en su afanosa necesidad de precisión y exactitud, cualesquiera sean las certezas y exigencias del género que, metódica, enjundiosa, deliberada y/o aleatoriamente precisa intervenir, son usuales los dubitativos y nunca concluyentes no sé, quizás, tal vez, quién sabe, lo ignoro, probablemente, podría ser, me pareció, a lo mejor, no estoy seguro.… que de libro en libro se van imponiendo como la lánguida marca identitaria de su dialogante proyecto literario o, en un sentido más amplio, de su propósito de ascendencia estética. Todas características que, además, le confieren a su prosa una densidad y un ritmo envolvente, apasionante por cuestionador, que nunca pierde de vista la presencia del lector externo, como término concomitante de la escritura, y la del mismo autor desdoblado en lector de los signos y complejidades de sus correrías. 

El procedimiento va siempre en el sentido al que nos hemos referido anteriormente. Sin embargo, cada libro pasa de un tema a otro diferente, las afinidades entre ellos son innegables, pero cuando hay no pocos escritores que escriben casi siempre el mismo libro, lo que es válido, por muchas que sean sus líneas de aproximación al tema, en el caso de Sergio, las innovaciones, las variaciones, las actualizaciones temáticas van a  la par de los ajustes de la estructura, llamémosla así, establecida desde los primeros hasta la culminación de los últimos e ininterrumpidos trabajos al servicio de la escritura. 

Foto: Sergio Chejfec, autor argentino, cortesía de Graciela Montaldo.
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“La pasión según G.H.” de Victoria de Stefano https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2021/08/passion-according-gh-victoria-de-stefano/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2021/08/passion-according-gh-victoria-de-stefano/#respond Wed, 25 Aug 2021 03:08:50 +0000 http://latinamericanliteraturetoday.wp/2021/08/passion-according-gh-victoria-de-stefano/ La primera vez que escuché mencionar a la escritora Clarice Lispector debió ser a mediados o a fines de los setenta. Fue a través de mi amiga Elizabeth Burgos, quien vivía en París, si no me equivoco desde antes de cumplir los dieciocho años, y venía con regularidad a Venezuela a visitar a amigos y familiares en Caracas y en su ciudad natal, Valencia. Elizabeth, que era y es una gran lectora, me mantenía informada sobre libros y escritores. Yo confiaba en sus juicios y criterios, puesto que nunca me habían decepcionado. Por ella llegué a la revelación de los grandes escritores y poetas rusos Marina Tsvietáieva, Pasternak, Anna Ajmátova, Ósip Mandelshtam, Nina Berberóva, a los que pude comenzar a leer a partir de los primeros ochenta en francés o en italiano, cuando aún o apenas si comenzaban a ser publicados en español. Ah, y lo olvidaba, a la lectura de los ensayos de Joseph Brodsky reunidos en Lejos de Bizancio (Fayard, 1986), lo mismo que a su poesía en las excelentes traducciones, según lo celebraba el propio Brodsky, del italiano.

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Los géneros no tienen más función, para el escritor, que darle algo concreto que abandonar
César Aira

Ordenando las cosas, creo y entiendo al mismo tiempo… Ordenar es buscar la mejor forma […] ¿Ordenar la forma?
Clarice Lispector

La gloria terrible de estar viva es el horror
Clarice Lispector

La primera vez que escuché mencionar a la escritora Clarice Lispector debió ser a mediados o a fines de los setenta. Fue a través de mi amiga Elizabeth Burgos, quien vivía en París, si no me equivoco desde antes de cumplir los dieciocho años, y venía con regularidad a Venezuela a visitar a amigos y familiares en Caracas y en su ciudad natal, Valencia. Elizabeth, que era y es una gran lectora, me mantenía informada sobre libros y escritores. Yo confiaba en sus juicios y criterios, puesto que nunca me habían decepcionado. Por ella llegué a la revelación de los grandes escritores y poetas rusos Marina Tsvietáieva, Pasternak, Anna Ajmátova, Ósip Mandelshtam, Nina Berberóva, a los que pude comenzar a leer a partir de los primeros ochenta en francés o en italiano, cuando aún o apenas si comenzaban a ser publicados en español. Ah, y lo olvidaba, a la lectura de los ensayos de Joseph Brodsky reunidos en Lejos de Bizancio (Fayard, 1986), lo mismo que a su poesía en las excelentes traducciones, según lo celebraba el propio Brodsky, del italiano.

En ocasión de uno de sus viajes, Elizabeth me hizo una breve, pero sugestiva reseña biográfica de una peculiar escritora brasileña nacida en Ucrania durante el accidentado periplo de su grupo familiar ya en fuga del horror de los pogroms y resuelto a correr todos los riesgos que suponía emigrar a América con una criatura de apenas dos años al momento de tocar tierra en Maceió, en el Nordeste de Brasil, para después trasladarse a Recife. Elizabeth me habló sobre todo de La pasión según G.H. (1964). No mucho después le escuché a Marta Traba, en la Escuela de Arte de la Universidad Central de Venezuela, donde ambas enseñábamos, referirse a Lispector con la misma efusión entusiástica, diligente promotora como fue de la riqueza y amplitud del arranque de los movimientos (literatura, escultura, música, pintura, arquitectura) modernistas brasileños, iniciados en el histórico acontecimiento de la Semana de Arte Moderno en São Paulo o Semana del 22.

La pasión según G.H. fue publicada por Monte Ávila en 1969 en la magnífica traducción de Luis García Gayó, respetuosa de las singularidades de su estilo y de la construcción sintáctica de su lengua, que yo leí a fines de los setenta, comienzos de los ochenta. No antes, sencillamente porque no estaba enterada de que ya formaba parte del catálogo de la editorial del estado (por lo demás, las precisiones cronológicas en tiempos de clausura se me han vuelto muy difíciles de restituir). Quedé muy impresionada con ese hallazgo. Lo leí como en un trance, probablemente, tres veces en los años subsiguientes, continuando a lo largo del tiempo con el conjunto de sus obras anteriores y posteriores para terminar con su extraordinaria y póstuma La hora de la estrella. Debo aclarar que mi generación, hasta donde sé, tal vez con contadas excepciones, no le había prestado mayor atención a la literatura brasileña, por descuido, por ignorancia, por autosuficiencia, es decir, por ese no mirar más allá de nuestras fronteras hasta hace unas cuantas décadas y quizás hasta más bien poco.

En esos años, Brasil, pese a ocupar la mitad del área de toda América del Sur, se nos aparecía de algún modo como otro continente, otra hegemonía lingüística más allá de la línea divisoria, casi una barrera infranqueable fijada por el Tratado de Tordesillas, que solo comenzaría a superarse gracias al proyecto pionero inter-americanista, universalista, lo calificaron algunos, de la Biblioteca Ayacucho a cargo de Ángel Rama y José Ramón Medina oficializado en septiembre 1974 y que, para 1982, había alcanzado el corpus de cien bien curados volúmenes.

¿Qué obras de autores brasileros habíamos leído en esos años? En mi caso:  Las memorias de Blas Cubas de Joaquim Machado de Assis, primer título del Fondo Editorial Casa de las Américas en 1963; la novela breve Vidas secas, en una edición de Casa de las Américas en 1964, del nordestino Graciliano Ramos, como nuestra autora; algo de poesía de Carlos Drummond de Andrade; el épico y fecundo en referencias literarias y a ratos mítico-ontológicas El gran sertón: Veredas, de Guimarães Rosa, en la edición de Seix Barral (1975). En los ochenta Los sertones de Euclides da Cunha de la Biblioteca Ayacucho, motivados por la recreación de la guerra de Canudos en la novela La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa; algunos poemas de João Cabral de Melo Neto asociados al rigor prosaico y al rechazo de la dimensión musical que atravesaba la poesía lírica. De cualquier modo, hubiera preferido una lista mucho menos compendiosa.

Por otro lado, la lengua escrita de Brasil nos estremecía por las recónditas e incontestables tensiones que dinamizaban la entonación oral, cuyas divergencias caracterizaban la prevalencia de la expresión hablada sobre la escrita, en áreas regionalmente delimitadas de Brasil, en contraposición con la rigidez de la gramaticalidad de la tradición clásica. No podemos olvidar que tampoco había muchos más autores que nos fueran accesibles traducidos al español en esas fechas. Existían puentes, sobre todo en el Sur con Argentina y Uruguay, pero la articulación con la industria editorial del continente y de España, es más bien reciente.  Es de agradecer que en la actualidad la Biblioteca Clarice Lispector de las Ediciones Siruela, fundada en 1982, cumple ese cometido incluyendo doce títulos de su producción: crónicas, cuentos, novelas, correspondencia, como también su compleja y soberbia novela póstuma La hora de la estrella.

Aquí me gustaría referirme a un artículo de César Aira, que leí hace unos días, al tiempo que trataba de rehacer nuestro itinerario de lecturas, y que corrobora ese desinterés de los lectores no solo de Venezuela sino, en el presupuesto de que siendo más cercanos habrían de ser más afines, también de los países del cono Sur. Aira se refiere a la ignorancia no solo del lector medio de la riqueza de la literatura brasileña, dúctil, plural en el mestizaje y diversidad de sus orígenes, “tan fundamental en la hechura” de esa nación. A continuación, cita a Borges, que no había frecuentado ni gozado a escritores como Álvares de Azevedo o Machado de Assis, que le habrían dado “una idea más rica del poderío de una literatura menor (el subrayado es mío)”.

Habría que tener en cuenta también que los brasileños hablan y se hacen entender en español, en cambio nosotros, respecto a ellos, pecamos de indiferentes, al comprender muy poco o casi nada el portugués de Brasil.

La historia de La pasión según G.H. es ínfima, la protagonista y narradora, G.H, una mujer que vive en el vasto pent-house de un barrio acomodado, escultora aficionada, relacionada con la mejor sociedad de Río de Janeiro, irrumpe con espanto y horror en el cuarto libre de la presencia de la criada mulata, esa sirvienta-mucama incómoda, aunque imprescindible, una intrusa cuyo nombre tan siquiera puede recordar, que ha desocupado el lugar  que ocupaba en la casa de G.H. , un lugar tan ajeno y extraño, una suerte de coto vedado, al que ella nunca antes había sentido la menor curiosidad de asomarse y al que, como le corresponde en su calidad de patrona y dueña de casa, está obligada a limpiar y ordenar, higienizar y organizar.

En sus novelas, en sus cuentos, incluso en sus crónicas, Clarice Lispector parte de lo inmediato doméstico, del hogar como refugio de la intimidad en oposición al espacio público, de lo sensiblemente privado, a la par que doloroso y oscuro, para lanzarse a explorar los vericuetos de la experiencia de pensar, pensar gozoso y elucubrador, pensar caviloso y especulador, pensar irónico y oblicuo por intermediación del poder epifánico de emociones e intuiciones. Su escritura es puro sonido, nos sentimos escuchar una voz cuya frecuencia habla y reverbera en la cabeza, una voz que se nos impone con sus juegos lingüísticos, con su declamación entrecortada, con sus melancólicos y  languidescentes acentos, forzándose a expresar lo más difícil de expresar, torciendo la gramática para articular y enunciar la materia de su lengua a partir del sello místico e iluminado del judaísmo, a fin de entrar y salir simultáneamente más adentro y más afuera en su percepción del propio cuerpo, de los objetos, de la cosas vivas que constituyen el mundo y hacer suya la aventura mayor de la solemnidad fatal y amenazante del Génesis narrada en el Antiguo Testamento…

G.H. entra al cuarto, abre la puerta del armario, ve una cucaracha, aterrorizada la cierra de un golpe, aplasta la cucaracha, mira exaltada cómo se escurre la materia, lo más privativo de la vida orgánica. Con todo y su repugnancia la ingiere. Engulle, devora en su desafío a asumir su impura condición animal la que no se le había mostrado y en la que no se había reconocido hasta ese momento. No hay otra manera menos brutal de decirlo. Algunos críticos hablan de una náusea existencial, bajo la influencia de La náusea de Sartre. No lo creo, en su camino hacia la libertad Sartre no osó perderse tanto como para enfrentarse a lo desconocido a fin de ir en pos de la tan temida como ansiada libertad. Comparado con La pasión según G.H., La náusea, una náusea metafísica, abstracta, es poco más o menos una parábola para señoritas. De todos modos, la misma Lispector en una entrevista aseguró que ni había leído ni había sido influenciada por el existencialismo, la suya era una náusea enteramente física, no filosófica.

En aquellas primeras lecturas, si alguien me hubiera preguntado de qué trata La pasión según G.H. (me es difícil llamarla novela, del mismo modo en que me es difícil, casi una profanación, llamar novelas El castillo o El proceso de Kafka) habría respondido La pasión según G.H. se concentra toda ella en negar el principio ontológico y, más pedestremente, sicológico de identidad, aquel principio que se asienta todo sobre la primera persona del singular: Yo. Y como contrapartida, en la insoslayable condena a dar de bruces ante nuestro yo desconocido, al pasar de lo seguro, lo estable, lo definido y definitivo que nos sentíamos ser y no éramos, al estupor de lo desconocido, otro trayecto de aprendizaje. Sus amigos Carlos Drummond de Andrade, João Guimaráes Rosa, por cuya obra sentía indudable afinidad y gran admiración, como lo manifestó a al leerlo en 1956. Lucio Cardoso y Olga de Sá calificaron oportunamente el modo de pensamientos de Lispector como “cuestionamiento ontológico”.

En la primera y subsiguientes lecturas, con algunos intervalos de meses, traté de concretar en pocas palabras en qué consistía esa peculiar y, exquisita, a mi modo de ver y de leer, obra que transgredía con tanta naturalidad y sin rastro alguno de cohibición todos los géneros y preceptos del canon. Fue entonces que caí en cuenta de que era precisamente esa transgresión, por combinación y fluencia no consciente, al menos de primer intento, de aproximación a los géneros, la que configuraría la estructura, por demás elaboradísima, de La pasión según G.H.

El que cada capítulo o fragmento, si se nos permite llamarlo así, puesto que no hay capítulos en el sentido habitual del término, se reanude, apagándose, reimpulsándose, intensificándose con la frase conclusiva, casi una sentencia, el capítulo anterior, resulta en un potente recurso estilístico en constante proceso de recrearse. Además de acercarse a un Quodlibet, aquel procedimiento compositivo derivado de la música coral que combinaba en contrapunto  diferentes voces y melodías  de temas populares con variaciones y repeticiones con cambios mínimos y de forma sencilla. Piénsese en su similitud con el efecto de las repeticiones del final de Las variaciones Goldberg de Bach.

Las variaciones representan cesuras, interrupciones del transporte rítmico, de los lances lúdicos, voluptuosos del fraseo, pausas reflexivas entre una y otra variación, como una incitación a reflexionar. Los capítulos, los fragmentos, están a su vez formados por párrafos y cada párrafo tiene un inicio, un medio, un clímax, un ir a morir, como van a morir las olas a la playa. Antes que un desenlace, un rizo, un broche, un cierre conclusivo, a la manera de los inigualablemente bellos y punzantes versos finales de los poemas de la madurez de Baudelaire.

 

Foto: Clarice Lispector, escritora brasileña, 1972. Crédito: Arquivo Nacional do Brasil, Fundo Correio da Manhã.
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“La lengua extranjera” de Victoria de Stefano https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2020/08/foreign-language-victoria-de-stefano/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2020/08/foreign-language-victoria-de-stefano/#respond Wed, 12 Aug 2020 22:30:32 +0000 http://latinamericanliteraturetoday.wp/2020/08/foreign-language-victoria-de-stefano/ Recently, I have begun to doubt whether I can rightly say that my mother tongue—the one that I feel is part of my identity—is Italian, and my acquired language is Spanish. I use the term “language” here because that which one gains after arduous hours, days, months, years, is a language more than a second tongue, which would make that person perfectly bilingual. It is a legitimate question, as I am not bilingual. I can read in Italian with pleasure and without any major difficulty, I like Italian literature and poetry very much, but I cannot speak it with ease, much less without a foreign accent. It is not the language in which I express myself fluently and spontaneously, it is not the one that rises straight to my lips in intellectually challenging conversations or moments of particular intimacy. I arrived in Venezuela in 1946, shortly after the war. I was six years old, I had yet to learn how to read and write. When she enrolled me in school, the headmistress told my mother that they would have to catch me up with reading and writing during the holidays, otherwise I would have to repeat the year. That responsibility fell on my sister, Luciana, who was only eight herself: a child teaching another child. Learning to read required a great effort from me, differentiating the sound and the spelling of consonants was a real torture. I agonized, thinking that I would never learn, that I would end up illiterate forever, which, given the way my mother pronounced the term, represented the utmost ignorance and incivility. My sister would sometimes lose patience, but, fortunately, she would regain it and continue to teach me calmly and stoically. And I, with great anxiety and few hopes, fought on. One afternoon, I remember, I went to the cinema with my siblings and, to my joy and surprise, I could read the subtitles on the screen. I returned home beaming with happiness, I felt blessed. I began to read everything I passed, the names of streets, of buildings, of houses, public notices. From that moment, I never let a day go by without reading: at night, in bed, as I had seen my father do, or in the evening, when I would study and do my homework. Around age ten or eleven, I got into the habit of consulting the dictionary and even reading it with gusto. I would always carry a pencil and a notebook, in which I would jot down new words, unknown words, words I had never heard before. I even tried to write verses or what I believed were verses, which together formed stanzas, sequences of phrases that in turn would form stories. In other words, all of my education, from elementary school to university, was in Spanish. If language is the border that confers an identity on the spiritual level, wrote Cioran, then abandoning one’s language entails giving oneself another border, and therefore, another definition; in other words, changing identity.

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En los últimos tiempos me ha surgido la duda de si puedo decir con propiedad que mi lengua materna, la lengua que siento como parte de mi identidad es el italiano y mi idioma adquirido el español. Utilizo el término idioma porque lo que se conquista en un arduo lapso de horas, días, meses, años es un idioma más que una segunda lengua, que haría de esa persona alguien perfectamente bilingüe. La pregunta es legítima desde el momento en que no soy bilingüe, leo en italiano sin mayor dificultad y con placer, me gusta mucho la literatura y la poesía italiana pero no puedo hablarlo con soltura y mucho menos sin un acento extraño. No es la lengua en la que me comunico con fluidez y espontaneidad, no es la que me viene inmediatamente a los labios en conversaciones de exigencia intelectual o en circunstancias de cierta intimidad. Llegué a Venezuela en el 46, recién terminada la guerra. Tenía seis años, aún no sabía leer ni escribir. Al inscribirme en el colegio, la directora le dijo a mi madre que durante las vacaciones debían ponerme al día con la lectura y la escritura de lo contrario tendría que repetir el año. Esa responsabilidad recayó en mi hermana Luciana, que solo contaba ocho años: una niña enseñándole a otra niña. Aprender a leer me demandó un gran esfuerzo, diferenciar el sonido y la grafía de las consonantes fue un verdadero suplicio. Sufría pensando que nunca aprendería, que acabaría siendo para siempre analfabeta, que por la manera como mi madre pronunciaba ese término representaba el grado más ominoso de ignorancia e incivilidad. Mi hermana a veces perdía la paciencia, por suerte la recuperaba y continuaba estoica y serena enseñándome. Y yo con gran ansiedad y escasas ilusiones continuaba luchando. Recuerdo que una tarde fui con mis hermanos al cine y para mi alegría y sorpresa pude leer los subtítulos en la pantalla: volví a casa radiante de felicidad, me sentía en la gloria. Iba leyendo todo lo que encontraba a mi paso, los nombres de las calles, de los edificios, de las casas, los avisos publicitarios. Desde ese momento nunca dejé pasar un día sin leer: en la noche, en la cama, como veía hacerlo a mi papá, o en la tarde, cuando estudiaba y hacía las tareas. A partir de los diez, once años, me habitué a consultar el diccionario y hasta a leerlo con amorosa fruición. Siempre llevaba conmigo un lápiz y un cuaderno donde apuntaba palabras nuevas, palabras desconocidas, las nunca oídas antes, incluso intentaba componer versos o lo que yo creía que eran versos que se constituirían en estrofas, secuencias de frases que a su vez se constituirían en relatos. En otras palabras, toda mi escolarización e instrucción, primaria, bachillerato, universitaria fue en español. “Si el idioma —escribió Cioran— es el límite que confiere una identidad en el orden del espíritu, abandonarlo significa darse otro límite (finis), por lo tanto, otra definición; en una palabra, cambiar de identidad”.

Muchos, muchos años después en una charla informal con un grupo de estudiantes en la universidad, un joven me preguntó por las dificultades del aprendizaje del español que atravesé cuando llegué al país. Respondí al vuelo que ni siquiera me había dado cuenta de en qué momento había pasado del italiano al español, de una semana para otra ya tenía amigas, conversaba, jugaba pelota con ellas, no tenía dificultades para hacer mis tareas, cometía errores de ortografía, pocos, aunque esos pocos me avergonzaban, me hacían sentir la vergüenza de la no pertenencia, me imponía no repetirlos, hacía planas por mi cuenta. ¿Entonces no hubo trauma?, preguntó.  No, respondí y me quedé unos minutos callada pensando. Tal vez, dije en un rapto tardío de iluminación, casi como si hablara conmigo misma, algo que nunca antes había pasado por mi cabeza, que el trauma esté precisamente en mi rotunda negación del trauma.

Ahora, después de darle muchas vueltas, he terminado por pensar que la herida, aunque velada y en reserva sigue y seguirá siempre ahí. La lengua natal, la de nuestro origen y ambiente familiar se halla debajo, bien adherida a nuestra piel, corriendo por nuestras venas. Sin duda, yo no viví el gran viaje como un exilio, pero para mis padres y probablemente para mis hermanos algo mayores, aunque en menor medida, sí lo fue. Sobre todo, para mi padre, un hombre en la cincuentena, en quien persistió la nostalgia de los lugares de su juventud, de la cultura, la música, la literatura de su país, de las bellas ciudades en que había vivido, Nápoles, Livorno, Milán, Venecia, donde conoció y se casó con mi madre, Roma, donde transcurrimos los últimos años duros de la guerra.

Sin duda, por instinto de sobrevivencia, las personas se aferran al medio donde se encuentran, se nutren a expensas de su entorno, desean, precisan ocuparlo. Y así, con la convicción de que para escribir en una lengua tienes que conocerla bien y con el deseo entusiasta de mi pubertad comencé a prodigarle al español todos los amorosos cuidados exigidos por el espíritu, la intención y el genio de una lengua desde la que, aún sin saberlo, pero ya presintiéndolo, me arrojaría a la aventura de expresarme para escribir novelas, ensayos y otros escritos. ¿Eso suponía para mí en un cambio de identidad? De cierta manera sí. Sin embargo, el italiano no había desaparecido, estaba arraigado en lo más hondo, corría, se desplazaba por debajo. A medida que crecía alternaba la lectura del español con el italiano, la del italiano con el francés y el español. Por otra parte, durante mis estudios de filosofía, utilicé los libros de la casa editorial italiana Laterza especializada en filosofía, cuyas traducciones eran muy bien consideradas. Todavía en mi biblioteca guardó La metafísica y Del alma de Aristóteles, algunos diálogos de Platón y La crítica la razón pura de Kant.

El español es sin duda mi lengua identitaria. Sin embargo, así como Canetti llamó la lengua salvada al judeo español de su infancia, yo llamaría mi lengua salvada al fruto del espacio lingüístico y cultural de mi lengua materna.

Después de esta digresión, hay una cuestión sobre la que continúo interrogándome. Mi inclinación —la palabra vocación tiene un regusto romántico que no termina de convencerme— a escribir derivó de los trabajos escribe y borra, escribe y tacha, versiona y reversiona, una y otra vez, a los que estuve sometida para adueñarme de las sacudidas e impulsos. de la lengua. ¿O sería más bien porque esa inclinación estaba en mí que le puse tanto empeño en apropiármela? Sea lo primero o lo segundo, cosa que es difícil de determinar, a la larga termina por no tener importancia.

Lo importante es el balance en el tiempo. Si alguien escribe, persiste pasados los días, los meses, años, lustros, décadas, si ese alguien no capitula, incluso sin mayores éxitos ni reconocimientos, puede llamárselo escritor. Si a lo largo del tiempo que cubre su vida, quien escribe llega al convencimiento de que la lengua no le pertenece, sino que es él quien le pertenece a ella, a su historia, como un minúsculo y fugaz destello de la corriente tormentosa de la vida, entonces podrá decir calmadamente que aun de ese modo minúsculo y fugaz su existencia habrá tenido lugar en ella.

 

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“El mundo nuevo sustituye el mundo viejo” de Victoria de Stefano https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2020/08/new-world-replaces-old-world-victoria-de-stefano/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2020/08/new-world-replaces-old-world-victoria-de-stefano/#respond Wed, 12 Aug 2020 20:32:00 +0000 http://latinamericanliteraturetoday.wp/2020/08/new-world-replaces-old-world-victoria-de-stefano/ En Caracas aprendió a leer y a escribir a los siete años con muchas dificultades. Creía que nunca aprendería a leer, las eles y las emes eran su tortura. Va a la escuela, después de los primeros llantos, conversa con las amigas, se descubre en la oralidad criolla, pero nunca demasiado criolla. Lástima no haber podido aprender a fondo más que una sola lengua, pero el proceso de fusión de ambos mundos andaba por ahí excavando solo y por su cuenta. A los nueve recita en silencio, no sabe con qué voz ni en qué lengua, tal vez con esa lengua transmental que, como una partitura, expansiona virtualmente lo que está dentro, por detrás y por encima de las lenguas.

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En Caracas aprendió a leer y a escribir a los siete años con muchas dificultades. Creía que nunca aprendería a leer, las eles y las emes eran su tortura. Va a la escuela, después de los primeros llantos, conversa con las amigas, se descubre en la oralidad criolla, pero nunca demasiado criolla. Lástima no haber podido aprender a fondo más que una sola lengua, pero el proceso de fusión de ambos mundos andaba por ahí excavando solo y por su cuenta. A los nueve recita en silencio, no sabe con qué voz ni en qué lengua, tal vez con esa lengua transmental que, como una partitura, expansiona virtualmente lo que está dentro, por detrás y por encima de las lenguas.

Un domingo de 1950 lee los grandes titulares del periódico que su padre le ha enviado a comprar a la Pastelería Vienesa, a dos cuadras de su casa. Estalló la guerra en Corea (sin embargo, no tiene el menor recuerdo relacionado con la bomba de Hiroshima). Aterrada corre a casa a dar la noticia. Su madre la tranquiliza diciéndole que esa guerra está muy lejos, que a ellos no les ocurrirá nada. En la casa hay un Atlas. Se entretiene mirándolo.  Océano Pacífico, ahí está la guerra. Repasa los nombres de ciudades. Tokio, Hiroshima, Guadalcanal, Madrás, Bombay, Shanghai. Del Pacífico al Atlántico: Dakar, Porto Alegre, Bahía, La Asunción. A los doce lleva un diario, por un corto tiempo. Durante la convalecencia de la parotiditis, se acomoda en la cama de la que tiene prohibido salir, a escribir, rodeada de libros, un verboso poema épico sobre el emperador Constantino, seis estrofas, que mal rimen no importa, el júbilo, el espasmo generador del poema es lo que cuenta. Tiene debilidad por las palabras que suenan extrañas: incólume, aldabas, séquito, cáliz, plugo al cielo. Más tarde incrementa su vocabulario con la lectura nocturna de la autoridad categórica de un diccionario. Con esas palabras llena cuadernos. Intenta describir el tulipán africano que ve desde la ventana del salón de clase, los bucares de la hacienda de Santa Lucía en la que pasa las vacaciones, los destrozos causados por la crecida del río Tuy, una yegua desbocada, la piel que, como traída por un fantasma, una coral ha dejado en el baño, el trapiche abandonado, el matadero, los paseos en burro, los baños en el río, las excursiones en bicicleta a la Fila de Mariches, los patios de secado de café, las luciérnagas en la completa oscuridad del campo cuando la noche se propaga, se desespera escribiendo, con su lengua pueril e indigente, aún cree en la totalidad del sistema de la lengua: aún cree que solo hace falta ser adulto para conseguir dominar el registro prescripto y la significación propia de todas sus referencias. Aún creía que sólo precisaba llegar a hacerse adulta para vencer inseguridades e incertidumbres. Tenía trece años, por el momento seguía confiando que era sólo un asunto de crecer y ganarle tiempo al tiempo. Pero el tiempo a su vez le bajaría los humos a ella y a sus falsas, montaraces e ingenuas creencias.

 

Entonces el tiempo pasa

 

Llegarán a ser nueve hermanos. De no ser por una pérdida, habrían sido diez. Las amigas, cuyas familias no pasan de tres o cuatro miembros, la envidian. Crece día a día, a los catorce supera el metro setenta en un cuerpo perfectamente infantil.

A partir de los diecisiete escribe. A veces suelta la presa. A veces tiene el placer de verla retornar de nuevo. Así será a lo largo de los años, ver partir la presa y volver de nuevo. A los veintidós, con el mentón en un puño, reflexiona sobre la prosa de ficción. El resultado de esa cavilación (traducido a las reflexiones de hoy) es la prosa concebida como despliegue prolongado de varios cruces de caminos y sus discursos respectivos: el del acaecer siguiendo su trabajo-en-progreso, el de las unidades mínimas espaciales y descriptivas, como funciones de apropiación de las diferencias cualitativas del mundo, el de la relación con el presente como momento de la inmersión lírico subjetiva bajo la que se descubre y encubre la materia de lo experimentado en relación inversa a sus fines prácticos. La andadura de la acción, la descripción, el hundimiento lírico: la narración en cuanto concurso de una multiplicidad de modos que, en interés de la objetividad, no pueden ni quieren ser dejados de lado. Sin contar con la modulación sintáctico-prosódica, con sus conectivos, con sus disyuntivos, sus adverbios, sus énfasis, sus pausas, sus sobresaltos, sus sacudidas, que acompañan la línea de flotación debajo de la cual corren las omisiones, porciones enteras de materiales transitorios acallados, las constelaciones, los contrapesos. Según Quintiliano, maestro de retórica, el ritmo de la prosa es más difícil que el del verso. Puede que sea así, puede que no. Pero todo lo que dice Marcus Fabius Quintilianus es que el ritmo es más difícil, no que la prosa en sí misma lo sea. Todo arte vivo, todo arte perpetuo y cambiante es complicado.

El hecho de que la acción avance no hace que se esté más cerca de la meta. No por ir rápido se llegará antes. Sólo hay que llegar, cómo y en cuántos contados pasos, cómo y en cuántos astutos desvíos, dependerá de la manera como se incrementan o se exprimen los elementos individuales de la experiencia con el concurso de las palabras y por la fuerza de la conexión de las frases pasando de la expresión al sentido. Sólo éstos, al margen de cualquier canon, si lo hubiera, prescriben los lapsos en que sedimentarán sus secuencias: secuencias temporales, secuencias intemporales y secuencias espaciales en sus niveles altos y en sus niveles bajos; como si se dijera, en la tierra y en el cielo, en terreno llano y terreno escarpado.

La prosa es como el periplo de Ulises de vuelta a Ítaca después de la caída de Troya, contado y cantado por el aeda. Homero entresaca episodios, abstrae, sutiliza, suma, articula, decanta intervalos de tiempo para transformarlos en tensiones, sorpresas, enigmas, aventuras, pero a Ulises, el hombre abocado a su destino, destino que antes de ser oído, leído, cantado, únicamente puede ser vivido, no se le ahorra ninguna de las instancias (penurias) del viaje para el que hay un itinerario de partida y el hecho cumplido, pero aún no resuelto ni tan siquiera asentado, de su llegada. En el entremedio años de incomprimibles necesidades, horas, días, semanas de movimientos tácticos, tránsitos sin lagunas, tránsitos que no se escurren con la misma rapidez instantánea y definitiva del agua de los dedos. De todos sus recursos, y la prosa ha hecho a plena luz uso y abuso de todos los medios privados y ajenos, el más propio e insoslayable es la demora que dimana directamente de la necesidad de retrasar, preparar, e intensificar el clímax, del amplio y regular desarrollo de sus convenciones temporalizadoras, de la alternancia, en razón de estos mismos fines, de sus modos de exposición y de sus vehículos de expresión, no cuantificables en extensión de páginas sino en el peso y suma de los tantos acumulados en el recorrido cuyos límites —puesto que cada camino recorrido puede llevar al comienzo de otro: así se hacen las historias— tanto el narrador como el lector, tan cerca el uno del otro que se confunden los jadeos de sus voces, aún desconocen.

Caracas, octubre 2004

Extracto del ensayo “Su vida”, contenido en el libro La refiguración del viaje. Mérida, Venezuela: Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres, 2005

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Extractos de un conversatorio con Victoria de Stefano https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2018/01/extracts-conversation-victoria-de-stefano/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2018/01/extracts-conversation-victoria-de-stefano/#respond Thu, 01 Feb 2018 03:24:50 +0000 http://latinamericanliteraturetoday.wp/2018/01/extracts-conversation-victoria-de-stefano/ Pero fíjate que siempre ese sujeto se construye y hay algo afuera que está amenazándolo y él está refugiado allí escribiendo, haciendo su historia ¿no?

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Vídeo: Universidad Simón Bolívar. Edición: Carolina Rueda.

Arturo Gutiérrez Plaza: En esta ocasión, tenemos el privilegio de contar con Victoria de Stefano para conversar sobre su obra y sobre la experiencia de la creación literaria en narrativa, en ensayo. Victoria nos envió algunos textos que podrían servir como textos para una invitación a este conversatorio: un extracto de la novela Lluvia y un ensayo del libro La refiguración del viaje que se llama “Su vida”, obviamente un ensayo autobiográfico. Quizás a partir de esos dos textos podríamos comenzar a conversar. Victoria, muchas gracias por haber aceptado la invitación.

Victoria de Stefano: Gracias a ustedes por venir a escucharme.

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VdS: Bueno, no sé si a partir de la lectura de estos textos y de estos comentarios quieren hacer algunas preguntas

AGP: Curiosamente, creo que todos coincidimos en Vargas Llosa cuando hablabas y pensabas sobre el novelista que puede planificar una novela, me parece que hay coincidencia en eso. Pero también es curioso que tú hagas mención a Proust. Antes de esta conversación, yo me preguntaba “¿las novelas de Victoria a qué se pueden parecer?”: una digresión de digresión de digresión de digresión; el escritor que piensa sobre el arte, sobre la referencia artística, cultural, literaria; esa cosa expansiva y a la vez estática, ¿no?; que puede ser tan morosa que te fascine o te aburra terriblemente, dependiendo del tipo de lector también. Sí, pues tu novela exige un tipo de lector (para un libro) que no es bestseller fácilmente, ¿no? Y entonces me llama la atención que tú hayas hecho mención ahora a Proust, porque también veo que hay otra cosa. Proust no tiene el más mínimo reparo, eso es obvio, digamos, en apelar al dato biográfico, es decir la novela se construye desde “su vida”.

VdS: Desde su experiencia

AGP: Desde su propia experiencia ¿no? Y en tu caso eso también resulta interesante y notable. Por ejemplo, en tu ensayo de “Su vida”, eso resulta evidente…

VdS: Es eso lo que conté, cuando viajamos en barco, cuando llegamos a Nueva York.

AGP: Exacto, pero en la novela, el texto que nos enviaste, el apartado de la novela que corresponde al 4 de julio, en esto que ya es una novela, que no es un libro de ensayos, empiezas hablando de que “mi padre nació en 1905” y evidentemente ese padre es el mismo padre de la persona que habla en “Su vida”.

VdS: Sí, sí.

AGP: Entonces, eso hoy en día, digamos, que es común en la novela contemporánea, donde lo autobiográfico ha ido tomando cada vez más cuerpo, más presencia, pero quizás en la literatura del “boom”, digamos, había cierta prevención, ¿no?, contra lo biográfico. ¿Qué has pensado en relación con eso? Es decir, en efecto nos has hablado de la memoria, de esta memoria que actúa por capas y por historias e historias e historias que se van acumulando, pero háblanos de ese sujeto narrativo, que no tiene reparo en permitirle al lector ver que abiertamente está dialogando con el mismo autor, ¿qué piensas de eso?

VdS: Dos cositas. Cuando yo termino La noche, yo estoy esperando que lo editen, porque antes de que le editen a uno un libro es muy difícil empezar otro proyecto. Entonces yo escribo el Diario 88-89. Un diario mucho más largo, pero del que yo seleccioné 95 páginas. Entonces para mí el trabajo de ese diario era el trabajo de mostrarme a mí misma, de abrirme (está por allí el psicoanálisis también y el sofá), pero digamos, esa necesidad que tengo de que quiero abordar (aunque también La noche tiene mucho de experiencia personal), de abordar una forma más íntima y más personal de escribir, con menos modelos (aunque los modelos literarios siempre estén allí). Es decir, con menos modelos impositivos, sino que la elección de los modelos literarios sea una elección de afectividad, de sentimiento, de afinidad. Entonces, ese diario jugó un papel muy importante para yo pasar a eso que tú llamas… son biográficos, no confesionales. Creo yo. Tan es así que cuando yo escribo en La refiguración del viaje como un esbozo biográfico, yo lo llamo “Su vida” y escribo en tercera persona. Escribir en primera persona es muy fuerte. Si alguien escribe en primera persona, a partir exclusivamente de su experiencia, puede volverse algo banal. La primera persona te sirve para crear un personaje en primera persona y tampoco es fácil. Fíjate que cuando tú nombras a las novelas de “boom”, todas son novelas narrativas. Incluso, desde el punto de vista del modelo de la novela que dan los románticos alemanes y posteriormente Benjamin, la novela es la novela de la subjetividad. Es la novela en la que se muestran las interioridades. Y en esas novelas, que llamamos del “boom”, en general, quizás se salen algunas, pero muy pocas, todas están escritas como descripción de un universo, que es el universo nuestro, social, geográfico, político, que hay que absorber. Es decir, cumplen otra función. Ellos cumplieron esa función como la cumplieron también generaciones anteriores, como pudo haber sido Ciro Alegría, Arguedas, o puede haber sido Rómulo Gallegos entre nosotros, el mismo Pocaterra, ¿no?… Y si tú tienes aquí, escrito aquí (en la frente) como alguna gente: “quiero el éxito”, ¿no?, “triunfo”, “éxito”, ¡aja!, que en nuestra periferia es casi imposible, ¡aja!, eso se convierte en otra tortura. Y el escritor no puede torturarse mucho, porque ya la vida de por sí tiene suficiente tortura.

***

AGP: Otra cosa que a mí me parece curiosa es el tema de la amenaza… Es decir, la confrontación entre el espacio de la intimidad, que es el lugar del escritor (y es raro que una novela se llame “el lugar del escritor”, parece de un libro de ensayos).

VdS: Miguel Arroyo que fue uno de los editores exigió que le pusiera “novela”. Yo no quería. Pero él decía “no, es que la gente va a creer que es un ensayo”. A mí me parecía un poco absurdo que le pusiera “novela”.

AGP: Yo creo que sintetizas de algún modo allí tu apuesta literaria. Es decir, como narradora estás pensando desde el lugar del escritor, y haciendo una novela, desde el lugar del escritor, donde se refuerza constantemente ese espacio del escritor que está reflexionando sobre el crear historias. Pero, eso supone un espacio de intimidad, ¿verdad?, donde los personajes que tú creas están en defensa de ese espacio. Y ese espacio se ve amenazado por distintas formas de expresarse la naturaleza. Esa forma puede ser la lluvia, puede ser en la última novela (Paleografías) lo que se podría leer como el deslave (de la tragedia de Vargas). Entonces aparecen personajes que quedan aislados como los de La montaña mágica ante la inclemencia; o el mismo barco cuando describes ese viaje en el que de lo que hablas es de naufragio y de la amenaza del mar, y de la terrible sensación de estar allí un poco ante los avatares del entorno, ¿no?, que en este caso es el océano.

VdS: Que eran las historias que contaba mi padre.

AGP: Pero fíjate que siempre ese sujeto se construye y hay algo afuera que está amenazándolo y él está refugiado allí escribiendo, haciendo su historia ¿no?

VdS: Sí, claro, de todos modos, el encierro es un espacio literario privilegiado. El encierro como espacio de encuentro, como espacio dramático. Y eso, eso de haber creado ese espacio, en Paliografía, al final, en el que nadie puede salir de ahí, todos están encerrados en esta posada-hotel, me permite una salida novelesca, me permite algo como la noche en El Decamerón, las reuniones nocturnas en que todos hablan. Ya han desaparecido un poco las diferencias sociales y entonces están todos, los de la posada, la criada, la cocinera, todos reunidos y cada uno, en esas circunstancias, plantea cosas importantes o espiritualmente de peso: la relación con la divinidad y el tema del amor, el tema de la felicidad, que aparece también en la novela Cabo de vida que, como les dije, es una novela que fue poco leída, salió en Planeta, hubo crisis, bueno, desapareció. Incluso yo tengo sólo tres ejemplares. (…) Fíjate un poco todas las cosas que decía Bajtin de los cronotopos que son, que si la entrada a la escalera, el zaguán (ellos utilizan -los traductores españoles, que yo no entiendo- el “bargueño”, que debe ser como una especie de porche, ¿no?), donde se encuentran y se producen los grandes conflictos. Pero también yo tenía presente eso, porque es obvio que la novela, desde sus inicios hasta el día de hoy ha tenido sus pequeños trucos. Como lo tiene el teatro, con la carta equivocada o la copa que tiene el veneno que no le tocaba a este sino al otro. Entonces, me gustan esos recursos literarios, esos recursos novelescos, me gusta hacer uso de ellos, me dan una cierta libertad, me introducen en el mundo de la ficción, que, para ser sincera, cuando yo oigo la palabra “ficción”, me quedo un poco en… porque para mí son realidad.

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Victoria de Stefano: “Siempre me incliné más por la autenticidad”: Una conversación con Carmen de Eusebio https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2018/01/victoria-de-stefano-i-always-leaned-more-towards-authenticity-conversation-carmen-de/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2018/01/victoria-de-stefano-i-always-leaned-more-towards-authenticity-conversation-carmen-de/#respond Tue, 30 Jan 2018 05:12:43 +0000 http://latinamericanliteraturetoday.wp/2018/01/victoria-de-stefano-i-always-leaned-more-towards-authenticity-conversation-carmen-de/ Conservo muy vivo el recuerdo de primer viaje a poco más de un año de terminada la guerra, pasando de Roma, donde vivía con mis padres y mis cuatro hermanos, a Nápoles, donde residían mi abuela, mi bisabuela y mi tía de cara al Vesubio con su impresionante fumarola, para tomar el barco de la marina de guerra americana, precariamente acondicionado para pasajeros, que nos llevaría a Nueva York.

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Carmen de Eusebio: Victoria, usted nació en Italia, a la edad de 6 años se trasladó a Venezuela y durante largos periodos de tiempo tuvo que vivir en otros muchos países y ciudades: La Habana, Paris, Barcelona, Argel, Chile. Conoce de primera mano lo que significa el exilio y la errancia. ¿Podría decirnos que ha representado para usted y en su obra esa circunstancia?

Victoria de Stefano: Conservo muy vivo el recuerdo de primer viaje a poco más de un año de terminada la guerra, pasando de Roma, donde vivía con mis padres y mis cuatro hermanos, a Nápoles, donde residían mi abuela, mi bisabuela y mi tía de cara al Vesubio con su impresionante fumarola, para tomar el barco de la marina de guerra americana, precariamente acondicionado para pasajeros, que nos llevaría a Nueva York. Pasada una semana en Nueva York, volamos al aeropuerto de Maiquetía, nuestro último destino, con escala en Miami. Ese largo viaje por mar y por avión lo recuerdo como un acontecimiento cargado de los más variados y contradictorios sentimientos, inquietud, miedo, temor a lo desconocido, el avión, el mar, los naufragios, pero como niña que era lo que más me emocionaba era la idea de estar iniciándome en la gran aventura del paso del Atlántico hacia un nuevo continente y una nueva vida. Por otro lado, no era indiferente al dolor de la separación de los suyos que percibía en mis padres, sobre todo en papá al ver correr una lágrima al despedirse de su madre y de su abuela, a las que adoraba, sin saber si las volvería a ver. Pero la experiencia del viaje como aventura, que siempre estuvo presente en mí, más tarde la transferí a las lecturas y fantasías surgidas de las novelas de Julio Verne, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, Kipling: el fervor por la lectura tal vez empezó motivado por el viaje, como una manera de darle forma y sentido a la ruptura con la cultura del país desgarrado por la guerra del que provenía, y en cierto modo para propiciar el encuentro con el nuevo. Precisamente leí apasionadamente El soberbio Orinoco, porque mi papá nos contaba sobre los ríos, las selvas, los animales de la novela que él había leído poco antes de que viajáramos. Más tarde ese gusto elemental, básico, por el viaje a través de la selva tropical persistió con Doña Bárbara, La vorágine y Los ríos profundos de Arguedas.  Y cuando ya más grande conversaba con mis amigas que habían tenido infancias supuestamente “normales” (por último, las infancias “normales” son más bien infrecuentes), me parecía que yo las doblaba en experiencias, que había vivido mucho más que ellas, pero obviamente, esa inmodesta presunción me la guardaba para mí. Los otros exilios traté de vivirlos con la misma animosa actitud, todavía era bastante joven, sabemos de la fortaleza y vigor de la juventud, sin embargo, fueron muy duros, con dos niños pequeños, pobreza no, pero recursos escasos, poca ayuda, soledad. Los sobrellavaba leyendo mucho, paseándome por los parques con mis niños de la mano, tratando de escribir en las noches, leyendo en francés mientras ellos dormían, llegué a leerlo sin la menor dificultad, aunque me costaba mucho la pronunciación. En esa época leí en francés En busca del tiempo perdido y casi toda La comedia humana, incluso leí Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline, los quioscos del metro y de las estaciones de tren estaban llenos de libros maravillosos a muy bajo costo. En el diario hay muchas referencias a esa época en París. Mientras lo escribía, los recuerdos, recuerdos afectivos de los amigos y circunstancias de esa época me asaltaban constantemente. París no fue una fiesta, pero sí un descubrimiento, sobre todo de los museos, de la pintura, que me fascinaba, de los parques, los bosques.

CdE: Venezuela es el país donde vive, de donde se siente, y donde ha vivido momentos muy duros. ¿Qué piensa del momento actual?

VdS: Los exilios han existido siempre, el mundo ha sido y es menos estable de lo que uno todavía en esa época creía. Quisiera recordar que en esos años todavía arrastrábamos la convicción, dialéctico hegeliana, por llamarla así, pero en realidad, común a casi todo el pensamiento del siglo XIX y parte del XX, de que el espíritu absoluto, la historia, los descubrimientos científicos, en última instancia, la civilización conseguida, iban de la mano del progreso y el futuro. Sin embargo, si pensamos en las primeras cinco, seis décadas del siglo pasado, por la medida pequeña, con dos guerras mundiales, genocidios, campos de exterminio, gulags, degollinas, purgas, hambrunas, desarraigos, confinamientos, expatriaciones de pueblos enteros, el Gran salto adelante, la Revolución cultural, las armas atómicas no teníamos cómo justificar tanto optimismo.

Me incluyo entre aquellos que al principio no creíamos que pudiéramos llegar hasta este descalabro, lo veíamos, lo sentíamos avanzar, nos afectaba profundamente, y aún así nos parecía imposible, pero no tardamos en ser desmentidos por la realidad. Cuarenta años de democracia, nos decíamos, así, de pronto, liquidados, como si se pudiese eliminar una ficción con un chasquido de dedos… no podía ser verdad. Los más adultos tenían más conciencia, pienso en los que venían de la dictadura de Gómez, aunque fueran muy jóvenes, o que simplemente la hubieran padecido a través de las persecuciones, exilios, carcelazos, torturas de familiares y conocidos. La historia del país, las viejas y renovadas tristezas que cargaban sobre sus hombros les obligaban a ser menos incautos. Terminada esa historia, de pronto dieron de frente con la dictadura del general Pérez Jiménez. Y a fines de los noventa aparecieron los fundamentalismos y nuestros sospechosos de siempre…

CdE: Cuando alguien nos habla sobre la escritura de un diario inmediatamente especulamos sobre los motivos que se tienen para escribirlos y esperamos encontrar en ellos la actitud del autor ante la vida. En la lectura de sus Diarios (1988-1989) La insubordinación de los márgenes, la autenticidad es lo primero que nos atrapa ¿Qué diferencia existe entre autenticidad y sinceridad?

VdS: Los diarios los escribí, como expliqué en el prólogo, para no perder el hábito y el deseo de escribir, por último, escribir me gustaba, aunque fuera unas pocas horas por día mientras atravesaba unas circunstancias de trabajo extenuantes y de algún modo el vaciamiento que me había producido finalizar una novela que me era muy difícil publicar y ya desesperaba de que alguna vez pudiera conseguirlo. Pero a medida que iba escribiendo sentí que la escritura del diario me proponía, por un lado, un estilo, una sintaxis más certera, un timbre más nítido, un aire, la vibración de una tonada, para decirlo musicalmente, más personal, al tiempo que un mayor reto en la comprensión de lo que me circundaba y yo observaba privada y silenciosamente. También el diarismo me fue resultando enriquecedor en referencia a las notas sueltas acá y allá sobre las lecturas intensas, si bien disciplinadas, exigidas por la preparación de las clases de estética y de teorías y estructuras dramáticas. Leí a casi todos los filósofos y pensadores de la Ilustración, Rousseau, Voltaire, Diderot, D`Alembert, los hermanos Grimm, también alemanes, por supuesto, Goethe, Schiller, sobre todo por el tema de la estética. Leí mucho teatro, que de lo contrario tal vez no habría leído con tanta dedicación, Shakespeare, Moliére, Ibsen, Strindberg, Chejov, Ionesco, Beckett, de los que aprendí mucho oficio (más de lo que hubiera podido imaginar al principio). Pronto comprendí que el diario era una vía de apertura, un despertar de mi interés por lo que ocurría más allá de mi entorno, del país y en otros lugares del mundo. Para mí, viéndolo en retrospectiva, marcó un cambio en la medida en que me condujo a una más amplia libertad formal y entonación verbal que no había conocido ni disfrutado en la escritura de mis novelas anteriores. En particular me llevó a El lugar del Escritor, a Historias de la marcha a pie, Lluvia y así sucesivamente.  Sentí que con la escritura del diario me liberaba de una suerte de camisa de fuerza, me liberaba de muchas restricciones e inseguridades.

En los diarios, tanto como en mis novelas, siempre me incliné más por la autenticidad que por la sinceridad. No creo que mi diario sea confesional, algunos raptos de sinceridad se traslucen aquí y allá, pero no más. Pero todo lo que escribo procuro que sea genuino, en el sentido de algo vivido. Creo que el exceso de sinceridad está reñido con la empatía y la compasión a la que deberíamos aproximarnos para comprender a nuestros prójimos.

CdE: En la escritura de los Diarios, aparentemente, no parece que el autor esté condicionado por el público lector. ¿Fue así?

VdS: Yo nunca he escrito nada en función del lector. Ninguno de mis libros, creo que ni siquiera los ensayos, han sido condicionados por el público lector. Desde que empecé a escribir lo hice, intuitivamente, no deliberadamente, en función de mí como escritora y lectora, no en función de mí yo empírico o sicológico, creo que eso es lo que podríamos definir como autenticidad. Pero si no escribí en función del lector, si encontré y asumí esa libertad tan difícil de alcanzar, no fue por virtud, sino por la simple razón de que publicar en esos años de juventud e incluso en los de madurez era casi un prodigio y además aun si publicaba tenía muy pocos lectores. Solo unos cuántos amigos que tenían fe en mí, contados con los dedos de las manos. La fe de mis amigos podía mover montañas. Creo que incluso por eso la voluntad, la constancia, las ganas, como se la quiera llamar, rara vez me abandonó. En eso fui afortunada. Nunca me pasó por la cabeza algo ni lejanamente parecido a la satisfacción mundana del éxito. Podía fantasear con escribir lo que en los viejos tiempos llamaban un gran libro, una gran novela, un fresco, una saga, pero no con eso que Rilke en la extraordinaria, en la incomparable prosa (“la prosa es la idea de la poesía”, Walter Benjamin) de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, a la que yo ni en sueños aspiraba a aproximarme, designaba melancólicamente… la fama, esa demolición pública. Los cuadernos de Malte Laurids Brigge lo leí tantas veces en la fina y elegante y en mi criterio inmejorable traducción de Francisco Ayala de Alianza tres, que del libro solo quedaron los añicos. Lo mismo me ocurrió con El bosque de la noche de Djuna Barnes en la edición de Monte Ávila.

CdE: Otro de los rasgos de los Diarios es la admirable energía y determinación con la que lo llevó a cabo, a pesar de las circunstancias adversas en las que se encontraba. ¿Qué buscaba con esta escritura?

VdS: Creo que de alguna manera eso ya lo respondí. Los escritores más que ir a la búsqueda se lanzan al encuentro de lo que les salga adelante. Los escritores sin duda componemos, pero no planificamos, ni racionalizamos demasiado, por lo menos no en los inicios del proceso de formación. Las lecturas, la edad, las relaciones intersubjetivas, las experiencias, nos van imponiendo cambios, a veces profundos, incluso radicales, en nuestra visión del mundo y, obviamente, nuevos senderos por los que incursionar, siendo como somos seres inevitablemente históricos, sociales, eminentemente mutables, pero en cuanto individuos si vamos a algo es a la conquista insoslayable de nuestra propia voz. Y los diarios, en este sentido, son un género privilegiado. Además de privilegiado, tentador por el margen de autonomía que posee y por la posibilidad de darle cabida, junto a las cosas del presente, a las del pasado, su vertiente intrínsecamente memorística no es una de sus menores virtudes. Escribir ayuda a recordar, escribir ayuda a pensar, pensar ayuda a aclarar. Por último, leer y escribir, que siempre van juntos, son una gran escuela de aprendizaje.

CdE: La Insubordinación de los márgenes comprende un periodo corto desde 1988 a 1989, y editado representa 99 páginas. ¿Existen más páginas escritas del libro? Perdone mi desconocimiento, pero no he encontrado ninguna publicación que lo continuara, y en el caso de que no exista ¿porqué no continuó su escritura? ¿Tiene algo que ver con que la tradición del diario en América Latina es menor que en Europa?

VdS: El diario tiene muchas más páginas, pero solo cubre esos años. No había pensado en publicarlo, se trataba simplemente de un ejercicio de escritura. Hace unos siete u ocho años fui invitada a formar parte de un ambicioso proyecto editorial, cuatro diarios de autor que no debían pasar de las cien páginas, el proyecto que estaba avanzado no se pudo realizar, la crisis, los costos de imprimir. Este año la editorial El estilete me propuso publicarlo. Yo no lo había escrito en la computadora y transcribir después de las 97 páginas buena parte de las 50, 60 o tal vez setenta cuartillas restantes no estaba en mi ánimo. Al principio tenía mis dudas, me preguntaba si no habría envejecido mucho, consulté a tres amigos, que conocían el diario, e insistieron en que lo publicara.

Sin duda la tradición del diario es menor en América Latina que en Europa, nuestro gran diarista, auténtico y sincero a corazón abierto, fue Rufino Blanco Fombona, que pasó gran parte de su vida en Europa, sobre todo en España. También Alejandro Oliveros tiene años escribiendo, pero los suyos son sobre todo diarios literarios en el sentido más lato de la palabra. Él es un poeta y un lector de muy vastos intereses, no solo de la literatura, también de la pintura. En la actualidad Rafael Castillo Zapata ha escrito tantos que casi pierdo la cuenta, aunque los he leído prácticamente todos, y de vez cuando vuelvo a abrirlos al azar y me entretengo leyéndolos. Se trata de unos diarios particularmente inteligentes, diarios de viajes, tratados, un género que va más allá de la cotidianidad, porque además Rafael Castillo es poeta y en cierto modo también un pensador, eso se siente en el regusto y el placer del lenguaje, en el regusto y el placer de reflexionar, en el regusto y el placer de enseñar y verbalizar. Son todo un género en sí mismos.

CdE: En algún momento del diario nos dice, no es textual, que le hizo bien releer las páginas que había escrito porque pudo ver la línea de sentimientos que iban en la misma dirección, la homogeneidad en el estilo, los temas, etc. De esta confesión se desprende su compromiso con la literatura ¿no es cierto?

VdS: Sí, mi compromiso con la literatura viene de muy atrás, pero está ahí desde la primera hasta la última página, día a día. Cuando terminé de leer el diario en las pruebas finales, pensé que lo había leído como si se trata del diario de otra persona, otra escritora y eso me complació. Pude ver la línea de sentimientos que iban en la misma dirección, la homogeneidad en el estilo, los temas. Pude ver en esa escritora, en la que me reconocía, pero sin identificarme, las líneas de mi vida.

CdE: Su formación es filosófica y sus libros tienen un tono reflexivo no solo filosófico sino también reflexiones subjetivas. ¿Qué les aporta a los personajes esa carga?

VdS: Sí, mi formación es filosófica, pero la literatura ha sido siempre mi vocación. Tan es así que a los filósofos que más leí fueron siempre los maestros de la prosa. En primer lugar, Kierkegaard, Nietzsche, Franz Overbeck, el teólogo amigo de juventud de Nietzsche, Schopenhauer, los grandes ensayistas franceses Paul Valéry, Albert Camus, Deleuze, Barthes, entre los alemanes Benjamin, Adorno, incluso Kant que cuando era estudiante me parecía más bien árido y seco.  Quien enseña tiene la obligación de estudiar, me gusta escribir, pero también estudiar. Yo no tenía lo que se llama “una cabeza filosófica”, pero si tenía un temperamento dado a la cavilación y al pensamiento, creo que eso estaba ahí y estuvo bien que no lo hiciera a un lado, que lo siguiera cultivando.

CdE: Usted es autora de algunos libros de ensayo, pero sobre todo ha escrito novelas y pocos cuentos. ¿Ese tono reflexivo de sus libros es un impedimento?

VdS: Para mí no lo es, para algunos lectores puede que lo sea, o que lo haya sido en algún momento. Pero para los lectores más jóvenes pareciera que no. Hace muchas décadas cuento y novelas estaban acotados como géneros canónicos, con reglas específicas, tramas, acciones, personajes tipo, que no se debían ni podían transgredir. Pero los escritores son transgresores por naturaleza. En la actualidad, después de tantas obras (¿novelas?) que quebrantan la mayor parte de las convenciones en las que se sustenta la narrativa tradicional, como, por ejemplo, El hombre sin atributos de Robert Musil, Malone muere o El innombrable, de Beckett, las obras de Thomas Bernhard, la prosa de Sebald, los relatos de Kafka, no creo que esa entonación reflexiva pueda considerarse un impedimento.

CdE: ¿Ese indagar en sí misma y la atención que le presta a lo cotidiano han propiciado que los temas que aborda en sus libros son los que abarca la condición humana?

VdS: Más que indagar en mi misma, creo que indago en las relaciones con los otros a partir de mi interioridad. Espero mantener separada la interioridad de la exterioridad, el arte y la vida.

CdE: Pensar, testimoniar e imaginar, esos son, en síntesis, los pivotes que sostienen su obra, y que de alguna manera parecieran trascenderse en su narrativa. ¿Cómo vive la tensión entre los géneros?

VdS: Desde muy joven las viví pero también pronto comencé a desentenderme no de los géneros pero sí de las tensiones. Ese desentenderme fue un trabajo arduo, pero pocas veces me desvié de la vena  “filosofante” de mis novelas, eso propició que pudiera expresarme de un modo orgánicamente más libre a nivel formal, me ayudó a explorar otros procedimientos, a introducir historias dentro de otras historias, historias de primera, de segunda y tercera mano, a enhebrarlas, a enmarañarlas, bifurcarlas y lo más importante interceptarlas, tal  como lo hice, sobre todo, en Historias de la marcha a pie y más tarde en Paleografías. Ni siquiera en los años 70 y 80 cuando la departamentalización de los géneros era muy imperativa me aparté de mi sendero. Más tarde leyendo a mis amigos escritores, poetas, ensayistas de una generación algo mayor, me di cuenta de que ellos trazaron su propio camino y por ahí enfilaron su galope sin vacilar, que no le tuvieron miedo a escribir lo que deseaban y necesitaban escribir. De ellos aprendí a no contrariar lo que me pertenecía por naturaleza.

Entrevista publicada con permiso de Cuadernos Hispanoamericanos

 

Victoria de Stefano, escritora venezolana. Foto: Martha Viaña.
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Un extracto de la novela Lluvia de Victoria de Stefano https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2018/01/extract-lluvia-rain-victoria-de-stefano/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2018/01/extract-lluvia-rain-victoria-de-stefano/#respond Sat, 27 Jan 2018 04:50:34 +0000 http://latinamericanliteraturetoday.wp/2018/01/extract-lluvia-rain-victoria-de-stefano/ 8 de julio: En la noche ceno en casa de P. Me había llamado para invitarme con mucha anticipación. P. es viudo desde hace unos tres años: el tiempo que según los chinos debe durar el duelo. A su mujer de un día para otro la paralizó una embolia. Una semana después moría, sin que jamás a P. le hubiera pasado por la cabeza que alguien, dieciocho años más joven que él, pudiera precederlo en ese tránsito. Hasta que el mecanismo de la enfermedad no se puso en marcha jamás se había paseado por la eventualidad de que ella pudiera morir antes. P. se adapta con dificultad a la nostalgia nunca apaciguada de la intimidad en que había vivido con la difunta, pero mucho mejor y más humildemente de lo que todos los de su entorno, dado su carácter muy sensible y poco práctico, hubiéramos podido imaginar. 

 

Después de la desgracia, agravada por la miserable circunstancia de que con sólo meses de diferencia, su primera esposa, una mujer frágil y desquiciada de la que se había separado varias décadas atrás, pero que en más de un aspecto continuaba dependiendo de él, se había quitado la vida ingiriendo grandes dosis de barbitúricos, se hacían apuestas sobre cuánto aguantaría. Los que aventuraban su desplome, se sintieron defraudados, como si el no haberse venido abajo se debiera a una ominosa falta de integridad moral. En cambio, sus amigos más cercanos nos sentimos felizmente sorprendidos de la sobria actitud con que había enfrentado ambas calamidades. Más aún cuando vimos el celo con que se impuso acatar cada uno de los requerimientos que su primera esposa había dejado consignados en su carta testamento. Que le pusiesen sus mejores prendas y la adornasen con sus joyas, que una orquestita de cuerdas le tocase tales y cuáles piezas musicales, que le llevasen tales y cuáles flores (nada de crisantemos), que durante sus exequias se leyese la oración fúnebre que había dejado redactada y firmada, con la misma pasión de su juventud, Dido la Abandonada, o la suerte eterna de la mujer enamorada, que terminadas las formalidades funerarias se celebrase una cena de despedida con sus más fieles y viejos amigos (cuyo listado con algunos pentimentos de última hora se encontraba, lo mismo que el menú, anexado a la carta testamento), que cada uno de ellos la honrase con algunas palabras de salutación y despedida. Pese al empeño que puso en encontrarlas y reunirlas, P. no pudo arrastrar a más de diez o doce personas. De las veinte que figuraban en el elenco, tres habían muerto, unas se habían ido del país, de algunas no había quien supiera dar noticias y otras se habían apresurado a preparar su coartada para excusarse. Sin duda se trataba de personas que habían pertenecido a su círculo de amistades, pero no en el momento de su muerte, sino en la época en que ella y P. aún estaban casados.

 

Con frecuencia se lo ve irritado, molesto, como si la vida le hubiese jugado sucio, y sin embargo entero: esto es, sin dejarse abatir. En los últimos tiempos ha desarrollado una admirable disposición al orden, se las arregla bastante bien en su vida doméstica y cumple sus horarios de trabajo incluso con más rigor que antes. Su deseo de reintegrarse a la vida lo impulsa a renovar los afectos, llama a sus amigos y no espera a que ellos lo llamen. Busca compañía cuando la necesita, pero nunca ruega ni suplica. Ha aprendido si no a cocinar a prepararse una comida caliente, lo que le proporciona placer y no poco orgullo, sobre todo si se piensa que su mujer lo vestía y desvestía, lo calzaba y descalzaba, además de alimentarlo, hacerle de secretaria y, llegado el caso, de enfermera.Tenía una cierta tendencia a la hipocondría a pesar de que poseía una constitución de hierro. 

 

Al llegar lo encontré adobando dos inmensos bistés. Ya estaba primorosamente preparada la ensalada de berros y aguacates, espolvoreada con nueces y almendras tostadas, en un recipiente verde en forma de hoja de repollo, a un lado del puré, que sólo necesitaba ser calentado, y de una bandejita con tomates, perejil y rebanadas de queso fresco. La cocina resonaba con los esplendorosos acordes en mi bemol del final de La flauta mágica. El ambiente que se respiraba era de sábado por la noche. P. vive en la planta baja del mismo viejo caserón desde hace algo más de cuarenta y cinco años. Pronto el medio siglo, dice reminiscente. El techo es alto, con vigas al descubierto, la cocina grande en comparación con las habitaciones, como suele suceder en las casas remendadas a pedazos para sacarle más de una vivienda. De ahí que gran parte de sus días transcurran en la cocina que abre al patio, o en el mismo patio, donde ha instalado, debajo de un artesanal cobertizo de planchas sobrepuestas, muebles de jardín bonitos y cómodos. A pesar de que la noche es diáfana, no cenamos afuera como en otras ocasiones sino en la cocina, a la izquierda de la sala, que originalmente hacía las veces de porche, y donde sólo hay dos butacas, una frente a otra, un viejo piano, y ningún otro objeto superfluo, aparte de su título de ingeniero químico, profesión que jamás ha ejercido, en un elaborado marco de plata. 

 

P. acaba de salir de una gripe y teme una recaída. No hay nada peor que los bronquios engrumecidos, me dice mientras quita de la mesa una anticuada máquina de escribir que no usa, pues sólo consigue concentrarse con su Parker 51, para poner un delicado mantel de batista con mariposas heráldicas bordadas a mano. Su padre había gozado de buena posición antes de la quiebra del almacén de juguetes, fuente de prosperidad de la familia, aun así guarda residuos de su antigua riqueza, como el piano, la vajilla, la mantelería, los cuadros que ha ido vendiendo (el último, un pequeño paisaje marino de Boggio de 1909) y la bendición de una renta con la que ha logrado sobrevivir hasta hoy, la que le permite cubrir los gastos del hogar de ancianos en que se encuentra recluida su vieja niñera. 

 

A la hora de los postres, frutas, yogur, helado, galletas de almendras, nuestra charla se vio interrumpida por unos extraños y quejumbrosos gruñidos que parecían provenir de un animal enfermo. Qué es eso, pregunté. Nada, problemas arriba, dijo alzando receloso la vista hacia mí. Los gruñidos se fueron apagando. P. dobló la servilleta, la alisó con cuidado. Continuamos conversando. Unos minutos después los gruñidos pasaron a convertirse en una sola nota fea adherida a una garganta, humana, no de un animal, eso estaba claro. Sonó un portazo. Hubo un silencio. P. tamborileó los dedos furiosamente, se levantó, empezó a recoger los platos. Tenía la cara tensa, los ojos vidrioso, ausentes, le temblaban los omoplatos, la boca se le había puesto blanca. Los sucesivos quejidos, como de alguien que había logrado con todo el poder de sus pulmones liberar por fin el estallido, culminaron en la modulación de un lamento, largo, larguísimo. Entró por el ventanal, le dio la vuelta a la cocina, subiendo, bajando, girando sobre sí mismo, presionando el aire. 

 

Eludiendo mi mirada aterrorizada por la ofensiva del grito, P. insistió en servirme un poco más de helado. Me rehúso, meneo la cabeza. Me da una palmada en el hombro, se lleva un dedo a los labios. ¿A quién quiere callar con ese gesto? ¿A quién, puesto que yo callo y no se me ocurre decir ni una palabra? Me acuerdo de la inquilina de arriba, una cierta dama rusa, polaca, lituana, todas esas cosas juntas. Lleva más de treinta años viviendo ahí. Sé que está medio chiflada, que una sobrina desalmada, quien no pierde la esperanza de que algún día pueda encontrarla muerta en la cama, la visita de mes en mes para sacarla a pasear en una silla de ruedas. 

 

Recuerdo la soleada mañana en que acompañé a P. a la azotea a tender la ropa que habíamos subido en un canasto. Gracias a las ventanas abiertas de par en par, gracias a la oportuna presteza con que la brisa echaba al vuelo las cortinas y a que P. estuviera de espaldas, mis ojos penetraron sin prisa ni distracciones hasta las entrañas mismas del apartamento. Recuerdo el papel tapiz con ribetes dorados, la alfombra lanuda, las sillas de respaldos tallados, cuadros mitológicos grandes y pesados, estanterías encristaladas con medallas, pavos reales, pastorcitos y bomboneras revestidas de minúsculos espejos. En una mesita esquinera, debajo de una lámpara con soporte de yeso en forma de lira, se veía un plato sucio con una naranja pelada y un durazno mordido. Desplazándome hacia la segunda ventana, pude distinguir la cama de bronce donde, varada de costado sobre dos almohadones y con una mano debajo de la mejilla, dormía o parecía dormir, con los ojos pasmados y entreabiertos, como los tienen a veces los muertos, una mujer con un camisón transparente enrollado en la cintura. Vi con horror el cráneo desnudo con una coronilla de mechones rojos, vi sus senos flácidos, las piernas muy separadas, los muslos venosos y entre ellos un bulto oscuro con una aureola de vellos cenicientos rodeando lo que debía ser su labiado, olvidado y desamparado sexo. La ropa estaba tirada en el suelo, de la silla colgaban unas medias de seda, la atmósfera se percibía acre, densa, sofocante. La última cosa que vi, antes de que P. se volviera para decirme que había terminado, fue a un gato, un gato grande, atigrado, aposentándose en la cama enroscado a su cola. 

 

P. cogió un cuchillo por el mango tallado en hueso, como si empuñase un arma, enseguida lo dejó caer. Entonces, cogió la copa de vino haciéndola girar entre los dedos. Era una bella copa de cristal esculpido de un raro color turquesa. Absorto en los relieves del cristal, frunció los labios y apretando las mandíbulas estiró el cuello. De perfil, su pecho se hundía con un jadeo forzado encima de la incipiente barriga de cuya aparición se había venido quejando en los últimos meses. En el momento en que los aullidos, pues era en eso en lo que se habían convertido, llegaban a su registro más alto, P. arrojó la copa contra el gabinete. Cierro los ojos esperando verla saltar en añicos, pero sólo se ha roto en tres hermosos y refulgentes pedazos. P., un hombre dulce, mesurado, circunspecto, gracias al contacto del cual uno salía más sereno, había perdido todo control sobre sí mismo. 

 

Sale corriendo. Le da la vuelta al patio. Un cuarto de luna lo alumbra. Se sujeta la cabeza, se golpea la frente con la mano abierta. Extiende los brazos rígidos, implorantes. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué quieres, Wanda, matarme, espantar a mis invitados? ¿Quieres que salgan huyendo? Nunca lo había visto así. Estaba aterrada. No sabía qué hacer. No sabía qué pensar. 

 

Los gritos desfallecen. Se esfumaron, como el ruido de un tren que coge una curva y después se pierde. P. entró de nuevo. Me mira. No es nada, dice señalándome la silla de la que me había levantado. Siéntate. Nos sentamos. Tan mudos nos quedamos, mirando nuestras imágenes reflejadas en ventanal, que no precisábamos aguzar los oídos para sentir los latidos aún inmitigados de nuestros corazones. Como venido de otro mundo, difundiéndose en el silencio se escuchaba el crujido sutil de los muebles, el silbar chirriante de los sapitos en la quietud aturdidora de la noche. 

 

Columbro algo que desciende serpenteando entre un costado de la pared y los muñones de un arbolito, seco, raleado. Por fin logro comprender que se trata de un canasto atado a un cordel. Sin apartar la vista del canasto P. se levanta con un suspiro de resignación, atraviesa parsimoniosamente el vestíbulo que desemboca en la sala. Parece que sus rodillas bailaran. Se agacha, registra los bajos de un armario, la rigidez y el esfuerzo por mantenerse sereno entorpecen sus movimientos. Una pila de periódicos y cartones se viene abajo. Tintinean botellas y frascos. Del fondo libre de estorbos saca a la superficie una botellita de licor de menta. Corre de dos zancadas a colocarla en la cesta, la avienta hacia arriba de un manotazo. La cesta se mece, es izada. Desaparece. 

 

No se amotina a menudo, carraspeó P. Tuvo que toser y carraspear de nuevo para que la voz le saliese. Pero cuando lo hace es insufrible... Se ha convertido en una vieja decrépita, rodeada de suciedad y basura, y pensar que hasta hace pocos años era una beldad que entraba y salía en un flamante descapotable color lila, maquillada, perfumada, deslumbrante, llena de quimeras y desmesuras, apostándole al sexo, a los amoríos, a los negocios, insaciable en esos tres rubros hasta perder la cabeza. Se inclinó hacia delante con aire confidencial. ¿Sabes lo que pretende? Pretende que es mi pájaro cantor, un pájaro que canta canciones de cuna para ablandarme el corazón. Sólo el licor, cualquier licor la aplaca. 

 

Poco a poco la velada vuelve a ser tan amena y afable como al principio. P. enciende un tabaco, bromea entre sarcástico y risueño. Mantiene vivo mi interés contándome de la época en que, muy joven, a raíz de ciertos enfrentamientos con su tiránico padre, cosa que tal como la juzgaba ahora sin ansiedad ni rebeldía, su pobre padre no era, movido por la ilusión de estar en medio de la realidad de un modo más certero, además de ver adornada su hoja de vida con una ocupación pintoresca, había renunciado a las comodidades de la casa paterna para trabajar en una caballeriza. En la noche, sin aún haber digerido el rancho, con la ropa y las botas puestas, caía rendido en la litera de la barraca. Por años conservó la tirantez de los músculos que ya no precisaban de ese gasto de fuerzas, pues, ya concluido su período de iniciación, había vuelto con más tedio que gloria a acogerse a la protección familiar y a las aulas de clase. Por años le había sido imposible sofocar el tufillo a establo que manaba de cada poro de su cuerpo. ¿Bueno, y a propósito de qué te contaba eso? ¡Ah, sí, precisamente, ya me acuerdo! Corría la voz de que Jacinto, uno de los jockeys, era médium. Como sus compañeros no desperdiciaban oportunidad de hostigarlo con pullas y burlas, una noche resolvió reunirlos en el cuarto de las sillas de montar y hacerles una demostración. Después de algunas sacudidas y balbuceos incoherentes, empezó a respirar con mucha dificultad. De tanto en tanto boqueaba, se paseaba la mano por la frente, se la llevaba al pecho como si lo oprimiera un fuerte dolor. Tenía las pupilas dilatadas, catalépticas, intensas, como ave de rapiña. De pronto, brincaba sobre sus piernas arqueadas y las puntas de los pies abiertos proyectadas hacia delante, de pronto se mecía como para un rezo. Ya estábamos por perder la paciencia, cuando saliendo de su hosco silencio comenzó a recitar fragmentos, pasajes enteros del Levítico sobre la prohibición de comer bestia muerta y sajada a cuchillo, pasando, con una voz estrangulada, a detallar los atroces castigos que se le aplicarían a los reos de glotonería y de actos sexuales abominables. Nada extraordinario, puesto que era muy pacato y como le horrorizaba subir de peso se alimentaba exclusivamente de verduras y frutas. Traía consigo una tiza con la que pintó atropelladamente en la pared una calavera y un objeto parecido a un caldero. Ya fuera del trance, les dijo que no era él el autor de esos trazos sino el espíritu que había venido a ocuparlo. Les aseguró que no tenía ninguna responsabilidad personal en nada de lo que hubiera dicho y hecho, pero que eso que estaba ahí pintado no podía ser otra cosa más que la quinta paila de los infiernos en la que irían a arder todos los incrédulos y los pecadores. Quedé impresionado, dijo P., traspuesto. ¡Me parece estar todavía ahí cada vez que lo recuerdo! En cuanto a los demás, comprendieron que debían andarse con cuidado y tomárselo en serio. 

 

De todos los compañeros de la cuadra, dijo, cruzando el tobillo sobre la rodilla, había sido el único con quien había llegado a tener alguna intimidad. Era un hombre muy imaginativo, dibujaba caballitos en cualquier papel que tuviera a la mano, no le gustaba juntarse con todo tipo de gente. Como había empezado con suerte su carrera de jinete, si bien su buena fortuna no duraría mucho, estaba lleno de anécdotas de cuando viajaba a los hipódromos americanos o canadienses y se alzaba con algún triunfo. Sus dos hermanos ejercían un gran poder sobre él. Cada vez que iban a visitarlo le vaciaban los bolsillos para pagar sus deudas y continuar con sus juergas. Tiempo después, voló a Colón en el más estricto secreto para casarse con una panameña que había tratado solo un fin de semana, y de la que había recibido en los días subsiguientes fotos y cartas. Primero una foto muy pequeña, y como le rogara por otra más grande, ella se apresuró a enviársela con una efusiva dedicatoria. Hubo más fotos, más cartas, éstas, tanto como el que el momento fuera propicio para poner Canal de por medio entre él y sus hermanos, lo habían alentado a dar el paso. 

 

Poco después de su partida, P. recibió una carta en la que le contaba que la boda había sido por todo lo alto, que su mujer era tierna, hacendosa, que eran felices a más no poder, que se instalarían en Balboa, donde lo habían contratado como maestro de equitación en una escuela militar. En la posdata le comunicaba que una sociedad de espiritistas con sede en Cartagena lo había invitado a la sesión que celebraban todos los años con lo más granado de sus miembros, que acudían de todas partes del mundo. Por un largo tiempo no supo más de él. Pero hacía unos años se había enterado, por un viejo veterinario de la cuadra, que tenía dos hijas, nietos, que vivía en Springfield, Illinois, que había formado un hermoso hogar y que gozaba de la reputación de curar a distancia. Él lo había querido como se quiere a la gente sencilla, que cuando se la conoce más de cerca resulta no ser tan sencilla. Conforme a la visión tan propia de la fase de rebeldía por la que estaba pasando, para él encarnaba una cierta enjundia vital. Enjundia que asociaba, ahora se ruborizaba por ello, a las personas poco elaboradas intelectualmente, quiero que se me entienda esta frase de la mejor manera posible, y por lo mismo libres de prejuicios mezquinos y angostos. Por supuesto, un punto de vista ingenuo, por no decir ridículo. De cualquier modo, lo admirable en él, añadió, no era tanto su simplicidad, cuanto la obstinación, el estoicismo, la sibilina paciencia que había empleado en sortear, así, como quien no quiere la cosa, los grandes y pequeños dobleces de la vida. Pese a una madre, no del todo, pero casi alcohólica, de un padre infame desaparecido en buena hora, de unos hermanos facinerosos, de una barriada miserable, de un medio adverso, de unas circunstancias abyectas, de las humillaciones que no le habían sido escatimadas, nada, lo que se dice nada, había conseguido minar su fe. ¿Su fe en qué? En sí mismo, en sus poderes, en su destino, en su suerte... Sí, su fe, su candorosa e inmellable fe en que saldría de todo eso y por añadidura, como de hecho resultó, más o menos puro y liviano de corazón. Y eso, dijo P., al voraz indagador de los enigmas caracterológicos que era yo en aquel tiempo no podía sino interesarme, digo más, seducirme. 

 

En aquel tiempo, ¿y ahora?, sonreí. Cerró un ojo, aspirando profundamente de su tabaco. ¿Ahora? Bueno, a decir verdad, el día de hoy, lo mismo que antes. Infló los carrillos degustando el humo y lo expulsó por la boca tosiendo. Hoy es todavía siempre, dijo entre dientes. Era un verso de Samuel Beckett que acudía a sus labios frecuentemente.

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8 de julio: En la noche ceno en casa de P. Me había llamado para invitarme con mucha anticipación. P. es viudo desde hace unos tres años: el tiempo que según los chinos debe durar el duelo. A su mujer de un día para otro la paralizó una embolia. Una semana después moría, sin que jamás a P. le hubiera pasado por la cabeza que alguien, dieciocho años más joven que él, pudiera precederlo en ese tránsito. Hasta que el mecanismo de la enfermedad no se puso en marcha jamás se había paseado por la eventualidad de que ella pudiera morir antes. P. se adapta con dificultad a la nostalgia nunca apaciguada de la intimidad en que había vivido con la difunta, pero mucho mejor y más humildemente de lo que todos los de su entorno, dado su carácter muy sensible y poco práctico, hubiéramos podido imaginar.

Después de la desgracia, agravada por la miserable circunstancia de que con sólo meses de diferencia, su primera esposa, una mujer frágil y desquiciada de la que se había separado varias décadas atrás, pero que en más de un aspecto continuaba dependiendo de él, se había quitado la vida ingiriendo grandes dosis de barbitúricos, se hacían apuestas sobre cuánto aguantaría. Los que aventuraban su desplome, se sintieron defraudados, como si el no haberse venido abajo se debiera a una ominosa falta de integridad moral. En cambio, sus amigos más cercanos nos sentimos felizmente sorprendidos de la sobria actitud con que había enfrentado ambas calamidades. Más aún cuando vimos el celo con que se impuso acatar cada uno de los requerimientos que su primera esposa había dejado consignados en su carta testamento. Que le pusiesen sus mejores prendas y la adornasen con sus joyas, que una orquestita de cuerdas le tocase tales y cuáles piezas musicales, que le llevasen tales y cuáles flores (nada de crisantemos), que durante sus exequias se leyese la oración fúnebre que había dejado redactada y firmada, con la misma pasión de su juventud, Dido la Abandonada, o la suerte eterna de la mujer enamorada, que terminadas las formalidades funerarias se celebrase una cena de despedida con sus más fieles y viejos amigos (cuyo listado con algunos pentimentos de última hora se encontraba, lo mismo que el menú, anexado a la carta testamento), que cada uno de ellos la honrase con algunas palabras de salutación y despedida. Pese al empeño que puso en encontrarlas y reunirlas, P. no pudo arrastrar a más de diez o doce personas. De las veinte que figuraban en el elenco, tres habían muerto, unas se habían ido del país, de algunas no había quien supiera dar noticias y otras se habían apresurado a preparar su coartada para excusarse. Sin duda se trataba de personas que habían pertenecido a su círculo de amistades, pero no en el momento de su muerte, sino en la época en que ella y P. aún estaban casados.

Con frecuencia se lo ve irritado, molesto, como si la vida le hubiese jugado sucio, y sin embargo entero: esto es, sin dejarse abatir. En los últimos tiempos ha desarrollado una admirable disposición al orden, se las arregla bastante bien en su vida doméstica y cumple sus horarios de trabajo incluso con más rigor que antes. Su deseo de reintegrarse a la vida lo impulsa a renovar los afectos, llama a sus amigos y no espera a que ellos lo llamen. Busca compañía cuando la necesita, pero nunca ruega ni suplica. Ha aprendido si no a cocinar a prepararse una comida caliente, lo que le proporciona placer y no poco orgullo, sobre todo si se piensa que su mujer lo vestía y desvestía, lo calzaba y descalzaba, además de alimentarlo, hacerle de secretaria y, llegado el caso, de enfermera.Tenía una cierta tendencia a la hipocondría a pesar de que poseía una constitución de hierro.

Al llegar lo encontré adobando dos inmensos bistés. Ya estaba primorosamente preparada la ensalada de berros y aguacates, espolvoreada con nueces y almendras tostadas, en un recipiente verde en forma de hoja de repollo, a un lado del puré, que sólo necesitaba ser calentado, y de una bandejita con tomates, perejil y rebanadas de queso fresco. La cocina resonaba con los esplendorosos acordes en mi bemol del final de La flauta mágica. El ambiente que se respiraba era de sábado por la noche. P. vive en la planta baja del mismo viejo caserón desde hace algo más de cuarenta y cinco años. Pronto el medio siglo, dice reminiscente. El techo es alto, con vigas al descubierto, la cocina grande en comparación con las habitaciones, como suele suceder en las casas remendadas a pedazos para sacarle más de una vivienda. De ahí que gran parte de sus días transcurran en la cocina que abre al patio, o en el mismo patio, donde ha instalado, debajo de un artesanal cobertizo de planchas sobrepuestas, muebles de jardín bonitos y cómodos. A pesar de que la noche es diáfana, no cenamos afuera como en otras ocasiones sino en la cocina, a la izquierda de la sala, que originalmente hacía las veces de porche, y donde sólo hay dos butacas, una frente a otra, un viejo piano, y ningún otro objeto superfluo, aparte de su título de ingeniero químico, profesión que jamás ha ejercido, en un elaborado marco de plata.

P. acaba de salir de una gripe y teme una recaída. No hay nada peor que los bronquios engrumecidos, me dice mientras quita de la mesa una anticuada máquina de escribir que no usa, pues sólo consigue concentrarse con su Parker 51, para poner un delicado mantel de batista con mariposas heráldicas bordadas a mano. Su padre había gozado de buena posición antes de la quiebra del almacén de juguetes, fuente de prosperidad de la familia, aun así guarda residuos de su antigua riqueza, como el piano, la vajilla, la mantelería, los cuadros que ha ido vendiendo (el último, un pequeño paisaje marino de Boggio de 1909) y la bendición de una renta con la que ha logrado sobrevivir hasta hoy, la que le permite cubrir los gastos del hogar de ancianos en que se encuentra recluida su vieja niñera.

A la hora de los postres, frutas, yogur, helado, galletas de almendras, nuestra charla se vio interrumpida por unos extraños y quejumbrosos gruñidos que parecían provenir de un animal enfermo. Qué es eso, pregunté. Nada, problemas arriba, dijo alzando receloso la vista hacia mí. Los gruñidos se fueron apagando. P. dobló la servilleta, la alisó con cuidado. Continuamos conversando. Unos minutos después los gruñidos pasaron a convertirse en una sola nota fea adherida a una garganta, humana, no de un animal, eso estaba claro. Sonó un portazo. Hubo un silencio. P. tamborileó los dedos furiosamente, se levantó, empezó a recoger los platos. Tenía la cara tensa, los ojos vidrioso, ausentes, le temblaban los omoplatos, la boca se le había puesto blanca. Los sucesivos quejidos, como de alguien que había logrado con todo el poder de sus pulmones liberar por fin el estallido, culminaron en la modulación de un lamento, largo, larguísimo. Entró por el ventanal, le dio la vuelta a la cocina, subiendo, bajando, girando sobre sí mismo, presionando el aire.

Eludiendo mi mirada aterrorizada por la ofensiva del grito, P. insistió en servirme un poco más de helado. Me rehúso, meneo la cabeza. Me da una palmada en el hombro, se lleva un dedo a los labios. ¿A quién quiere callar con ese gesto? ¿A quién, puesto que yo callo y no se me ocurre decir ni una palabra? Me acuerdo de la inquilina de arriba, una cierta dama rusa, polaca, lituana, todas esas cosas juntas. Lleva más de treinta años viviendo ahí. Sé que está medio chiflada, que una sobrina desalmada, quien no pierde la esperanza de que algún día pueda encontrarla muerta en la cama, la visita de mes en mes para sacarla a pasear en una silla de ruedas.

Recuerdo la soleada mañana en que acompañé a P. a la azotea a tender la ropa que habíamos subido en un canasto. Gracias a las ventanas abiertas de par en par, gracias a la oportuna presteza con que la brisa echaba al vuelo las cortinas y a que P. estuviera de espaldas, mis ojos penetraron sin prisa ni distracciones hasta las entrañas mismas del apartamento. Recuerdo el papel tapiz con ribetes dorados, la alfombra lanuda, las sillas de respaldos tallados, cuadros mitológicos grandes y pesados, estanterías encristaladas con medallas, pavos reales, pastorcitos y bomboneras revestidas de minúsculos espejos. En una mesita esquinera, debajo de una lámpara con soporte de yeso en forma de lira, se veía un plato sucio con una naranja pelada y un durazno mordido. Desplazándome hacia la segunda ventana, pude distinguir la cama de bronce donde, varada de costado sobre dos almohadones y con una mano debajo de la mejilla, dormía o parecía dormir, con los ojos pasmados y entreabiertos, como los tienen a veces los muertos, una mujer con un camisón transparente enrollado en la cintura. Vi con horror el cráneo desnudo con una coronilla de mechones rojos, vi sus senos flácidos, las piernas muy separadas, los muslos venosos y entre ellos un bulto oscuro con una aureola de vellos cenicientos rodeando lo que debía ser su labiado, olvidado y desamparado sexo. La ropa estaba tirada en el suelo, de la silla colgaban unas medias de seda, la atmósfera se percibía acre, densa, sofocante. La última cosa que vi, antes de que P. se volviera para decirme que había terminado, fue a un gato, un gato grande, atigrado, aposentándose en la cama enroscado a su cola.

P. cogió un cuchillo por el mango tallado en hueso, como si empuñase un arma, enseguida lo dejó caer. Entonces, cogió la copa de vino haciéndola girar entre los dedos. Era una bella copa de cristal esculpido de un raro color turquesa. Absorto en los relieves del cristal, frunció los labios y apretando las mandíbulas estiró el cuello. De perfil, su pecho se hundía con un jadeo forzado encima de la incipiente barriga de cuya aparición se había venido quejando en los últimos meses. En el momento en que los aullidos, pues era en eso en lo que se habían convertido, llegaban a su registro más alto, P. arrojó la copa contra el gabinete. Cierro los ojos esperando verla saltar en añicos, pero sólo se ha roto en tres hermosos y refulgentes pedazos. P., un hombre dulce, mesurado, circunspecto, gracias al contacto del cual uno salía más sereno, había perdido todo control sobre sí mismo.

Sale corriendo. Le da la vuelta al patio. Un cuarto de luna lo alumbra. Se sujeta la cabeza, se golpea la frente con la mano abierta. Extiende los brazos rígidos, implorantes. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué quieres, Wanda, matarme, espantar a mis invitados? ¿Quieres que salgan huyendo? Nunca lo había visto así. Estaba aterrada. No sabía qué hacer. No sabía qué pensar.

Los gritos desfallecen. Se esfumaron, como el ruido de un tren que coge una curva y después se pierde. P. entró de nuevo. Me mira. No es nada, dice señalándome la silla de la que me había levantado. Siéntate. Nos sentamos. Tan mudos nos quedamos, mirando nuestras imágenes reflejadas en ventanal, que no precisábamos aguzar los oídos para sentir los latidos aún inmitigados de nuestros corazones. Como venido de otro mundo, difundiéndose en el silencio se escuchaba el crujido sutil de los muebles, el silbar chirriante de los sapitos en la quietud aturdidora de la noche.

Columbro algo que desciende serpenteando entre un costado de la pared y los muñones de un arbolito, seco, raleado. Por fin logro comprender que se trata de un canasto atado a un cordel. Sin apartar la vista del canasto P. se levanta con un suspiro de resignación, atraviesa parsimoniosamente el vestíbulo que desemboca en la sala. Parece que sus rodillas bailaran. Se agacha, registra los bajos de un armario, la rigidez y el esfuerzo por mantenerse sereno entorpecen sus movimientos. Una pila de periódicos y cartones se viene abajo. Tintinean botellas y frascos. Del fondo libre de estorbos saca a la superficie una botellita de licor de menta. Corre de dos zancadas a colocarla en la cesta, la avienta hacia arriba de un manotazo. La cesta se mece, es izada. Desaparece.

No se amotina a menudo, carraspeó P. Tuvo que toser y carraspear de nuevo para que la voz le saliese. Pero cuando lo hace es insufrible… Se ha convertido en una vieja decrépita, rodeada de suciedad y basura, y pensar que hasta hace pocos años era una beldad que entraba y salía en un flamante descapotable color lila, maquillada, perfumada, deslumbrante, llena de quimeras y desmesuras, apostándole al sexo, a los amoríos, a los negocios, insaciable en esos tres rubros hasta perder la cabeza. Se inclinó hacia delante con aire confidencial. ¿Sabes lo que pretende? Pretende que es mi pájaro cantor, un pájaro que canta canciones de cuna para ablandarme el corazón. Sólo el licor, cualquier licor la aplaca.

Poco a poco la velada vuelve a ser tan amena y afable como al principio. P. enciende un tabaco, bromea entre sarcástico y risueño. Mantiene vivo mi interés contándome de la época en que, muy joven, a raíz de ciertos enfrentamientos con su tiránico padre, cosa que tal como la juzgaba ahora sin ansiedad ni rebeldía, su pobre padre no era, movido por la ilusión de estar en medio de la realidad de un modo más certero, además de ver adornada su hoja de vida con una ocupación pintoresca, había renunciado a las comodidades de la casa paterna para trabajar en una caballeriza. En la noche, sin aún haber digerido el rancho, con la ropa y las botas puestas, caía rendido en la litera de la barraca. Por años conservó la tirantez de los músculos que ya no precisaban de ese gasto de fuerzas, pues, ya concluido su período de iniciación, había vuelto con más tedio que gloria a acogerse a la protección familiar y a las aulas de clase. Por años le había sido imposible sofocar el tufillo a establo que manaba de cada poro de su cuerpo. ¿Bueno, y a propósito de qué te contaba eso? ¡Ah, sí, precisamente, ya me acuerdo! Corría la voz de que Jacinto, uno de los jockeys, era médium. Como sus compañeros no desperdiciaban oportunidad de hostigarlo con pullas y burlas, una noche resolvió reunirlos en el cuarto de las sillas de montar y hacerles una demostración. Después de algunas sacudidas y balbuceos incoherentes, empezó a respirar con mucha dificultad. De tanto en tanto boqueaba, se paseaba la mano por la frente, se la llevaba al pecho como si lo oprimiera un fuerte dolor. Tenía las pupilas dilatadas, catalépticas, intensas, como ave de rapiña. De pronto, brincaba sobre sus piernas arqueadas y las puntas de los pies abiertos proyectadas hacia delante, de pronto se mecía como para un rezo. Ya estábamos por perder la paciencia, cuando saliendo de su hosco silencio comenzó a recitar fragmentos, pasajes enteros del Levítico sobre la prohibición de comer bestia muerta y sajada a cuchillo, pasando, con una voz estrangulada, a detallar los atroces castigos que se le aplicarían a los reos de glotonería y de actos sexuales abominables. Nada extraordinario, puesto que era muy pacato y como le horrorizaba subir de peso se alimentaba exclusivamente de verduras y frutas. Traía consigo una tiza con la que pintó atropelladamente en la pared una calavera y un objeto parecido a un caldero. Ya fuera del trance, les dijo que no era él el autor de esos trazos sino el espíritu que había venido a ocuparlo. Les aseguró que no tenía ninguna responsabilidad personal en nada de lo que hubiera dicho y hecho, pero que eso que estaba ahí pintado no podía ser otra cosa más que la quinta paila de los infiernos en la que irían a arder todos los incrédulos y los pecadores. Quedé impresionado, dijo P., traspuesto. ¡Me parece estar todavía ahí cada vez que lo recuerdo! En cuanto a los demás, comprendieron que debían andarse con cuidado y tomárselo en serio.

De todos los compañeros de la cuadra, dijo, cruzando el tobillo sobre la rodilla, había sido el único con quien había llegado a tener alguna intimidad. Era un hombre muy imaginativo, dibujaba caballitos en cualquier papel que tuviera a la mano, no le gustaba juntarse con todo tipo de gente. Como había empezado con suerte su carrera de jinete, si bien su buena fortuna no duraría mucho, estaba lleno de anécdotas de cuando viajaba a los hipódromos americanos o canadienses y se alzaba con algún triunfo. Sus dos hermanos ejercían un gran poder sobre él. Cada vez que iban a visitarlo le vaciaban los bolsillos para pagar sus deudas y continuar con sus juergas. Tiempo después, voló a Colón en el más estricto secreto para casarse con una panameña que había tratado solo un fin de semana, y de la que había recibido en los días subsiguientes fotos y cartas. Primero una foto muy pequeña, y como le rogara por otra más grande, ella se apresuró a enviársela con una efusiva dedicatoria. Hubo más fotos, más cartas, éstas, tanto como el que el momento fuera propicio para poner Canal de por medio entre él y sus hermanos, lo habían alentado a dar el paso.

Poco después de su partida, P. recibió una carta en la que le contaba que la boda había sido por todo lo alto, que su mujer era tierna, hacendosa, que eran felices a más no poder, que se instalarían en Balboa, donde lo habían contratado como maestro de equitación en una escuela militar. En la posdata le comunicaba que una sociedad de espiritistas con sede en Cartagena lo había invitado a la sesión que celebraban todos los años con lo más granado de sus miembros, que acudían de todas partes del mundo. Por un largo tiempo no supo más de él. Pero hacía unos años se había enterado, por un viejo veterinario de la cuadra, que tenía dos hijas, nietos, que vivía en Springfield, Illinois, que había formado un hermoso hogar y que gozaba de la reputación de curar a distancia. Él lo había querido como se quiere a la gente sencilla, que cuando se la conoce más de cerca resulta no ser tan sencilla. Conforme a la visión tan propia de la fase de rebeldía por la que estaba pasando, para él encarnaba una cierta enjundia vital. Enjundia que asociaba, ahora se ruborizaba por ello, a las personas poco elaboradas intelectualmente, quiero que se me entienda esta frase de la mejor manera posible, y por lo mismo libres de prejuicios mezquinos y angostos. Por supuesto, un punto de vista ingenuo, por no decir ridículo. De cualquier modo, lo admirable en él, añadió, no era tanto su simplicidad, cuanto la obstinación, el estoicismo, la sibilina paciencia que había empleado en sortear, así, como quien no quiere la cosa, los grandes y pequeños dobleces de la vida. Pese a una madre, no del todo, pero casi alcohólica, de un padre infame desaparecido en buena hora, de unos hermanos facinerosos, de una barriada miserable, de un medio adverso, de unas circunstancias abyectas, de las humillaciones que no le habían sido escatimadas, nada, lo que se dice nada, había conseguido minar su fe. ¿Su fe en qué? En sí mismo, en sus poderes, en su destino, en su suerte… Sí, su fe, su candorosa e inmellable fe en que saldría de todo eso y por añadidura, como de hecho resultó, más o menos puro y liviano de corazón. Y eso, dijo P., al voraz indagador de los enigmas caracterológicos que era yo en aquel tiempo no podía sino interesarme, digo más, seducirme.

En aquel tiempo, ¿y ahora?, sonreí. Cerró un ojo, aspirando profundamente de su tabaco. ¿Ahora? Bueno, a decir verdad, el día de hoy, lo mismo que antes. Infló los carrillos degustando el humo y lo expulsó por la boca tosiendo. Hoy es todavía siempre, dijo entre dientes. Era un verso de Samuel Beckett que acudía a sus labios frecuentemente.

 

Victoria de Stefano, escritora venezolana. Foto: Martha Viaña.
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“Pitol, un proyecto de vida” de Victoria de Stefano https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2018/01/pitol-project-life-victoria-de-stefano/ https://latinamericanliteraturetoday.org/es/2018/01/pitol-project-life-victoria-de-stefano/#respond Fri, 26 Jan 2018 13:01:37 +0000 http://latinamericanliteraturetoday.wp/2018/01/pitol-project-life-victoria-de-stefano/ Sergio Pitol es de los que vive la literatura de pensamiento, palabra y obra. Leer, pensar y escribir, o lo que es lo mismo: querer hacer, saber y poder hacer. Una vida en la que tanto se lee, piensa y escribe, que, para que no existan dudas del desprendimiento con que se la ejerce, también se traduce. La traducción es, sin duda, la mejor escuela de internalización de la estructura de los géneros y de la propia lengua.

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Sergio Pitol es de los que vive la literatura de pensamiento, palabra y obra. Leer, pensar y escribir, o lo que es lo mismo: querer hacer, saber y poder hacer. Una vida en la que tanto se lee, piensa y escribe, que, para que no existen dudas del desprendimiento con que se la ejerce, también se traduce. La traducción es, sin duda, la mejor escuela de internalización de la estructura de los géneros y de la propia lengua.

Esto para decir que mi primer encuentro con Pitol fue a través de sus traducciones. Kusniewicz, Pilniak, Gombrowicz, Andreievski, Chéjov, antes que por el paso firme con que andaba, en la posesión de sí mismo y de sus medios, por novelas, narraciones y textos críticos, con lo que aprovecho la ocasión, que es buena, para manifestar la enorme gratitud que los menos voluntariosos en el aprendizaje de los idiomas, y con más razón si somos también escritores, le debemos.

El que hasta bien entrados los ochenta no hubiera sabido de él, como de muchos otros escritores del continente, se debe sin duda al aislamiento y la dispersión que ha sido el signo de nuestra literatura. Leer a nuestros contemporáneos colombianos, argentinos, centroamericanos es, y sigue siendo, una hazaña de bibliófilos y ratones de biblioteca. Para llegar a nosotros han de pasar antes por los grandes centros culturales o el espaldarazo del éxito.

Pero ya se sabe, cuando uno está interesado en algo, ese algo empieza a aparecer por todos lados. Primero fue La casa de la tribu , en seguida los relatos venidos como préstamo, como regalo de algún amigo, después el encuentro personal y la amistad con que me honra. De entrada, me sentí intrigada por los matices y la elaboración de su lenguaje, por algunos rasgos de pudor apasionado que translucía su prosa; por su transparencia y precisión idiomática, con todo y la entonación paródica, o precisamente por eso. Lo que me llevó inmediatamente a pensar en la sutil y no declarada toma de posición de una literatura diferenciada del lenguaje retórico de los discursos ideologizados y de la buena o mala fe de sus reflejos y reificaciones en el campo literario.

Por otra parte vio cómo su escritura se resolvía en la estructuración de situaciones existenciales, llevó un pulso entre la elusividad y la luz de las apariencias, entre el sueño y la relativización de la vigilia, a veces más borrosa que el mismo sueño, que es como el mundo y sus extrañezas les son dadas, por poco que sueñe, al hombre.

Ese entusiasmo inicial me condujo a El desfile del amor , con su reconstrucción moral de los rezagos de la guerra mundial en México, con sus enigmas y soluciones faltantes, con su contar mucho sin contarlo todo, con sus encuentros y desencuentros, con sus historias como envés y reverso de las mismas historias siempre al acecho de penetrar el espacio de experiencia de una época, incluido el espacio físico de la ciudad en el transcurso de hacerse otra. Y una vez más, la tensión con que se alejaba y se acercaba a los entresijos de un complejo material de ficción, metaficción e historia. De ahí a la deslumbrante e infernalicia voladura de Domar a la divina garzaya los relatos y los cuentos, el salto se me dio naturalmente. “El relato veneciano de Billie Upward”, “La pareja”, “El regreso hacia Varsovia”, “Nocturno de Bujara”.

Pero fue en la reciente y más ordenada lectura de Todos los cuentos, o casi todos, reunidos por Alfaguara, en la que pude confirmar con mayor certidumbre lo que en la antología de Monte Ávila, a falta de un mayor número de elementos sobre los que sustentar mi juicio, sólo me había permitido presumir. En esta segunda lectura se me hizo más clara aquella impresión y vislumbre de que, del mismo modo como las novelas entraron naturalmente a formar el Tríptico “El carnaval”, los cuentos y relatos, con su forma abierta y salida del marco, con su capacidad de entrarmarse, presuponiéndose o entrecruzándose temática y alegóricamente, con su narrador oculto y expectante replegado a diversas distancias, con sus personajes entrando y saliendo de la camisa de fuerza de las restricciones y placeres débiles hacia la ficción y el delirio, constituían algo así como episodios y jalones de un género en formación y progreso,

Para explicar esto necesito remontarme algo más atrás.

En nuestro acercamiento a un escritor, éste se nos revela más por lo que tiene de común con sus pares que por sus divergencias, o para decirlo más simple y rápido con una tradición, esto va por cuenta de nuestras afinidades dentro del universo de la literatura , tanto como por nuestra necesidad humana de aprehender lo aún no conocido por medicación de referencias ya estabilizados. Pero ese reconocimiento, como parte de un corpus literario, sólo bastaría a hacerlo identificable y ubicable en la supuesta norma que sanciona el conjunto. Son las particularidades que lo destacan de sus determinaciones comunitarias, geográficas, históricas, culturales, las que nos lo hacen entrañable.

En cuanto a ese bien común, Pitol enlaza con las letras latinoamericanas e hispanas, con todo y lo limitante que pudiera ser sostenido tratándose de un escritor que se ha paseado “con la facilidad del gato”, de acuerdo con la expresión usada por Steiner para referir al narrador en quien se han fusionado los dos prototipos del narrador viajero y del sedentario el esforzado artesano de la intertextualidad posmoderna, de la que Pitol es vivo ejemplo, por el gran espectro de las literaturas nacionales y extranjeras, propias o ajenas, respecto a alguien, y “universales” sólo en cuanto a su acogida y audiencia.

Pitol es más de este Sur, siempre Sur respecto al Norte, y de este frente Atlántico, de lo que a primera vista y leído aisladamente pudiera creerse. En él está el legado íntimo de los muertos de Rulfo, el gusto ecuménico y la curiosidad insaciable de su maestro Reyes, las premeditaciones del mundo conjetural de Borges; el humor demencial, el catastrofismo, el destinismo opresivo de los Quiroga; Carpentier, en la partitura, si no en la exuberancia del léxico; la irremediable dote de orfandad y soledad nada romántica de Onetti, la memoria domada y reconducida, pero no el voluntarismo, del Ulises criollo , el perspectivismo de la novela del sertón, la moneda espiritual de Suave patriade López Velarde; las capas residuales de la picaresca americana, el grotesco, las farsas medievales, pasadas por Quevedo, asentadas por Pérez Galdós, Valle-Inclán, y por los que los suceden en el siglo. Y sobre o debajo de ese lecho de muchas capas, están todos los exilios y autoexilios desgarrados, culposos o nostálgicos, todas las circulaciones, las insularidades, las vueltas a la patria, a los paraísos perdidos y bien o mal recuperados; todas las fundaciones y refundaciones del ser propio y el ser ajeno, todos los encantamientos y desencantamientos que son heridas comunes de la intelectualidad letrada desde la Pampa hasta el Río Grande.

Si su ideal, como se desprende de “Droctulf y demás” y de muchos otros textos, entre los cuales también están los ficcionales, es fijar unas reales, las del dominio de la tribu, las del carácter nacional, las de la definición de un tono en el idioma de pertenencia, para a partir de allí afrontar y conquistar la vastedad, inabarcable, que traspasa y permea esas fronteras: “Tomar todo lo que hay”, como dijo Goethe. Si es ése su empeño, Pitol puede darse cuenta por satisfecho, porque ese sueño civilizatorio, cívico, diría mejor, lo ha cumplido en la medida en que pueden cumplirse aquellos ideales que regulan el trascender de nuestras aspiraciones. Él es un escritor por formación, educación, y por su propia novela del aprendizaje, del Tríptico a los relatos, de los relatos a los textos de apropiación crítica, de éstos al punto de fuga delArte de la fuga mexicana. No precisamente, cuando se sienta a escribir, recuerde sus señas de identidad y origen. Puede seguir, sobre todo ahora cuando lo más recio del chaparrón del debate de la identidad ha pasado, como el felino andariego trepando, en cuerpo y espíritu, todas las coordenadas del espacio para activar la virtud de la tolerancia y conciliación de los diferendos en que la idea de futuro habra de encarnar.

Pitol es un escritor de este lado del mundo y de este hemisferio. Pero en cuanto a autor definido en la expresión y elaboración de su obra, posee unas moralidades muy propias, unas moralidades que, en el curso de los últimos veinte años, y algunos más, parecían haber eclipsado de nuestra literatura, más allá de los tecnicismos y experimentalismos que fueron la riqueza apabullante de los sesenta, y que ya no parecen, más que en sus epigonales reiteraciones y en la menguada eficacia de sus aristas, seguirlo siendo. Unas moralidades de las que es reflejo de su pasión “por la trama”, por “el rigor de la trama”, decía Borges. Por la juventud de la forma contra el caos, según Gombrowicz, o por el “esfuerzo contra la abulia”, según él mismo lo ha declarado en su defensa de la forma narrativa y de la novela.

Un debate sobre el retorno de la narración ha estado removiendo el mundo literario en estas últimas décadas. Este retorno con frecuencia corre el peligro de caer en posiciones más bien conservadoras, incluso propuestas y códigos que sólo sirven a complacer las necesidades de la industria para determinar las obras “bien conformadas” y la regularización del público a que están destinadas.

Pero la pasión de Pitol por la trama no forma parte de ese tipo de recuperaciones. Bastarían a demostrarlo la composición, la articulación de forma y lenguaje, su qué y su cómo, tanto como las estrategias narrativas, ejemplificadas a mi entender en uno de sus mejores y más despiadados relatos, sí, relato, antes que ensayo, “El oscuro hermano gemelo”, en el que a partir del prólogo de Justo Navarro a un libro de Paul Auster, salta al Tonio Kröger para retomar la sentenciosa frase de Navarro: “Te alejas de ti mismo cuando te acercas a ti mismo […] Escribir es hacerse pasar por otro”, para desembocar con el escritor en una bien surtida velada de funcionarios diplomáticos en la embajada de Portugal en Praga, en la que se arma la escena que transcurre en Madeira, contada y revisitada por la esposa del embajador de un país escandinavo, en medio de un puntear de monosílabos e interrupciones con sus respectivas chejovianas sorderas que van a dar a Conrad ya los posteriores e irritados comentarios del marido, que nos revelan el lado oscuro y contradictorio de la historia, y de ahí al escritor puesto a retrabajarla en su laboratorio. De esa caja de sorpresas saldrán la sastra, la teósofa, un ganadero veracruzano, una segunda explosión de dinamita, y ya no unas casa en Funchal, sino el vívido portal del Hotel Zevallos en Córdova, Veracruz, Chiquitita, un tío, los despropósitos de una herencia, y acto seguido, la última novela de Donoso que lleva un epígrafe de Faulkner, epígrafe que nos devuelve al punto donde deben ir a morir, aun si no a concluir, todos los cuentos, al principio del principio, a la reflexión que sintetiza el título que les dio origen.

Bastaría la cita de un texto dentro de un texto que revierte y prolifera en otro texto, como el paso de “El relato veneciano de Billie Upward” a Juegos florales , para confirmarlo. Bastaría recordar la observación dura a que somete a sus personajes, todo lo que pone en juego de nostalgia y repetición farsesca del gesto para destruir cualquier atisbo de triunfalismo; bastaría la levedad, la extrañeza, la disolución del lenguaje en el discurrir del relato, la misma que lo deslumbró siendo un muchacho al leer a Borges y que avanzó el oficio supo hacer suyo. Y si este bastar no fuera suficiente, habrá que acudir al título de El arte de la fuga y al itinerario artístico e intelectual que marca la sutura de “Un Ars poética ”, dentro del libro.

Todo lo que incluye El arte de la fuga es la puesta en obra y mostración de esa poética. Y si aún nos faltara más, habría que recordar a los autores que ama ya los que siempre vuelve: Sterne, James, Conrad, Woolf, Gogol, Chéjov, Mann, Faulkner, Reyes, Carpentier, Cortázar. Porque cuando un autor habla de alguna obra ajena, es que está hablando de la propia. Es que está recorriendo la cadena de eslabones que forman su propia línea de producción de sentido. Es que está recordando defectos son sus deudas y quiénes sus acreedores.

Y ahora que menciono El arte de la fuga , retomo lo que había dejado suelto.

Este libro es como el remate de aquel programa a que me referí al principio. ¿Es una obra autobiográfica? Más parece que Pitol, al igual que en sus relatos y novelas, cunado usa la primera persona, ese sujeto pronominal, es sólo un yo en el sentido del verbo que sostiene, organiza y aísla la escena. Un yo en segundo término, un yo posible y decantado, una especie de Serenus Zeitblom documentándose a sí mismo en relación con lo que es y lo que ha sido. Un yo, en fin, como memoria novelable de una vida hecha de viajes, libros, páginas de diarios que irán a convertirse en libros. Esta memoria, que se despliega y se repliega del presente actual al pasado, es el doble juego, presente y pasado, ahora y ayer, antes y hoy, que establece, en tiempos progresivos, la simultaneidad y alternancia temporal y espacial de las divisiones y subdivisiones de un cuaderno de vida. A partir de esos movimientos surge la posesión de una conciencia que rinde cuenta de los valores y propósitos que la han regido y llenado de sentido. Todas las fugas y desvíos están allí para intentar la reconstrucción del cuerpo fragmentado del relato, que sin eso acabaría en curso sin prospección de un mero acontecer de vida. esEl arte de la fuga se reúnen, como ritos de pasaje, todas las obras anteriores, todos los géneros por él practicados en cuantos momentos de la totalidad mayor que los contiene.

Caracas, noviembre de 1999

Una foto de infancia del escritor mexicano Sergio Pitol (izquierda) con su hermana, Cristina y su hermano, Ángel.
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